17.10.13

Los bigotes de Lang



Lang era bien proporcionado, delgado, esbelto, blanco y rubio. Tenía ojos azules, unos mostachos ondulados de antiguo galo, los bigotes más soberbios e impresionantes que nunca he visto; debajo de ellos, unos dientes de perla y, como muchos obreros de las barriadas, tenía una hermosa voz bien modulada a la que sacaba mucho partido cantando vibrantes canciones de amor.

Recibía más cartas que un ministro y las contestaba todas. A cada una de sus enamoradas le escribía interminables epístolas llenas de heroísmos imaginarios y de conmovedoras romanzas para que se estremeciesen y llorasen de emoción. En cada carta deslizaba una foto suya y siempre estaba pidiéndome que le fotografiara en nuevas poses, montando guardia en el retén, haciéndose el zuavo, con la bayoneta calada, a punto de lanzar una granada desde un cráter de obús, cortando alambradas, tendido junto a un cadáver enemigo como si estuviesen luchando cuerpo a cuerpo. Como soldado, era de risa. Le daba jaqueca, todo lo veía negro, era francamente insoportable, neurasténico perdido.

Un día el capitán me mandó llamar para preguntarme si tenía en la sección de asalto voluntaria algún hombre de confianza, para cabo en intendencia, alguien que supiese leer, escribir, contar, que fuese diligente y pasablemente honrado, al menos, en materia de vino. Pensé enseguida en Lang y se lo propuse.

Aquella misma tarde Lang se instaló junto al cochero del carro de la 6a compañía que había de conducirle a Bus, a unos cuantos kilómetros en retaguardia, una pacífica aldea en donde se distribuían las provisiones. Allí se quedaría permanentemente. Le enorgullecían sus galones de cabo pero, sobre todo, estaba contento de alejarse del frente. Dos o tres compañeros fuimos a despedirlo, a darle toda clase de consejos, confiarle cartas para el correo civil y encargarle varios recados.

Bus, que no había sido bombardeada en toda la guerra, lo fue aquella noche por primera vez, y el primer obús alemán cayó precisamente sobre el carro de la 6a compañía en el momento en que desembocaba en la plaza del Mercado, haciendo papilla al caballo, al cochero y a Lang, que volaron por los aires. Recogieron dos o tres cazos de pedazos pequeños y envolvieron los pocos trozos grandes que encontraron en una lona de tienda. Dimos sepultura a Lang, al cochero y a la carne de caballo, todo mezclado, y colocamos una cruz de madera sobre el túmulo.

Pero al regresar del cementerio alguien se fijó en los mostachos de Lang que flotaban en la brisa de la mañana, pegados a una fachada, sobre una barbería. Hubo que sacar una escalera, subir a desengancharlos, envolver los absurdos pelos ensangrentados en un pañuelo, regresar al cementerio, cavar un agujero y enterrarlos con lo demás. Luego regresamos a nuestras líneas con el estómago revuelto.

Blaise Cendrars
(De La mano cortada)


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