Felipe Calderón duplicó la deuda externa, prohijó una enorme corrupción en las oficinas públicas, pervirtió la procuración de justicia y su política de guerra causó decenas de miles de muertes. Pero, comparado con la administración de Peña Nieto, el calderonato parece un mal menor. En menos de un año de gobierno, el mexiquense no ha resuelto uno solo de los problemas legados por su antecesor y, en cambio, ha generado una nueva situación catastrófica. La corrupción permanece invariable, la ineficiencia gubernamental crece y la violencia ha remitido sólo en el retrato mediático del país, pero los conflictos y los agravios sociales se ahondan, las “reformas” multiplican los descontentos y el manejo financiero amenaza con destruir lo que queda de la economía nacional.
La agresividad del peñato y su afán de transformar bruscamente al país mediante un plan de choque disfrazado de reformas legales pretende encontrar asidero y legitimación en resultados electorales fabricados con mejor ingeniería que el endeble 0.56 por ciento con el que Calderón fue impuesto en la Presidencia. En contraste, la ventaja de Peña sobre López Obrador, logrado a punta de sobornos al electorado y de cosas peores, es de más de 7 por ciento; tal vez el priísmo gobernante se haya creído su propia mentira y piense, con base en ese dato, que goza de mayor respaldo social y, por ende, de mayor margen de maniobra que la administración oligárquica anterior.
Otra fantasía autoinducida en la que es fácil creer es que el peñato cuenta con el espaldarazo de la diversidad política del país, vía el Pacto por México. Pero el espectro político real está fuera de ese conciliábulo, ideado originalmente para darle un rostro democrático a un régimen que no lo es y para repartir prebendas a cambio de votos aprobatorios en el Congreso. En el caso del PAN, el Pacto no hizo sino oficializar viejos acuerdos tácitos de gobernabilidad que se remontan al fraude de 2006 –convalidado por los priístas–, si no es que a las concertacesiones del salinato. Y por lo que respecto al PRD, el peñato compró una cúpula, un logotipo y una sigla pero, desde luego, las izquierdas nacionales se encuentran, en su inmensa mayoría, fuera del cascarón de ese partido.
Sin embargo, el peñato se comporta como si hubiese ganado las elecciones como soñaban los priístas a fines del año antepasado –con mayoría absoluta y con limpieza– o como si encabezara un verdadero frente de unidad nacional: mete mano a la Constitución, impone un paquetazo de neoliberalismo ortodoxo no muy distinto a los aplicados en Grecia y España (nuevo ciclo de privatizaciones, incremento generalizado de impuestos y tarifas, eliminación de derechos laborales y de programas de bienestar, salud, educación y cultura) y se propone, en general, un reacomodo de la institucionalidad aun más favorable a los capitales monopólicos y transnacionales que el que ya existe.
Tal vez el priísmo se haya creído sus propias mentiras; tal vez esté empeñado en provocar una reacción social virulenta para justificar una represión masiva que le permita gobernar mediante el miedo el resto del sexenio; tal vez se trate de una combinación de ambas cosas. Lo cierto es que el calderonato palidece ante el grado de destrucción nacional que sus sucesores pretenden causar. En estas circunstancias, sería trágico que la sociedad optara por acomodarse a la devastación y que la resistencia al peñato quedara circunscrita a las organizaciones y movimientos de izquierda, sociales, obreros y comunitarios que han resistido desde siempre. El impedir la destrucción del país no puede ser tarea de decenas de miles ni de decenas de miles: requiere de millones de ciudadanos que, de manera activa y pacífica, amarren las patas al caballo de Atila.
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