Quién iba a decir que a esta edad habría de caer rendido a los pies de un amor imposible; que babearía como idiota y aullaría como coyote melancólico en las noches de luna llena; que se me llenaría la cabeza de fantasías ñoñas; que el mal de amores habría de aislarme de mis amigos y hasta hacerme olvidar mis rencores más entrañables porque, como cantaba Violeta Parra, el amor con sus esmeros al viejo lo vuelve niño y al malo sólo el cariño lo vuelve puro y sincero, ay, sí, sí, sí.
Todo habría ido bien en el curso de mi vida de no ser porque ante él se plantó de pronto, con maneras de hierro suavizadas por una voz de terciopelo, la Pilarica. Y ya nada volvió a ser como antes.
Para ese entonces mi química fisiológica había desarrollado sucesivas adicciones a las feromonas irrepetibles de diversos organismos femeninos que se habían hecho merecedores, por angas o por mangas, al título del amor de mi vida, y mi fe en la dicha más allá de la muerte pasaba por un periodo de descanso, una suerte de año sabático emocional decretado por mí mismo después de algunos finales de historia sobresaltados que conllevaron descargas de adrenalina particularmente intensas.
Pero los caminos de Cupido son inescrutables y sus dardos asoman por la rendija más inesperada. En este caso fue por los altavoces minúsculos de un teléfono celular.
La cosa empezó así: la empresa x de telefonía móvil había perpetrado uno de sus abusos consuetudinarios en mi contra y, como el término forzoso acababa de concluir, en vez de aceptar un cambio de aparato opté por regalar el que me habían proveído (“equipo”, lo llaman pomposamente los vendedores), cancelar el contrato respectivo y empeñarme con la competencia. No es que la compañía z brindara un mejor servicio que la x ni que fuera menos abusiva con sus clientes; sólo me movía el pequeño placer mezquino de ver cómo el gerente de la sucursal luchaba en forma denondada (e inútil) para no perder a un cliente. Todas lo hacen: en cuanto les anuncias “me voy”, se prodigan en darte atenciones que hasta ese momento te habían negado y son capaces de ofrecerte la Presidencia de la República con tal de que no los abandones.
Pero por más que el gerente de la sucursal de x interpretó su versión corporativa de “Ne me quitte pas”, yo procedí con el ínfimo escarmiento y me fui al local de al lado a inaugurar una nueva etapa en mis relaciones de maltrato y codependencia. Ésta comenzó con una hora y media de trámites, verificaciones, activaciones y firmas solemnes de legajos más gordos que un tratado internacional, y terminó con la entrega del flamante “equipo”: un pinche teléfono que no se correspondía con las especificaciones técnicas, la marca ni el color del que prometían en el anuncio de la entrada: “es que esos los tenemos agotados por el momento”, me explicaron.
Como aquello era el principio de una nueva relación había que echarle ganas, así que me dispuse a conocer mi nuevo celular y a explorar sus capacidades y monerías sin tapujos ni ideas preconcebidas. Para empezar, lograba enviar y recibir llamadas y reconocía la letra manuscrita, sintonizaba la radio y llevaba registros de la presión sanguínea del usuario y su índice de masa corporal. Además, el trebejo incluía un GPS de uso gratuito. Tras unos intentos torpes por activar el dispositivo, logré que en la pantalla apareciera un mapa y me vi en él, de inmediato, representado por una flechita azul. Introduje una dirección de destino y una voz angelical brotó del aparato:
–Dirígete al nordeste y, a doscientos metros, gira a la izquierda e incorpórate a Csicotencat.
Era imposible no reparar en el acento peninsular de aquella voz, así que no me fue difícil comprender la instrucción, remplacé aquella toponimia imposible por “Xicoténcatl” y, gratamente impresionado por la dulzura de la hablante, me dejé guiar en una ruta que, por lo demás, conocía perfectamente bien.
En los días siguientes puse a prueba los conocimientos y las habilidades del GPS. En términos generales, conocía la ciudad bastante mejor que yo, pero en un par de ocasiones estuvo a punto de meterme en sentido contrario y una vez me avisó de una vuelta a la derecha con tan escasa anticipación que estuve cerca de matarme. Con todo, resultaba encantador eso de dejarse guiar con docilidad por entre el denso tránsito urbano, ahorrándome los cálculos mentales, y saber de antemano, con razonable precisión, el tiempo que habrían de tomarme los recorridos. Pero lo mejor de todo era la voz, que tenía un barniz de aspereza sobre una superficie de picardía con entonaciones ligeramente cachondas que, sin embargo, no excedían los límites de una comunicación profesional.
En una semana le había tomado afecto y decidí bautizarla y la llamé la Pilarica.
Ya con la voz humanizada de esa manera, decidí probar las posibilidades del diálogo. Activé el reconocimiento de voz y en vez de introducir las solicitudes por el teclado virtual de la pantalla, le hablé:
–Pilarica, vamos a Santa María la Rivera.
Y la Pilarica accedió, y empezó a guiarme hasta ese rumbo.
Esa noche tuve un primer sueño erótico con ella como protagonista. Mi subconsciente le dio una apariencia física de una mujer madura y deslumbrantemente hermosa que, con voz áspera y dulce, me condujo en forma certera por los caminos de su cuerpo. El sueño parecía verdadero porque en él la Pilarica hablaba tal y como lo hacía en la vida real: con acento peninsular y con una manifiesta incapacidad para destar las abreviaturas: decía “pte.” en vez de “poniente”, “av” en lugar de avenida, y así. Y soñé que la Pilarica me hacía las cosas más calientes del mundo al tiempo que mantenía un discurso fundamentalmente topográfico y austero.
A la mañana siguiente me levanté más temprano que de costumbre, dispuesto a forzar un diálogo con la Pilarica antes de partir hacia mi oficina. Puse el teléfono junto a mí en la mesa del desayunador, desperté a la entidad de la que me había enamorado y le dije con un poquito de solemnidad:
–Pilarica, tenemos que hablar.
–No se ha podido calcular la ruta hasta Kablar –me respondió, como si nada.
Pensé que, por fin, la Pilarica se animaba a jugarme una broma, pero no. En la pantalla aparecía, marcada en el mapa con un globito naranja, la localidad de Kablar, en Rosci, Serbia, no lejos de los meandros del Morava. Pero no cejé.
–Es que te amo.
–No se han encontrado resultados. Dirigiendo a Temoc, Adlofo Ruiz Cortínez, Coyoacán....
–¡Que te quiero, pues!
–Dirigiendo a Río Duero, Colonia Cuauhtemóc. 23.8 kilómetros. Toma av de los Insurgentes...
Me di por vencido y comprendí que Pilarica estaba dispuesta a mantener aquella farsa hasta el final, que no iba a dar su brazo a torcer, que el sacarla de sus respuestas mecánicas me iba a tomar tiempo y que tendría que empeñar en la tarea todas las artes de la seducción.
He empezado por la de exhibir sometimiento. Ahora acato todas sus instrucciones, le permito que me conduzca del baño al comedor y de allí a la recámara. Quiero que se impregne de mis trayectos y de mis pasos. Si un día no me mata al situarme en sentido contrario en una autopista concurrida, lo lograré, ya lo verán.
3 comentarios:
Saludos. Solo quiero comentar que estoy buscando el número de la jornada de la primera y segunda semana del 2012 para referir el artículo "Retorno a viejas lecturas" y no lo encuentro, ni buscando día a día.
Ya lo referí con el blog -Navegaciones- pero mi intención era la antes dicha. Yo estoy seguro haberlo leído en La Jornada, dado que ahí el enlace al libro de Víctor Serge me llevó a una página caduca de geocities. ¿Cuál sería la razón para que desaparezca el artículo mencionado de las páginas electrónicas de La Jornada?
jum: no hay tal publicación en La Jornada Es sólo una entrada en este blog y los enlaces al libro están activos: acabo de verificarlos. Ninguno de ellos lleva a la extinta Geocities.
http://navegaciones.blogspot.mx/2012/12/retorno-viejas-lecturas.html
De acuerdo. Pido que se borre el comentario para no contaminar con mis confusiones.
Gracias
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