“¡Señor Jesús! Sofoca los vientos
de esta tempestad y de otros sistemas que nos amenazan, así como
calmaste el Mar de Galilea para tus discípulos. ¡Oh, Señor!,
atenúa los vientos, calma las aguas, introduce fuerzas de la
naturaleza que perturben la configuración de esta tormenta, disipa
su malignidad. Envíala inofensivamente hacía las aguas. Que todos
nos demos cuenta de nuestros pecados. Y del pecado que causa unos
fenómenos así. Danos la fuerza para que nos esforcemos en
purificarnos y no padecer una catástrofe. ¡Oh, Señor!, influye en
estos vientos, en estas aguas, en estos sismos, en estos tifones, en
estas tormentas. Que desaparezcan y se pierdan mar adentro.
Expúlsales Señor de todas las costas sin hacer dañar a ningún ser
viviente que esté en su camino. Te lo pedimos amado padre celestial
con toda nuestra devoción, que se haga de acuerdo a tu voluntad,
bajo la gracia, de manera perfecta, gracias, padre que has escuchado
esta oración. Amén. Amén. Amén”.
Así dice, palabras más palabras
menos, una de las múltiples oraciones contra la tormenta que se
pueden encontrar en Google con la misma facilidad con la que uno
localiza recetas para hacer chiles en nogada. Y como estamos en
temporada de ambas cosas –de chiles en nogada y de tormentas– les
paso el dato. La ingesta de esa delicia, cuya creación es atribuida
a las monjas agustinas del convento de Santa Mónica (Puebla) para
agasajar a Agustín de Iturbide, puede ser considerada pecado capital
de gula, castigado con chorrillo y redimido con tres padresnuestros y
sincero propósito de contrición, que es el dolor que se experimenta
por haber ofendido a Dios. Pero hay faltas que ameritan sanciones
infinitamente más severas y magnas, como una tormenta, un ciclón o
un terremoto. Así lo afirma fray Miguel de San José, obispo de
Guadix y Baza, en su Juicio reflexo sobre la verdadera causa del
terremoto:
“No sirve huir de las ciudades a los
campos para evitar los estragos del terremoto, si nos llevamos al
campo los pecados; que Dios castiga, sacudiendo violentamente los
fundamentos y muros de las ciudades: ya alentando a los tímidos con
los copiosos frutos de virtud, que el terremoto había producido,
pues ocurrían con devoción al templo, los que antes
precipitadamente corrían a los teatros y a los circos: que oían con
gusto la palabra de Dios, los que antes cebaban por el oído su
almas, frecuentando las públicas diversiones, de especies no menos
nocivas, que indignas de su fe; que ya a imitación de los ninivitas
vestían saco, rociaban de ceniza sus cabezas, ayunaban, se
humillaban, gemían penitentes los delicados, los sensuales, los
golosos, los soberbios, los pecadores todos [...] El padre San Juan
Crisóstomo enseña que la causa del terremoto es la ira de Dios:
causa enim terremotus Dei est ira.”
En tiempos más recientes (2011) el
entonces alcalde de Tokio, Shintaro Ishihara, opinó que el terremoto
que provocó la catástrofe nuclear de Fukuyama había sido un
castigo del cielo para lavar el egoísmo de los japoneses. Una página
web llamada Embajada del Reino le tomó la palabra y especificó que
los pecados del país oriental habían sido la pornografía, el
turismo sexual y el abuso de menores (que) han hecho de Japón un
lucrativo nicho de mercado sexual.
El razonamiento llevaba a preguntarse
por qué el altísimo no escogió Río de Janeiro, Bangkok o
Tapachula para llevar a cabo su escarmiento de pecadores, toda vez
que cualquiera de esas ciudades, y muchas otras, ocupa sitios más
destacados en prácticas como las que enumera Embajada del Reino.
Pero los designios del Señor son inescrutables y prueba de ello es
que el terremoto de 1755, que afectó gravemente a muchas otras
localidades de África del Norte y el sur de Europa, fue
particularmente devastador en Lisboa, una ciudad virtuosa y pía
según los cánones del catolicismo, en la que no habría delitos
graves que castigar. Aquel movimiento telúrico no sólo dio origen a
la sismología moderna: el quiebre tectónico en la zona
Azores-Gibraltar puso en apuros a teólogos y filósofos y produjo,
además del derrumbe de miles de edificios, la caída de nociones
hasta entonces inamovibles acerca de la bondad inmanente de Dios; se
vinieron abajo, por ejemplo, la teodicea de Leibniz y el método de
Descartes para conciliar el orden divino con el desmadre natural y
cedieron su lugar a la carcajada amarga de Voltaire y a las
elucubraciones geológicas de Kant, descaradamente materialistas
pero, a la postre, equivocadas.
Hoy en día hay que tener mucho valor
civil para proclamar, como el alcalde Ishihara, que los fenómenos
naturales y los desastres consiguientes son un castigo celestial a
nuestros pecados. Las piruetas teológicas para explicar las
catástrofes resultan cada vez menos convincentes, y seis o siete
chiflados sostienen que las tragedias resultantes no están en los
planes de Dios sino en los de Satanás (lo cual de todos modos
plantea el problema de una responsabilidad divina, así sea por
omisión, porque el Omnipotente bien podría tomarse la molestia de
meter en cintura al Maligno). En cambio, se fortalece la creencia, si
queda alguna, de que el compañero de allá arriba se entromete cada
vez menos en los asuntos humanos y naturales, y el pecado ha sido
remplazado por las nociones, más funcionales, del delito y la
incorrección política.
Sin embargo, la razón teológica puede
sentirse tranquila: el cambio climático, los fenómenos naturales
antropogénicos y la idea de que la especie humana está provocando
una apresurada destrucción planetaria han venido a remplazar con
eficacia notable a la vieja venganza divina. Ya que el señor barbón
muestra tanto desinterés en nosotros, la madre tierra se encargará
de darnos el escarmiento que merecemos. Aunque haya habido terremotos
más o menos desde siempre y el temible huracán haya sido bautizado
nada menos que por los mayas prehispánicos.
Pero año con año nos enteramos de
fenómenos naturales de frecuencia y dimensión sin precedente –esa
expresión usan justamente los funcionarios de toda monta para
justificar tragedias y desastres que se originan más bien en la
corrupción y la falta de previsión– que serían indicadores
indudables de que el planeta está encabronado con nosotros por
cochinos, depredadores, ambiciosos, frívolos y arrogantes: Sodoma y
Gomorra en su versión vegana; flagelantes del siglo XIII
trasplantados al XXI que abominan de lo humano en conjunto y que
anuncian la inminencia del fin de los tiempos.
Sea: seremos contaminantes,
destructores, estúpidos y crueles, pero también somos capaces de
emprender programas de descontaminación, refrenar impulsos
instintivos, aplicar medidas de protección a los arrecifes coralinos
y cambiar de estilo de vida y hasta de modo de producción. Y eso
hace pensar que tal vez el Armagedón antropogénico no sea tan
inminente ni tan inevitable como algunos auguran.
2 comentarios:
Ea, pues! Aunque parece que el momento de piadosas enmiendas y arrepentimientos ya pasó en tiempos, ahora que ni siquiera un curita de la Lupita del distroyer nos va a mitigar los trancazos que madre Natura todavía está por propinarnos.
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