Ya
dejaron sus cargos Rodrigo Borge, en Quintana Roo, y César Duarte,
en Chihuahua. Pronto se les unirá Javier Duarte, de Veracruz. Como
ocurrió el año pasado en Nuevo León, en esas tres entidades el
tricolor fue desalojado del poder por políticos que alimentaron sus
respectivas campañas con el descontento provocado por la manifiesta
ruptura del estado de derecho auspiciada o permitida desde las
instituciones, especialmente en lo que se refiere a la corrupción. A
diferencia de Jaime Rodríguez Calderón, El Bronco,
independiente de meses y priísta de décadas, los sucesores de Borge
y de los dos Duarte fueron postulados por Acción Nacional, la
facción alterna de la oligarquía corrupta, con auxilio menor del
perredismo. Los tres hicieron del esclarecimiento y castigo a los
delitos cometidos por sus antecesores un eje fundamental de sus
respectivos discursos.
Javier
Corral Jurado, quien hace unos días tomó posesión en Chihuahua, es
un panista de toda la vida que se ha distinguido por sus posturas
críticas y transparentes y que se ha enfrentado, a veces en
solitario, a las dos presidencias corruptas emanadas de su propio
partido. Joaquín González (Quintana Roo) y Yunes Linares (Veracruz)
son, en cambio, panistas de ocasión que han medrado con puestos,
canonjías y privilegios independientemente del partido y que han
colaborado con lo más impresentable del priísmo.
Ahora
los tres tienen ante sí la tarea de desarticular la montaña de
inmundicia e ilegalidad que heredan Borge y los Duarte, herencia que
en Veraruz se ve agravada por la pavorosa e incontrolada violencia
que ejercen la criminalidad y las corporaciones policiales en contra
de la población. Y la desactivación de semejantes legados implica
necesariamente investigar y sancionar a quienes los construyeron, a
sus colaboradores y a los beneficiarios de los desastres estatales
correspondientes. De no actuar así, los nuevos gobernadores
enfrentarán un rápido desgaste.
Un
antecedente esclarecedor en este sentido es la brusca caída de la
popularidad y credibilidad del Bronco,
fenómeno que no se explica única ni principalmente por sus dislates
sino, sobre todo, porque en más de un año en el cargo no ha podido
o no ha querido avanzar de manera sustancial en el esclarecimiento de
la inmundicia del gobierno anterior. Ello es así no sólo porque la
coalición de intereses empresariales que cobijó su candidatura
“independiente” está inmersa en la misma descomposición que El
Bronco prometía combatir, lo
que lo ata de manos localmente, sino también porque es dudoso que el
poder federal acuda en auxilio de un trabajo de esclarecimiento que
podría culminar con el ex gobernador Medina en la cárcel.
Es
razonable suponer que ambos factores –las renuencias fácticas e
institucionales, locales y nacionales, a hacer frente a la corrupción
y el desgobierno– van a obstaculizar el cumplimiento de las
promesas electorales de cambio empeñadas por Yunes, Joaquín y
Corral y que en Veracruz, Quintana Roo y Chihuahua ocurrirá lo de
siempre: sometimiento a proceso de actores irrelevantes y menores de
la corrupción e impunidad para los peces gordos. A las fiscalías o
procuradurías estatales no les será suficiente con las sanciones
administrativas ni con imputaciones del fuero común para poner orden
en la casa.
Como lo demostró cuando Humberto Moreira fue detenido en España, el
peñato no está dispuesto a abandonar a quienes participaron en la
fraudulenta campaña presidencial priísta de 2012 y en la victoria
electoral comprada que el tricolor obtuvo en ese año, y mucho menos
a investigarlos por delitos del fuero federal. El permitir que uno de
los gobernadores que financiaron esas operaciones acabara preso
implicaría abrir una grieta acaso irreparable en el sistema de
complicidades que mantiene en pie al régimen.
No
hay razones para dudar de la honestidad de Corral ni de la sinceridad
de su propósito de emprender una moralización a fondo de las
instituciones de su estado, en cambio, las trayectorias de Yunes y de
Joaquín obligan a preguntarse cuánta sinceridad y honestidad puede
haber en sus alegatos justicieros. Pero, más allá de las
intenciones y de la ética personales, los tres están atrapados,
voluntariamente o no, en redes de complicidad y encubrimiento que les
harán sumamente difícil, e incluso imposible, actuar a fondo y
caiga quien caiga. Por eso, lo más probable es que la acción
ejemplar de meter a la cárcel a un ex gobernador corrupto tendrá
que esperar, cuando menos, hasta 2018. O hasta que la sociedad
nacional se decida a deshacerse del régimen oligárquico.
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