Foto:
en la jornada de protesta en la capital mexicana. Alfredo
Domínguez
En
México el feminicidio es masivo, creciente e imparable. No conocemos
los rostros ni los nombres de las próximas víctimas pero sabemos,
con una certidumbre aplastante, que las habrá. Que serán decenas,
centenares, miles. A mediados de los años noventa del siglo pasado
supimos del fenómeno atroz que estaba ocurriendo el Ciudad Juárez y
ya tenemos más de veinte años de vivir escandalizados. Ignoramos
las circunstancias concretas de muchos de los crímenes pero tenemos
una completa noción de las motivaciones inmediatas de una buena
parte de ellos: se trata de rabiosos y desorbitados ejercicios de
poder cometidos por individuos cargados de odio, huérfanos de la más
mínima empatía y seguros de que lograrán coronar el asesinato con
la perfecta impunidad.
Sabemos
también que el feminicidio es la forma superior de una violencia que
tiene muchos peldaños en los usos sociales consagrados de la
desigualdad de género. y que van desde expresiones hasta mecanismos
de opresión y humillación conyugal, familiar, laboral, política,
económica, médica, hasta el recurso a agresiones físicas no
letales.
Es
meridianamente claro que en este país no existe ni una sombra de
interés institucional por procurar e impartir justicia en un caso de
feminicidio, a menos que la víctima tenga una preeminencia social
y/o económica, lo que refuerza la idea de que en caso contrario el o
los feminicidas de mujeres anónimas tienen grandes probabilidades de
no ser ni siquiera identificados, y mucho menos de ser sometidos a
proceso o de pisar la cárcel.
En
esas circunstancias, el asesinar a una mujer deja de tener
motivaciones significativas: los celos, el abandono, el conflicto por
los hijos, la explotación, la agresión sexual o cualquier otra
causa se diluyen en algo más genérico y simple: hay feminicidios
porque es posible cometerlos sin que el autor tenga que sufrir las
consecuencias de sus actos y sin que la autoridad sea sancionada por
no haberlos evitado ni investigado y castigado una vez cometidos.
Ningún procurador estatal o general, ningún jefe policiaco, ningún
gobernador y ningún presidente ha sido llamado a cuentas por la
justicia por haber tolerado –es decir, por haber auspiciado– el
incremento de los feminicidios en el ámbito de su competencia. Y
menos, en el baño de sangre en el que se encuentra sumido el país.
Si
las primeras muertas de Juárez prefiguraron la pavorosa violencia
criminal que hoy se abate sobre la generalidad de la población,
actualmente es fácil caer en la tentación de considerar a los
feminicidios como una suerte de horrenda cuota de género en las
tasas de mortandad por asesinato que padece la totalidad de la
población. Se trata, desde luego, de una tentación equívoca,
porque ningún hombre es asesinado por su sexo: las víctimas
masculinas de la violencia lo son en razón de su ocupación, de sus
acciones o de su circunstancia inmediata, pero hay incontables
mujeres ultimadas por ser mujeres. Y porque se puede. Lo mismo ocurre
con los gays y las personas transgénero que son objeto de crímenes
de odio.
En
México, de acuerdo con las cifras oficiales, la procuración y la
impartición de justicia funcionan al cuatro o cinco por ciento, lo
que constituye un abono espectacular para toda suerte de acciones
ilegales. Todos los ciudadanos estamos en peligro de ser heridos o
muertos por traer un celular en la mano, por denunciar a un
delincuente, porque nos parecemos físicamente a alguien, por se
migrantes, por estar en el lugar y a la hora de una balacera, por
defender nuestros derechos. Y las mujeres, además de todos esos
riesgos, están expuestas al riesgo de ser asesinadas debido a su
género.
Pero
hay un dato desesperanzador adicional: sin alcanzar las proporciones
industriales que tiene en nuestro país, el feminicidio es
escandalosamente frecuente en naciones como España y Argentina, en
donde la tasa de impunidad es dramáticamente menor porque las
instancias de fiscalización e impartición de justicia sí
funcionan, o funcionan un poco más, o no son un competo desastre,
como acá. O sea que, independientemente de contextos nacionales,
tenemos enfrente un fenómeno que deja ver la pudrición irremediable
de un modelo civilizatorio y de una cultura en caída libre hacia la
barbarie.
Hace
un tiempo el sentimiento de impotencia me llevó a escribir una
versión del son istmeño La
Llorona
para hablar del asunto tal y como es. Si quieren escucharla cantado
por Den Villuendas, está al final de esta entrada. Estoy consciente de que es una de las cosas más
horribles y amargas que he escrito en la vida.
Ser
mujer es un delito, Llorona
con
sanción bien definida:
te
agarran cuatro canallas
y
te arrebatan la vida.
Desde
la frontera norte, Llorona,
hasta
la frontera sur,
hay
un reguero de huesos
que
alguna vez fueron tú.
Ay
de mi Llorona,
Llorona
descuartizada.
Hoy
muchos miles de nombres
se
juntan en tu mirada.
Serán
los hombres del narco, Llorona,
será
el marido celoso,
será
el sistema completo
el
que te entierra en un foso.
No
hay vigilancia ninguna, Llorona,
que
cuide tu integridad,
no
hay ministerios ni jueces
que
castiguen la maldad.
Ay
de mi Llorona,
alumna
con su mochila,
artista
o ama de casa, Llorona,
empleada
de la maquila.
Desde
que tienes seis años, Llorona,
hasta
que te vuelves vieja,
el
riesgo de que te maten
ni
te olvida ni te deja.
Dicen
que por ser mujer, ay, Llorona,
por
ser joven y bonita,
tienen
derecho a tirarte
en
una loma maldita.
Ay
de mi Llorona,
mi
niñita mexiquense,
te
fuiste para la escuela
y
te encontré en el forense.
Quieren
matarte de noche, Llorona,
quieren
matarte de día.
Te
matan los delincuentes, Llorona,
te
mata la policía.
Por
los caminos del campo, Llorona,
y
también en la ciudad,
siempre
acaban tus verdugos
cubiertos
de impunidad.
Ay
de mi Llorona, Llorona,
cuándo
tendré la noticia
que
ante los feminicidios
se
empiece a aplicar justicia.
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