El
sexenio pasado no sólo se caracterizó por la
implantación de una violencia de
Estado que aún persiste sino también por una corrupción inmensa
que dejó un saldo no menos trágico que la narcoguerra. Más
que en los petrocontratos de Juan Camilo Mouriño, el reparto de
cargos a las huestes de Elba Esther Gordillo (empezando por el
nombramiento de Miguel Ángel Yunes al frente del ISSSTE) o la Estela
de Luz, esa corrupción se resume en tres letras: ABC. Y dos de los
apellidos de Margarita Zavala Gómez del Campo de Calderón la
involucran en ella: como esposa de un gobernante que permitió la
subrogación de guarderías del IMSS a empresarios privados y como
prima de una beneficiaria de esa disposición, Marcia Gómez del
Campo, la cual, tras la indolencia criminal que el 5 de junio de 2009
desembocó en la muerte de 49 niños (otros 109 resultaron heridos en
el incendio) se benefició de una impunidad inexplicable, como no sea
por los parentescos.
Zavala
de Calderón suele quejarse de que la opinión pública la asocie con
su marido y le resulta particularmente molesto que la llamen “de
Calderón”. Su desagrado alcanzó un climax cuando, acosada en
Ciudad Juárez por ciudadanos indignados por su presencia, se refirió
a su relación conyugal como un “estigma” que procurará borrar.
Pero la molestia es relativamente nueva: en sus seis años como
“primera dama” –cargo extraoficial pero poderoso, sobre todo en
materia de trapicheo de contratos y concesiones en el sector público–
jamás envió una nota aclaratoria a los medios que referían sus
apellidos de esa forma ni a las páginas oficiales que ensalzaban sus
virtudes.
Molestias
aparte, Zavala de Calderón organizó el primer encuentro nacional de
su corriente panista “Yo con México” –en el que confirmó su
intención de competir por la Presidencia en 2018– la semana
pasada, justo cuando el país recordaba los diez años del inicio de
la narcoguerra impuesta por Calderón y que continúa hasta hoy. Si
la ex “primera dama” realmente pretende un deslinde tardío,
entonces la coincidencia de fechas deja ver una torpeza política
inconmensurable. Pero el dato también puede interpretarse como un
mensaje de continuidad en el que Zavala de Calderón ofrece otros
seis años de guerra interna que, sumados al calderonato y al peñato,
darían 18 años de un baño de sangre que algunos califican de
estúpido, absurdo y contraproducente, y que otros consideran parte
de un programa deliberado, impuesto al país
por gobernantes sometidos a los intereses estadunidenses.
Me
cuento entre los segundos. Calderón Hinojosa no llegó al cargo por
la decisión popular sino que, tras el fraude de julio de 2006, fue
incrustado en Los Pinos por la embajada de Estados Unidos, como
consta en un despacho confidencial
enviado por el ex embajador Tony Garza al Departamento de Estado. En
ese tiempo George W. Bush desarrollaba el negocio de la destrucción
y reconstrucción de países para colmar de utilidades a las empresas
del círculo presidencial (Halliburton,
Blackwater y demás) y tuvo en Calderón a un aliado
sumiso y dispuesto a escalar un problema policial y de salud
en una cuestión de seguridad nacional que justificara el desmesurado
incremento del gasto militar, la firma de un acuerdo de cooperación
(la Iniciativa Mérida) y el tránsito de las balaceras a los
combates. Por añadidura, el régimen encabezado por el michoacano
puso sin ningún escrúpulo la información y hasta la conducción de
la seguridad pública en manos de Washington.
Además
de los contratistas en seguridad e inteligencia, los principales
beneficiarios de la guerra de Calderón han
sido los propios cárteles del narcotráfico –los
cuales vieron impulsado su negocio mortífero y lograron el control
de grandes regiones–, así como las entidades financieras
(principalmente, estadunidenses) que les lavan sumas
estratosféricas de utilidades. Semejante entrega del gobierno, la
soberanía, el territorio, la economía y la población a intereses
foráneos y a grupos delictivos no fue cuestionada jamás por la
ahora aspirante presidencial en los 72 meses en los que se
lució como esposa del responsable máximo
de aquel desastre.
En
cuatro de esos seis años el calderonato obedeció a Obama y a su
entonces secretaria de Estado, Hillary Clinton, la candidata
presidencial estadunidense por la que Zavala de Calderón tomó
partido en forma desembozada y con la cual, a la postre, se ejercitó
en el arte de perder una elección sin ser candidata en ella.
Hay,
pues, sobrados elementos para pensar que el retorno a Los Pinos de la
familia Calderón-Zavala, ahora reformateada como Zavala-Calderón,
representaría, inevitablemente, la continuación de una tragedia de
la que México aún no ha salido.
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