6.2.01

¿Qué horas son?


“--¿Qué horas son?
--No lo sé.
Las campanas, don, din, dan,
repicando lo dirán.”

Canción de Cri-Cri

“...no durmamos como los demás; antes velemos y seamos sobrios,
porque los que duermen, de noche duermen; y los que están borrachos, de noche están borrachos”.
Primera Epístola de Pablo a los Tesalonicences, 5:7

Si el conflicto por el horario de verano no encuentra una solución, los habitantes de esta ciudad viviremos, en breve, una Babel de tiempos cruzados: los límites entre las distintas delegaciones se convertirán en husos horarios y tendremos que ajustar las manecillas cada vez que crucemos el Viaducto; acaso debamos llevar, en una muñeca (¿la izquierda?), un reloj que nos dé la hora Andrés Manuel y, en la otra (¿la derecha?), uno para estar al tanto de la hora Fox. Tal vez nos habituemos a expresiones tales como “18:00, tiempo federal”, “9:15, tiempo local” o “16:30, tiempo Azcapotzalco”. Eso, sin contar con que los ciudadanos de veras importantes deben, además, por razones bursátiles o políticas, tener en mente los respectivos horarios de Nueva York, Londres y Tokio.

A lo que ha podido saberse en el marco de las encendidas polémicas, el problema no es únicamente urbano ni nacional, ni sería justo circunscribirlo a un diferendo de atribuciones entre la Federación, los estados y los municipios o, en el caso de la ciudad de México, las delegaciones. Su génesis se ubica en los años setenta, en el contexto de la crisis energética que padecían por entonces las naciones industrializadas debida, principalmente, al embargo petrolero impuesto por la OPEP. Una de las respuestas a esa crisis, junto con la diversificación de las fuentes energéticas, fue el establecimiento de horarios diferenciados en el invierno y el verano para ahorrar electricidad, aprovechando los marcados cambios estacionales que ocurren, en las condiciones de luz, en los territorios ubicados arriba del Trópico de Cáncer.

En esas naciones la medida fue aceptada como una fórmula de sentido común. En años posteriores, en virtud de las necesidades de la globalización, las previsiones de ahorro energético, el mero afán de imitación, o una combinación de las tres razones, ha sido extendida a países en los que los cambios estacionales son menos perceptibles, y en los que el cambio de horario genera descontentos de diversa magnitud.

Más allá de los complicadísimos cálculos sobre el beneficio macro o microeconómico del cambio de horario, al margen de los argumentos de uno y otro bando en torno a los miles de millones que se ahorra el erario o los centavos que no se ahorran los consumidores, e independientemente de si la Constitución, las leyes y los reglamentos facultan o no a unas u otras instituciones para implantar o rechazar la medida, es claro que el problema debe desembocar, tarde o temprano (una hora después, si es invierno, y una antes, si es verano), en una reflexión sobre los atributos del poder público, en cualquiera de sus instancias, para decir qué horas son. Porque establecer la hora implica meter mano en el tiempo para amar, el tiempo para dormir y el tiempo para desayunar, es decir, en algunos de los más sagrados aspectos de la privacidad individual. Tal vez esa intromisión explique, en parte, el encono de las polémicas.

Antes era más fácil. Por alguna razón que sólo los antropólogos conocen, la medición y la fijación del tiempo era tradicionalmente una función estrechamente vinculada al ámbito de lo sacro --reservada, en consecuencia, a los sacerdotes-- y posibilitada en contextos de hegemonías políticas absolutas, o casi.

Desde esa perspectiva, el tema se vincula con conflictos medioevales como el que sostuvieron durante siglos Roma --que se apegaba a las reformas julianas-- y las Iglesias ortodoxas --que permanecieron fieles al calendario gregoriano--; gracias a esa disputa, la Revolución de Octubre ocurrió, en realidad, en noviembre.

Se podría divagar mucho más sobre el asunto, contar la historia de la conferencia internacional de 1884 que asignó a Greenwich la referencia del tiempo universal y especular sobre el momento histórico en que los científicos (y luego los tecnócratas) despojaron a los sacerdotes del calendario y del reloj. Pero más vale encarar y exponer, de una vez por todas, la pregunta crucial que dentro de poco --y si las cosas siguen como van-- nos haremos todos, que no tendrá una respuesta evidente y que suscitará agrias e interminables discusiones políticas, económicas y legales:

--¿Qué horas son?

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