“--¿Qué
horas son?
--No lo sé.
Las campanas, don, din, dan,
repicando lo dirán.”
Canción de Cri-Cri
Las campanas, don, din, dan,
repicando lo dirán.”
Canción de Cri-Cri
“...no durmamos como
los demás; antes velemos y seamos sobrios,
porque los que duermen, de noche duermen; y los que están borrachos, de noche están borrachos”.
porque los que duermen, de noche duermen; y los que están borrachos, de noche están borrachos”.
Primera Epístola de Pablo a los
Tesalonicences, 5:7
Si el conflicto por el horario de verano no encuentra una
solución, los habitantes de esta ciudad viviremos, en breve, una Babel de
tiempos cruzados: los límites entre las distintas delegaciones se convertirán
en husos horarios y tendremos que ajustar las manecillas cada vez que crucemos
el Viaducto; acaso debamos llevar, en una muñeca (¿la izquierda?), un reloj que nos dé la hora Andrés
Manuel y, en la otra (¿la
derecha?), uno para estar al tanto de la hora Fox. Tal vez nos habituemos a
expresiones tales como “18:00, tiempo federal”, “9:15, tiempo local” o “16:30,
tiempo Azcapotzalco”. Eso, sin contar con que los ciudadanos de veras
importantes deben, además, por razones bursátiles o políticas, tener en mente
los respectivos horarios de Nueva York, Londres y Tokio.
A lo que ha podido saberse en el marco de las encendidas
polémicas, el problema no es únicamente urbano ni nacional, ni sería justo
circunscribirlo a un diferendo de atribuciones entre la Federación, los estados
y los municipios o, en el caso de la ciudad de México, las delegaciones. Su
génesis se ubica en los años setenta, en el contexto de la crisis energética
que padecían por entonces las naciones industrializadas debida, principalmente,
al embargo petrolero impuesto por la OPEP. Una de las respuestas a esa crisis,
junto con la diversificación de las fuentes energéticas, fue el establecimiento
de horarios diferenciados en el invierno y el verano para ahorrar electricidad,
aprovechando los marcados cambios estacionales que ocurren, en las condiciones
de luz, en los territorios ubicados arriba del Trópico de Cáncer.
En esas naciones la medida fue aceptada como una fórmula de
sentido común. En años posteriores, en virtud de las necesidades de la
globalización, las previsiones de ahorro energético, el mero afán de imitación,
o una combinación de las tres razones, ha sido extendida a países en los que
los cambios estacionales son menos perceptibles, y en los que el cambio de
horario genera descontentos de diversa magnitud.
Más allá de los complicadísimos cálculos sobre el beneficio
macro o microeconómico del cambio de horario, al margen de los argumentos de
uno y otro bando en torno a los miles de millones que se ahorra el erario o los
centavos que no se ahorran los consumidores, e independientemente de si la
Constitución, las leyes y los reglamentos facultan o no a unas u otras
instituciones para implantar o rechazar la medida, es claro que el problema
debe desembocar, tarde o temprano (una hora después, si es invierno, y una
antes, si es verano), en una reflexión sobre los atributos del poder público,
en cualquiera de sus instancias, para decir qué horas son. Porque establecer la
hora implica meter mano en el tiempo para amar, el tiempo para dormir y el
tiempo para desayunar, es decir, en algunos de los más sagrados aspectos de la
privacidad individual. Tal vez esa intromisión explique, en parte, el encono de
las polémicas.
Antes era más fácil. Por alguna razón que sólo los
antropólogos conocen, la medición y la fijación del tiempo era tradicionalmente
una función estrechamente vinculada al ámbito de lo sacro --reservada, en
consecuencia, a los sacerdotes-- y posibilitada en contextos de hegemonías
políticas absolutas, o casi.
Desde esa perspectiva, el tema se vincula con conflictos
medioevales como el que sostuvieron durante siglos Roma --que se apegaba a las
reformas julianas-- y las Iglesias ortodoxas --que permanecieron fieles al
calendario gregoriano--; gracias a esa disputa, la Revolución de Octubre
ocurrió, en realidad, en noviembre.
Se podría divagar mucho más sobre el asunto, contar la
historia de la conferencia internacional de 1884 que asignó a Greenwich la
referencia del tiempo universal y especular sobre el momento histórico en que los
científicos (y luego los tecnócratas) despojaron a los sacerdotes del
calendario y del reloj. Pero más vale encarar y exponer, de una vez por todas,
la pregunta crucial que dentro de poco --y si las cosas siguen como van-- nos
haremos todos, que no tendrá una respuesta evidente y que suscitará agrias e
interminables discusiones políticas, económicas y legales:
--¿Qué
horas son?
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