La otrora reflexión, y hoy lugar común, afirma que la guerra
es un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de los militares; pero
ceder a los civiles los controles de un submarino nuclear, así sea por un
ratito, es una buena forma de hundir cualquier razonamiento lógico en
profundidades abismales como las que hoy albergan los restos del barco japonés
(y los de nueve personas) embestido por el sumergible USS Greeneville la
semana pasada en los alrededores de Honolulú. El accidente se volvió escándalo
cuando se hizo público que, en el momento de la colisión, dos o tres idiotas
sin la menor idea del manejo de submarinos, aunque “debidamente supervisados”
por personal militar, jugueteaban en el puente de mando del sumergible. La
Marina de Estados Unidos inició una investigación, suspendió al capitán de la
nave, Scott Waddle, y lo amenazó con llevarlo ante una corte marcial; al mismo
tiempo admitió, con un descaro propio de sicópata, que es “usual” la presencia
de empresarios y otros civiles en submarinos que realizan maniobras bélicas.
Hace unos años un avión de Aeroflot se estrelló y mató a
todos sus pasajeros. La causa de la tragedia fue, según la investigación
posterior, que el piloto subió a sus hijos pequeños a la cabina y les dio la
oportunidad de probar los mandos. En una primera instancia, el reciente
episodio del Pacífico evoca aquel desastre, pero es un paralelismo engañoso. La
escandalosa falta de control en los procedimientos de la línea aérea rusa
ocurre en el contexto de una superpotencia en vías de subdesarrollo. En cambio,
la US Navy mete “pasajeros” en sus sumergibles atómicos porque tal medida “es
una de las más efectivas herramientas de relaciones públicas”; lo hace, pues,
de manera calculada y planificada, con el propósito de generar un impacto
determinado en sectores de la opinión pública.
El uso de técnicas de marketing en el
aparato bélico más poderoso del mundo recuerda la serie de Boogie el
Aceitoso que publicó Fontanarrosa hace una década, en tiempos de la
guerra contra Irak: los tanques llevaban adosados anuncios de lubricantes y las
alas de los aviones de combate tenían pintada la leyenda “Bienvenido al mundo
de Marlboro”. Aquello era un retrato caso realista de la guerra transformada en
espectáculo de juego digital y llevada a las pantallas de televisión gracias al
patrocinio de las mejores marcas. En esas semanas de locura, Rayteon y sus
productos --los misiles antibalísticos Patriot, utilizados para destruir en
vuelo los viejos Scud lanzados por Saddam contra Israel y
Arabia Saudita-- llegaron a ser tan conocidos como los cereales de Kellogg's.
Han pasado diez años de aquella convincente y mortífera
exhibición de juguetes bélicos, cuyo organizador principal se apellidaba Bush.
Una década más tarde, el hijo homónimo, sentado en la misma silla, procura
quedar bien con papá lanzando un bombardeo absurdo sobre la chatarra bélica de
Saddam Hussein.
Sería excesivo e injusto extrapolar el accidente provocado
por el submarino nuclear en el Pacífico y sospechar que “invitados civiles” decidieron,
en el situation room de la Fuerza Aérea, destruir una decena
de radares iraquíes desde unas consolas de Nintendo. En cambio, no parece
exagerado asumir que los ataques periódicos contra el país árabe, a falta de
razones explícitas y serias, obedecen al propósito de probar y consumir los
misiles y las bombas de alta tecnología que la industria estadunidense sigue
produciendo a un ritmo de guerra fría y para los cuales no
hay, en el planeta de hoy, suficiente mercado.
En este entorno recesivo para la producción bélica resulta
difícil justificar la operación y el mantenimiento de bombarderos estratégicos
y sumergibles cargados con fuego atómico suficiente para destruir a un enemigo
geopolítico que falleció de muerte natural hace cosa de diez años. Ante esa
dificultad, la marina estadunidense regala cruceros en sus submarinos a civiles
notables --y hasta les deja poner las pezuñas sobre los timones de profundidad--,
a los que considera capaces de promover, entre la opinión pública y los
contribuyentes, una flota de submarinos moderna, poderosa e inservible.
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