Dakar, la capital senegalesa, es una ciudad poblada por casi
2 millones de personas, y su posición subsahariana la convierte en un
importante centro de comunicaciones marítimas y aeroportuarias entre Europa y
África del Sur, así como entre el viejo continente y Sudamérica. Sin embargo,
hoy en día Dakar no es una referencia frecuente en los medios europeos, si no
es para referirse al legendario Rally París-Dakar, competencia automovilística
que se realiza en enero y febrero, y que este año fue ganada, por primera vez
en su historia, por una mujer.
Esa fue la peculiaridad más destacada en las agencias de
prensa, los noticiarios, las revistas de automóviles y las páginas web de
empresas turístico-deportivas que hicieron buena plata promoviendo y
comercializando esa carrera que transitó por Francia, España, Marruecos, la
República Árabe Saharaui Democrática (RASD), Mauritania y Senegal. Poco se
dijo, en cambio, acerca de la frivolidad y la arrogancia de los organizadores
europeos del evento, los cuales, al incluir al cuarto de esos países en la ruta
del rally sin antes pedir permiso a las legítimas autoridades saharauis,
estuvieron a punto de reactivar una guerra congelada desde hace una década.
Al amparo del alto al fuego acordado entre Marruecos y el
Frente Polisario en 1991, con mediación de la ONU, y que habría de dar paso a
un referéndum por la autodeterminación de los saharauis, la monarquía
ensangrentada de Rabat ha perpetuado su ocupación ilegal de un territorio que
no le pertenece; en esos diez años la Secretaría General de las Naciones Unidas
ha adoptado, en el mejor de los casos, una actitud de avestruz --cuando no una
clara complicidad con el gobierno marroquí, como la que desarrolló Javier Pérez
de Cuéllar--; el Estado español, por su parte, ha optado por desentenderse ante
un conflicto del que es --junto con Marruecos-- el principal corresponsable.
Y mientras los intrépidos automovilistas europeos sueñan con
probar los límites de sus vehículos todo-terreno en las arenas calcinantes del
Sahara Occidental y con ganar trofeos en forma de dromedario, cientos de miles
de saharauis sobreviven en los campos de refugiados de Tinduf, en Argelia, sin
energía eléctrica ni agua corriente, y construyen, entre las tormentas de
arena, la sociedad nueva, escolarizada y democrática, que habrá de asentarse en
el Sahara Occidental cuando el invasor marroquí sea obligado a retirarse.
Ha pasado mucho tiempo. En 1975 Madrid sacó sus tropas de la
que era su colonia, permitió que Rabat la reclamara como propia y se lavó las
manos.
Dejó a los saharauis abandonados a su suerte frente a un
invasor que era, ya por entonces, gendarme regional de Occidente y contrapeso,
en el Magreb, a países no alineados y movimientos triunfantes de liberación
nacional.
Juan Carlos I --quien, según investigaciones recientemente
publicadas en España acerca del papel del monarca en el fallido golpe de 1981,
podría no ser el paladín de la transición a la democracia, sino un encubierto
traidor a ella-- y el gobierno español sacrificaron a los saharauis para
concentrar su relación con Marruecos en temas como la hispanidad de Ceuta y
Melilla, el comercio bilateral y el flujo de migrantes marroquíes a la
Península.
El 27 de febrero de 1976 el Frente Polisario, organización
representativa de los saharauis, proclamó, en el Sahara Occidental abandonado
por España y parcialmente invadido por Marruecos, la República Árabe Saharaui
Democrática (RASD), un país que nació en medio de la guerra y que así ha
subsistido desde entonces, a pesar de la frivolidad europea, la ambigüedad de
la ONU y la represión y la manipulación demográfica por parte de Rabat.
Es una nación pobre, pero sus habitantes son extremadamente
generosos. Es un Estado árabe, pero su gente habla español desde el nacimiento.
Es una sociedad predominantemente islámica, pero tolerante, moderna y ajena a
los integrismos. Merecería ejercer su derecho a la existencia, aunque careciera
de estos atributos contrastados que la hacen ser parte irrenunciable de la
riqueza política, social y cultural del mundo.
Hasta ahora, los saharauis se han distinguido, también, por
una titánica paciencia. Sospecho que la están perdiendo, y no es su culpa: el
mundo les ha dado la espalda durante demasiado tiempo.
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