Las entidades científicas del mundo que tienen a sus
investigadores buceando en el genoma confirmaron ayer el más desconcertante de
sus hallazgos: los humanos tenemos sólo 30 mil genes, apenas 10 mil más que un
gusano y unos pocos cientos por encima de los ratones. Al comienzo de su
búsqueda, los científicos esperaban hallar un capital cercano a los 140 mil
pero, conforme la investigación avanzaba, fue creciendo la sospecha de que
poseíamos un cromosoma más bien ralo; hace unos meses se filtró a los medios el
indicio sólido de que teníamos sólo el doble de genes que la mosca de la fruta.
“Lo malo es que a algunos se les nota”, escribió entonces Rosa Montero con su
maledicencia entrañable. Ahora, el anuncio coloca a la investigación ante la
disyuntiva de explicar, con base en ese pequeño documento de 30 mil caracteres,
las singularidades de alma y cuerpo que caracterizan a cada uno de los 5 mil
millones de individuos que pululan sobre el planeta, o bien de buscar en otro
lado (y ello pondrá al alza las acciones del culturalismo) el origen de
manifiestas diferencias de actitud y organismo como las que existen --es sólo
un ejemplo-- entre Sharon Stone y monseñor Rivera, quien, según sus
declaraciones recientes, parece empeñado en restar 29 mil 998 genes a los 30 mil
establecidos, a fin de dejar el cromosoma sólo con dos códigos: macho y hembra.
Al margen de la situación desconcertante, el reporte de los
genonautas trae noticias buenas y otras no tanto. La primera es que no se
detectó ninguna base genética “para lo que se describe como razas”. El dato es
importante, tanto para despejar del todo las patrañas racistas con supuesta
base científica como, por extensión, para ayudar a deponer algunas de las más
vergonzosas hostilidades del presente: si hemos de ser razonables, no hay
conflicto bélico o político que se justifique por las diversas disposiciones en
un conjunto de 30 mil moléculas, que son muchas menos de las que caben en el
cerebro de un piojo.
Sabrá Dios --en cualquier lengua que se Le pronuncie-- si en
el pequeño genoma que nos corresponde vienen programadas las diferencias entre
una iglesia, una mezquita y una sinagoga; en todo caso, es improbable que
puedan encontrarse ahí las razones por las cuales Ariel Sharon y Hezbolá se
empeñan en destruir a palestinos e israelíes, o las semillas de la crueldad con
que las autoridades españolas persiguen a los inmigrantes norafricanos, o las
estadunidenses, a los indocumentados mexicanos.
A decir verdad, la noción de que “todos somos, en lo
esencial, gemelos biológicos” --como dijo Craig Venter, privatizador del genoma--,
tiene también aspectos incómodos para todo el mundo. En lo personal, me alarma
un poco el compartir tanto código con Vladimiro Montesinos o con Ricardo Miguel
Cavallo; desde otras perspectivas, puedo imaginarme la maldita gracia que le
causará a Saddam Hussein el saberse “hermano biológico” de Margaret Thatcher, o
el disgusto de Karol Wojtyla por sus 30 mil puntos en común con Larry Flynt.
Otro aspecto inquietante de lo divulgado ayer es la constatación
de que muchos de nuestros genes provienen de microbios que han dejado su impronta
en el organismo humano. “A algunos se les nota”, diría Rosa Montero; San
Francisco de Asís, por su parte, habría brincado de alegría ante la perspectiva
de llamar “hermanas”, con justificación científica, a las amibas y a las
salmonelas; en todo caso, el dato, al igual que los anteriores, es un
fundamento de tolerancia y modestia.
En una de sus novelas, Philip José Farmer hace decir a un
personaje que cada vez que se le sube el orgullo a la cabeza resuelve la
situación obligándose a recordar que un ser humano es sólo un poco de agua. A
la luz de los descubrimientos de última hora, puede decirse apenas algo más: un
poco de agua organizada y estructurada por 30 mil instrucciones elementales.
Esa certidumbre debería generar en nosotros actitudes de humildad, respeto a la
vida y, también, un merecido orgullo por nuestros milagros. Porque, con todo y
lo austero de nuestro genoma, hemos sido capaces de inventar el barroco, y de esa
hazaña no serán capaces nunca las ratas ni las moscas de la fruta.
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