Pero he aquí que por todas partes encontraron aflicciones
extensas y sombrías tinieblas, graves tribulaciones, rapacidad, quebranto,
hambre y peste. Parte de ellos se metieron en el mar, buscando en las olas un
sendero, también allí se mostró contraria a ellos la mano del Señor para
confundirlos y exterminarlos pues muchos de los desterrados fueron vendidos por
siervos y criados en todas las regiones de los pueblos y no pocos se
sumergieron en el mar, hundiéndose al fin, como plomo.
En lo anterior uno puede encontrar reminiscencias bíblicas y
hasta ecos de la Visión de los vencidos, pero es la crónica Sebet Yehuda, que
narra la expulsión de las juderías de Castilla y Aragón, y que es de la autoría
del escritor sevillano Salomón ben Verga. La solución final de Isabel y
Fernando, antecedida por matanzas azuzadas por Roma y por varias bulas papales
(Benedicto XIII y Sixto IV) fue finalmente compuesta en un papel por Tomás de
Torquemada y puesta sobre la mesa del despacho real, donde permaneció varios
días, hasta que el 31 de marzo de 1492 los Reyes Católicos emitieron el edicto
correspondiente, que obligaba a los judíos a abandonar el Reino --con
prohibición expresa de llevar consigo moneda acuñada, metales preciosos y
caballos-- o a convertirse al catolicismo. Entre 70 mil y 170 mil judíos
--dependiendo de si se consulta a fuentes hebreas o españolas-- partieron al
desamparo del destierro, dejaron atrás su Sefarad natal y llevaron consigo (eso
no lo prohibía el Real Decreto) las llaves de sus casas y un idioma colorido
que aún se escucha en pequeñas comunidades dispersas en Medio Oriente y el
norte de África.
Quinientos años más tarde Juan Pablo II pretende pedir
perdón por las atrocidades que cometió su iglesia en forma de una disculpa
light que renueva la liturgia, pero que deja intacta la barbarie: faltas
agrupadas en seis categorías arbitrarias que ni siquiera coinciden en número
con los pecados capitales, las virtudes teologales o los mandamientos y
perdones sin más destinatarios ni destinatarias que Dios y ningún otro nombre
propio. A pesar de su aliento dificultoso, Wojtyla bien habría podido
pronunciar Santo Oficio, Isaac ben Yudah Abravanel, Tomás de Torquemada, Pedro
de Arbués, Avignon, Albi, Noche de San Bartolomé, Contra Idolorum Cultores,
Plaza del Volador, Familia Carvajal, Tomás Treviño de Sobremonte, José María
Morelos y Pavón, Pío XII, Banco Ambrosiano, Teoría de la Evolución o Leonardo
Boff. Entre muchos otros. No se trata de ser exhaustivos en la enumeración, y
además no se puede. Millones de seres humanos han dejado este mundo con el
garrote vil trepanándoles la nuca, en medio del fuego de la hoguera, en los
sótanos de tortura o en paredones de fusilamiento; muchos millones más vieron
sus vidas torcidas, sus familias dispersas, sus posesiones confiscadas, y todo
ello por iniciativas de una organización que se ostenta como esposa y carne de
Cristo. En la enorme mayoría de los casos no había más delitos que la falta de
fe, la fe distinta a la católica o una actitud política contraria a los poderes
terrenales de la Iglesia y de sus aliados seculares. Si el papado es lo que
dice ser, y si Él es quien Es, sería inevitable la conclusión heterodoxa de que
Dios es sádico pero, eso sí, bien hipócrita.
Carguen la primera parte de esta blasfemia a la cuenta de
los innumerables pontífices que encabezaron el brazo armado de la Providencia,
y la segunda a la de quienes se reconocen, hoy, como meros gerentes de Su
agencia de Relaciones Públicas y Marketing. Todo genocidio (y Roma tiene varios
de ellos a su espalda) es doblemente intolerable si desemboca en la impunidad y
la simulación; por ejemplo, la vistosa disculpita del sábado. En el caso del
Santo Oficio, por ejemplo, la burocracia vaticana lleva un tiempo fabricando
revisiones históricas no muy distintas a las que pretenden negar la existencia
del holocausto realizado por los nazis. En noviembre de 1998, cuando ya se
preparaba el Mea Culpa de Wojtyla, Georges Cottier, organizador del simposio
vaticano sobre la Inquisición, insistía en que ésta era un producto natural de
su contexto histórico en el que la pena de muerte era moneda corriente. Cuando
se le preguntó sobre los defectos de Torquemada, consideró que “el afán
obstinado por perseguir el rigor de la virtud podría tener algo de inhumano” y
agregó que era “igual de duro que Calvino” (Zenit, 9 de noviembre de 1998).
Pienso que Wojtyla se habría sentido muy aliviado si el
sábado pasado, frente al Crucificado del Siglo XVI, de sus labios papales
endurecidos hubiesen surgido las palabras genocidio, atrocidad, asesinato.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario