Ahora está de moda decir que las guerras y los conflictos
futuros no serán por el mando geoestratégico ni por el dominio de los mercados
ni por el control del petróleo sino por el agua. Tal vez la profecía se esté
quedando vieja. Si uno voltea a Oriente Medio, a Tepoztlán o a Cochabamba puede
observar confrontaciones de muy distintas escalas originadas en problemas de
abastecimiento hídrico.
La cáscara de la democracia boliviana es tan frágil como el
envoltorio de persona civilizada que ostenta su gobernante actual, Hugo Bánzer
Suárez, gorila en los años setenta y político constitucional en tiempos de paz
interna: traje y corbata y un discurso de modernizador económico de esos que
causan furor entre las huestes presidenciales latinoamericanas cuando se dan cita
en los desfiles de modas ideológicas. A tono con ese discurso, el general
Bánzer se dio a la tarea de convencer a los bolivianos que nada es gratis en
esta vida, que no hay razón válida para que el Estado se haga cargo de obras de
elemental beneficio común y que para eso está la inversión privada, tanto
nacional como extranjera.
En este caso se trata de la empresa Aguas del Tunari,
compuesta por la inglesa International Water y la española Abengoa, que
operaba, bajo concesión, el servicio de agua potable de Cochabamba, y era la
encargada de realizar el proyecto múltiple Misicuni. La concesionaria, con el
visto bueno gubernamental, pretendió incrementar 20 por ciento las tarifas a
los consumidores y eso provocó varios días de protestas nacionales, bloqueos
que paralizaron la red carretera del país, un amotinamiento de policías en La
Paz, varias huelgas de hambre en distintas ciudades, ocho muertos, 42 heridos,
así como varias decenas de activistas sociales presos y deportados al
departamento amazónico del Beni.
Bánzer resultó fiel a sus genes y para enfrentar la
situación decretó el estado de sitio, suspendió las garantías, amordazó los
medios electrónicos de Cochabamba, sacó los tanques contra los manifestantes y
recurrió a la mentira de Estado y a la desaparición de personas en el más puro
estilo retro: Angel Claure, un cochabambino de 17 años, fue sacado
de su casa la noche del viernes por encapuchados que lo obligaron a abordar un
vehículo sin placas; al parecer, fue llevado a la Base Aérea, y de allí a la
unidad militar de El Beni, según denunció su madre. En Patacamaya la tropa
desalojó con violencia las carreteras y asesinó de un balazo al dirigente
Rogelio Calisaya. El coronel Oscar Gámez, comandante del batallón que realizó
el operativo, aseguró que sus efectivos sólo dispararon al aire y que Calisaya
había muerto a causa de un ataque cardiaco, a pesar de que el cuerpo del líder
fue atravesado por una bala que entró a la altura de la cadera y salió por la
pelvis. En Sucre la policía allanó la universidad, detuvo a 16 estudiantes
huelguistas e hirió a otros 17 con balas de goma.
En plena regresión a su esencia de gorila, Bánzer no perdió,
sin embargo, los hábitos de modernizador. Mientras la población de Cochabamba
se insurreccionaba y le metía fuego a un par de locales gubernamentales, el
presidente aseguró que la suspensión de garantías busca preservar “el estado de
derecho y los esfuerzos del diálogo social” y a asegurar la victoria de la “nueva
Bolivia que trabaja, participativa, dialogante, concertadora y positiva”, por
sobre la “vieja Bolivia insurreccionalista, la de barricada y montonera”.
Sin embargo, la “vieja Bolivia” ha puesto en jaque al viejo
gorila encorbatado, quien tiene ante sí, aparte del vasto repudio social, el
rechazo de los partidos opositores, la condena del episcopado al estado de
sitio y el inicio de un proceso de habeas corpus por parte de
la ombudsman, Ana María Campero, para restituir la libertad de los
dirigentes secuestrados en El Beni, una posible fractura en su coalición de
gobierno.
Una posible moraleja es lo impreciso de la expresión popular
“gorila”, aplicada a los gobernantes militares y sanguinarios --aunque después
se vistan de seda-- de este sufrido subcontinente. Porque hasta el más lerdo de
esos primates así llamados sabe perfectamente lo que sabíamos todos hasta hace
dos décadas y que hoy ignoran Bánzer y sus compañeros de fiebre privatizadora:
que el agua para consumo de cualquier ser viviente tiene que ser gratuita.
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