27.2.01

República Arabe Saharaui Democrática: 25 años


Dakar, la capital senegalesa, es una ciudad poblada por casi 2 millones de personas, y su posición subsahariana la convierte en un importante centro de comunicaciones marítimas y aeroportuarias entre Europa y África del Sur, así como entre el viejo continente y Sudamérica. Sin embargo, hoy en día Dakar no es una referencia frecuente en los medios europeos, si no es para referirse al legendario Rally París-Dakar, competencia automovilística que se realiza en enero y febrero, y que este año fue ganada, por primera vez en su historia, por una mujer.

Esa fue la peculiaridad más destacada en las agencias de prensa, los noticiarios, las revistas de automóviles y las páginas web de empresas turístico-deportivas que hicieron buena plata promoviendo y comercializando esa carrera que transitó por Francia, España, Marruecos, la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), Mauritania y Senegal. Poco se dijo, en cambio, acerca de la frivolidad y la arrogancia de los organizadores europeos del evento, los cuales, al incluir al cuarto de esos países en la ruta del rally sin antes pedir permiso a las legítimas autoridades saharauis, estuvieron a punto de reactivar una guerra congelada desde hace una década.

Al amparo del alto al fuego acordado entre Marruecos y el Frente Polisario en 1991, con mediación de la ONU, y que habría de dar paso a un referéndum por la autodeterminación de los saharauis, la monarquía ensangrentada de Rabat ha perpetuado su ocupación ilegal de un territorio que no le pertenece; en esos diez años la Secretaría General de las Naciones Unidas ha adoptado, en el mejor de los casos, una actitud de avestruz --cuando no una clara complicidad con el gobierno marroquí, como la que desarrolló Javier Pérez de Cuéllar--; el Estado español, por su parte, ha optado por desentenderse ante un conflicto del que es --junto con Marruecos-- el principal corresponsable.

Y mientras los intrépidos automovilistas europeos sueñan con probar los límites de sus vehículos todo-terreno en las arenas calcinantes del Sahara Occidental y con ganar trofeos en forma de dromedario, cientos de miles de saharauis sobreviven en los campos de refugiados de Tinduf, en Argelia, sin energía eléctrica ni agua corriente, y construyen, entre las tormentas de arena, la sociedad nueva, escolarizada y democrática, que habrá de asentarse en el Sahara Occidental cuando el invasor marroquí sea obligado a retirarse.

Ha pasado mucho tiempo. En 1975 Madrid sacó sus tropas de la que era su colonia, permitió que Rabat la reclamara como propia y se lavó las manos.

Dejó a los saharauis abandonados a su suerte frente a un invasor que era, ya por entonces, gendarme regional de Occidente y contrapeso, en el Magreb, a países no alineados y movimientos triunfantes de liberación nacional.

Juan Carlos I --quien, según investigaciones recientemente publicadas en España acerca del papel del monarca en el fallido golpe de 1981, podría no ser el paladín de la transición a la democracia, sino un encubierto traidor a ella-- y el gobierno español sacrificaron a los saharauis para concentrar su relación con Marruecos en temas como la hispanidad de Ceuta y Melilla, el comercio bilateral y el flujo de migrantes marroquíes a la Península.

El 27 de febrero de 1976 el Frente Polisario, organización representativa de los saharauis, proclamó, en el Sahara Occidental abandonado por España y parcialmente invadido por Marruecos, la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), un país que nació en medio de la guerra y que así ha subsistido desde entonces, a pesar de la frivolidad europea, la ambigüedad de la ONU y la represión y la manipulación demográfica por parte de Rabat.

Es una nación pobre, pero sus habitantes son extremadamente generosos. Es un Estado árabe, pero su gente habla español desde el nacimiento. Es una sociedad predominantemente islámica, pero tolerante, moderna y ajena a los integrismos. Merecería ejercer su derecho a la existencia, aunque careciera de estos atributos contrastados que la hacen ser parte irrenunciable de la riqueza política, social y cultural del mundo.

Hasta ahora, los saharauis se han distinguido, también, por una titánica paciencia. Sospecho que la están perdiendo, y no es su culpa: el mundo les ha dado la espalda durante demasiado tiempo.

20.2.01

Relaciones públicas


La otrora reflexión, y hoy lugar común, afirma que la guerra es un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de los militares; pero ceder a los civiles los controles de un submarino nuclear, así sea por un ratito, es una buena forma de hundir cualquier razonamiento lógico en profundidades abismales como las que hoy albergan los restos del barco japonés (y los de nueve personas) embestido por el sumergible USS Greeneville la semana pasada en los alrededores de Honolulú. El accidente se volvió escándalo cuando se hizo público que, en el momento de la colisión, dos o tres idiotas sin la menor idea del manejo de submarinos, aunque “debidamente supervisados” por personal militar, jugueteaban en el puente de mando del sumergible. La Marina de Estados Unidos inició una investigación, suspendió al capitán de la nave, Scott Waddle, y lo amenazó con llevarlo ante una corte marcial; al mismo tiempo admitió, con un descaro propio de sicópata, que es “usual” la presencia de empresarios y otros civiles en submarinos que realizan maniobras bélicas.

Hace unos años un avión de Aeroflot se estrelló y mató a todos sus pasajeros. La causa de la tragedia fue, según la investigación posterior, que el piloto subió a sus hijos pequeños a la cabina y les dio la oportunidad de probar los mandos. En una primera instancia, el reciente episodio del Pacífico evoca aquel desastre, pero es un paralelismo engañoso. La escandalosa falta de control en los procedimientos de la línea aérea rusa ocurre en el contexto de una superpotencia en vías de subdesarrollo. En cambio, la US Navy mete “pasajeros” en sus sumergibles atómicos porque tal medida “es una de las más efectivas herramientas de relaciones públicas”; lo hace, pues, de manera calculada y planificada, con el propósito de generar un impacto determinado en sectores de la opinión pública.

El uso de técnicas de marketing en el aparato bélico más poderoso del mundo recuerda la serie de Boogie el Aceitoso que publicó Fontanarrosa hace una década, en tiempos de la guerra contra Irak: los tanques llevaban adosados anuncios de lubricantes y las alas de los aviones de combate tenían pintada la leyenda “Bienvenido al mundo de Marlboro”. Aquello era un retrato caso realista de la guerra transformada en espectáculo de juego digital y llevada a las pantallas de televisión gracias al patrocinio de las mejores marcas. En esas semanas de locura, Rayteon y sus productos --los misiles antibalísticos Patriot, utilizados para destruir en vuelo los viejos Scud lanzados por Saddam contra Israel y Arabia Saudita-- llegaron a ser tan conocidos como los cereales de Kellogg's.

Han pasado diez años de aquella convincente y mortífera exhibición de juguetes bélicos, cuyo organizador principal se apellidaba Bush. Una década más tarde, el hijo homónimo, sentado en la misma silla, procura quedar bien con papá lanzando un bombardeo absurdo sobre la chatarra bélica de Saddam Hussein.

Sería excesivo e injusto extrapolar el accidente provocado por el submarino nuclear en el Pacífico y sospechar que “invitados civiles” decidieron, en el situation room de la Fuerza Aérea, destruir una decena de radares iraquíes desde unas consolas de Nintendo. En cambio, no parece exagerado asumir que los ataques periódicos contra el país árabe, a falta de razones explícitas y serias, obedecen al propósito de probar y consumir los misiles y las bombas de alta tecnología que la industria estadunidense sigue produciendo a un ritmo de guerra fría y para los cuales no hay, en el planeta de hoy, suficiente mercado.

En este entorno recesivo para la producción bélica resulta difícil justificar la operación y el mantenimiento de bombarderos estratégicos y sumergibles cargados con fuego atómico suficiente para destruir a un enemigo geopolítico que falleció de muerte natural hace cosa de diez años. Ante esa dificultad, la marina estadunidense regala cruceros en sus submarinos a civiles notables --y hasta les deja poner las pezuñas sobre los timones de profundidad--, a los que considera capaces de promover, entre la opinión pública y los contribuyentes, una flota de submarinos moderna, poderosa e inservible.

13.2.01

30 mil genes


Las entidades científicas del mundo que tienen a sus investigadores buceando en el genoma confirmaron ayer el más desconcertante de sus hallazgos: los humanos tenemos sólo 30 mil genes, apenas 10 mil más que un gusano y unos pocos cientos por encima de los ratones. Al comienzo de su búsqueda, los científicos esperaban hallar un capital cercano a los 140 mil pero, conforme la investigación avanzaba, fue creciendo la sospecha de que poseíamos un cromosoma más bien ralo; hace unos meses se filtró a los medios el indicio sólido de que teníamos sólo el doble de genes que la mosca de la fruta. “Lo malo es que a algunos se les nota”, escribió entonces Rosa Montero con su maledicencia entrañable. Ahora, el anuncio coloca a la investigación ante la disyuntiva de explicar, con base en ese pequeño documento de 30 mil caracteres, las singularidades de alma y cuerpo que caracterizan a cada uno de los 5 mil millones de individuos que pululan sobre el planeta, o bien de buscar en otro lado (y ello pondrá al alza las acciones del culturalismo) el origen de manifiestas diferencias de actitud y organismo como las que existen --es sólo un ejemplo-- entre Sharon Stone y monseñor Rivera, quien, según sus declaraciones recientes, parece empeñado en restar 29 mil 998 genes a los 30 mil establecidos, a fin de dejar el cromosoma sólo con dos códigos: macho y hembra.

Al margen de la situación desconcertante, el reporte de los genonautas trae noticias buenas y otras no tanto. La primera es que no se detectó ninguna base genética “para lo que se describe como razas”. El dato es importante, tanto para despejar del todo las patrañas racistas con supuesta base científica como, por extensión, para ayudar a deponer algunas de las más vergonzosas hostilidades del presente: si hemos de ser razonables, no hay conflicto bélico o político que se justifique por las diversas disposiciones en un conjunto de 30 mil moléculas, que son muchas menos de las que caben en el cerebro de un piojo.

Sabrá Dios --en cualquier lengua que se Le pronuncie-- si en el pequeño genoma que nos corresponde vienen programadas las diferencias entre una iglesia, una mezquita y una sinagoga; en todo caso, es improbable que puedan encontrarse ahí las razones por las cuales Ariel Sharon y Hezbolá se empeñan en destruir a palestinos e israelíes, o las semillas de la crueldad con que las autoridades españolas persiguen a los inmigrantes norafricanos, o las estadunidenses, a los indocumentados mexicanos.

A decir verdad, la noción de que “todos somos, en lo esencial, gemelos biológicos” --como dijo Craig Venter, privatizador del genoma--, tiene también aspectos incómodos para todo el mundo. En lo personal, me alarma un poco el compartir tanto código con Vladimiro Montesinos o con Ricardo Miguel Cavallo; desde otras perspectivas, puedo imaginarme la maldita gracia que le causará a Saddam Hussein el saberse “hermano biológico” de Margaret Thatcher, o el disgusto de Karol Wojtyla por sus 30 mil puntos en común con Larry Flynt.

Otro aspecto inquietante de lo divulgado ayer es la constatación de que muchos de nuestros genes provienen de microbios que han dejado su impronta en el organismo humano. “A algunos se les nota”, diría Rosa Montero; San Francisco de Asís, por su parte, habría brincado de alegría ante la perspectiva de llamar “hermanas”, con justificación científica, a las amibas y a las salmonelas; en todo caso, el dato, al igual que los anteriores, es un fundamento de tolerancia y modestia.

En una de sus novelas, Philip José Farmer hace decir a un personaje que cada vez que se le sube el orgullo a la cabeza resuelve la situación obligándose a recordar que un ser humano es sólo un poco de agua. A la luz de los descubrimientos de última hora, puede decirse apenas algo más: un poco de agua organizada y estructurada por 30 mil instrucciones elementales. Esa certidumbre debería generar en nosotros actitudes de humildad, respeto a la vida y, también, un merecido orgullo por nuestros milagros. Porque, con todo y lo austero de nuestro genoma, hemos sido capaces de inventar el barroco, y de esa hazaña no serán capaces nunca las ratas ni las moscas de la fruta.

6.2.01

¿Qué horas son?


“--¿Qué horas son?
--No lo sé.
Las campanas, don, din, dan,
repicando lo dirán.”

Canción de Cri-Cri

“...no durmamos como los demás; antes velemos y seamos sobrios,
porque los que duermen, de noche duermen; y los que están borrachos, de noche están borrachos”.
Primera Epístola de Pablo a los Tesalonicences, 5:7

Si el conflicto por el horario de verano no encuentra una solución, los habitantes de esta ciudad viviremos, en breve, una Babel de tiempos cruzados: los límites entre las distintas delegaciones se convertirán en husos horarios y tendremos que ajustar las manecillas cada vez que crucemos el Viaducto; acaso debamos llevar, en una muñeca (¿la izquierda?), un reloj que nos dé la hora Andrés Manuel y, en la otra (¿la derecha?), uno para estar al tanto de la hora Fox. Tal vez nos habituemos a expresiones tales como “18:00, tiempo federal”, “9:15, tiempo local” o “16:30, tiempo Azcapotzalco”. Eso, sin contar con que los ciudadanos de veras importantes deben, además, por razones bursátiles o políticas, tener en mente los respectivos horarios de Nueva York, Londres y Tokio.

A lo que ha podido saberse en el marco de las encendidas polémicas, el problema no es únicamente urbano ni nacional, ni sería justo circunscribirlo a un diferendo de atribuciones entre la Federación, los estados y los municipios o, en el caso de la ciudad de México, las delegaciones. Su génesis se ubica en los años setenta, en el contexto de la crisis energética que padecían por entonces las naciones industrializadas debida, principalmente, al embargo petrolero impuesto por la OPEP. Una de las respuestas a esa crisis, junto con la diversificación de las fuentes energéticas, fue el establecimiento de horarios diferenciados en el invierno y el verano para ahorrar electricidad, aprovechando los marcados cambios estacionales que ocurren, en las condiciones de luz, en los territorios ubicados arriba del Trópico de Cáncer.

En esas naciones la medida fue aceptada como una fórmula de sentido común. En años posteriores, en virtud de las necesidades de la globalización, las previsiones de ahorro energético, el mero afán de imitación, o una combinación de las tres razones, ha sido extendida a países en los que los cambios estacionales son menos perceptibles, y en los que el cambio de horario genera descontentos de diversa magnitud.

Más allá de los complicadísimos cálculos sobre el beneficio macro o microeconómico del cambio de horario, al margen de los argumentos de uno y otro bando en torno a los miles de millones que se ahorra el erario o los centavos que no se ahorran los consumidores, e independientemente de si la Constitución, las leyes y los reglamentos facultan o no a unas u otras instituciones para implantar o rechazar la medida, es claro que el problema debe desembocar, tarde o temprano (una hora después, si es invierno, y una antes, si es verano), en una reflexión sobre los atributos del poder público, en cualquiera de sus instancias, para decir qué horas son. Porque establecer la hora implica meter mano en el tiempo para amar, el tiempo para dormir y el tiempo para desayunar, es decir, en algunos de los más sagrados aspectos de la privacidad individual. Tal vez esa intromisión explique, en parte, el encono de las polémicas.

Antes era más fácil. Por alguna razón que sólo los antropólogos conocen, la medición y la fijación del tiempo era tradicionalmente una función estrechamente vinculada al ámbito de lo sacro --reservada, en consecuencia, a los sacerdotes-- y posibilitada en contextos de hegemonías políticas absolutas, o casi.

Desde esa perspectiva, el tema se vincula con conflictos medioevales como el que sostuvieron durante siglos Roma --que se apegaba a las reformas julianas-- y las Iglesias ortodoxas --que permanecieron fieles al calendario gregoriano--; gracias a esa disputa, la Revolución de Octubre ocurrió, en realidad, en noviembre.

Se podría divagar mucho más sobre el asunto, contar la historia de la conferencia internacional de 1884 que asignó a Greenwich la referencia del tiempo universal y especular sobre el momento histórico en que los científicos (y luego los tecnócratas) despojaron a los sacerdotes del calendario y del reloj. Pero más vale encarar y exponer, de una vez por todas, la pregunta crucial que dentro de poco --y si las cosas siguen como van-- nos haremos todos, que no tendrá una respuesta evidente y que suscitará agrias e interminables discusiones políticas, económicas y legales:

--¿Qué horas son?