Entre 1945 y 1991 los humanos que sabían algo de su entorno
vivieron los sofocos de la pesadilla nuclear. En ese periodo el motor de la
historia no fue la lucha de clases, sino la lucha de superpotencias, y el
símbolo universal de la muerte --la calavera sobre las tibias cruzadas-- fue
remplazado por un champiñón atómico que brotaba de dos misiles
intercontinentales. Entre 1989 y 1991 no ocurrió el fin de la historia, pero sí
se terminó ese combustible del siglo XX que fue la confrontación entre
capitalismo y comunismo y, con él, las amenazas de la hecatombe.
De tiempo atrás, los vencedores de la contienda habían venido
minando a sus adversarios con la estrategia de la banalización simbólica: el
rostro de Trotsky proliferó en los locales de Kentucky Fried Chicken (hoy KFC)
en la advocación del coronel Sanders y el Che Guevara, estampado en las
camisetas, lucía la típica estrella que las escuelas ponen en la frente a los
niños bien portados. La sede de la amenaza nuclear culminó su mudanza del
Kremlin a Hollywood y los diplomáticos dejaron a los espectadores cinematográficos
la misión de sudar adrenalina cada vez que al dedo de un estadista le venía el
cosquilleo de picar el botón rojo.
En ese entorno idílico, los misiles equipados con ojivas
atómicas parecían no tener más objetivo posible que el museo militar o los
callejones de Tepito --cualquier Tepito de Asia menor--, y el único conflicto
nuclear imaginable era el que pudieran provocar los hipotéticos terroristas
millonarios que fueran capaces de hacerse de una bomba nuclear en una venta de
garaje de la antigua Unión Soviética. La proliferación dejó de ser un asunto de
geopolítica para convertirse en un tema policiaco. La preocupación oficial
correspondiente, que predominó a lo largo de la década pasada, contribuyó a
ocultar el desarrollo de peligrosos arsenales atómicos por parte de India y
Pakistán. En los albores del siglo XXI el mundo se enteró, con horror, que el
club nuclear contaba con dos nuevos integrantes y que ambos estaban
confrontados entre sí por un conflicto territorial no resuelto, por un odio de raíces
religiosas y por los rencores de tres guerras convencionales consecutivas.
Tiempo atrás, Israel había aprovechado los resquicios de la guerra
fría para
hacerse de misiles capaces de sembrar champiñones en los territorios de todos
sus vecinos árabes e incluso más allá, en regiones antes pertenecientes a la
URSS, pero el escándalo correspondiente fue sofocado en los cónclaves
diplomáticos y hasta ahora el estatuto nuclear de Tel Aviv no es oficialmente
admitido, ni encarado, por ningún poder mundial.
Ahora Estados Unidos y la Agencia Internacional de Energía
Atómica se agitan y se alarman, respectivamente, por los inciertos fantasmas de
Irak y Norcorea, dos países más bien famélicos a los cuales se dirigen las
sospechas de posesión de armas de destrucción masiva. Ninguno de ellos es,
ciertamente, modelo de institucionalidad democrática, pero el régimen
paquistaní de Pervez Musharraf tampoco lo es, y nadie dice nada.
De todos modos, la democracia no es ninguna garantía de
sensatez y racionalidad en el uso de bombas atómicas porque, hasta la fecha, el
único criminal que ha ordenado la detonación de una de ellas sobre civiles
inocentes es el demócrata Harry S. Truman, presidente de Estados Unidos entre
abril de 1945 y enero de 1953.
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