He
contemplado hasta la náusea la foto del cadáver de un niño hinchado, tendido
junto al cuerpo de su madre, en la calle de una indeterminada localidad kurda
del norte de Irak. La gráfica, profusamente reproducida en la prensa mundial,
suele ir acompañada de otra en la que un combatiente iraní, tendido en una cama
de hospital, se duele de las quemaduras causadas por el gas mostaza. Ambas
escenas datan de mediados de los años 80 y documentan la crueldad criminal de
Saddam Hussein y de su régimen, así como su afición por el uso de las armas
químicas.
Por ese
entonces el dictador de Bagdad era el aliado favorito de Estados Unidos en la
región, convulsionada por la reciente revolución islámica en Irán. Los
reyezuelos saudiárabes y los emires petroleros del golfo Pérsico eran buenos
para los negocios corruptos y para rentar, con propósitos genitales, a hermosas
modelos de Occidente, pero tendían a desmayarse ante una gota de sangre.
Saddam,
en cambio, era una bestia de combate, adecuada para mantener a raya la furia
mahometana del imán Jomeini, y ni Ronald Reagan ni George Bush padre hicieron
el menor gesto de desaprobación cuando los servicios secretos pusieron sobre
sus escritorios de la Casa Blanca, en la que ambos cohabitaban, las fotos que
documentaban el uso de armas químicas del régimen iraquí, tanto contra las
tropas iraníes como contra civiles indefensos.
Hubo de
ocurrir la inconcebible --por bárbara y tonta-- invasión de Kuwait para que
Washington se decidiera a atacar militarmente al tirano de Bagdad. En lo
personal, a Saddam no le pasó nada con la guerra. Esta le dio incluso la
oportunidad de experimentar sus pedradas balísticas de mala puntería contra Tel
Aviv y Dahrán. Eso sí, el conflicto causó la muerte colateral, pero
profundamente injusta, de decenas de miles de ciudadanos inocentes, el éxodo de
centenas de miles y sufrimientos interminables a millones de iraquíes.
Lo
anterior basta para tener por abominable al gobernante máximo de Irak y no es
necesaria ninguna prueba de que aún posee armas químicas para desear de todo
corazón y buena voluntad que el pueblo de Irak logre librarse de su sátrapa lo
más pronto que pueda.
El Bush
actual no comparte estos buenos deseos. En sus afanes bélicos no actúa motivado
por el bienestar de los iraquíes ni por la seguridad de los estadunidenses. Es
más, el presidente de Estados Unidos es asombrosamente parecido a Saddam: está
dispuesto a bombardear a civiles --aunque no sea con armas químicas-- con tal
de lograr sus objetivos.
Al
igual que el dictador iraquí, el habitante de la Casa Blanca miente con descaro
y recurre a la demagogia más ramplona para justificar su inminente guerra. Para
colmo, sus credenciales democráticas son tan poco verosímiles como las “elecciones
parlamentarias” realizadas hace unos días por el régimen cubano o las “consultas
legislativas” que efectúa de cuando en cuando el propio dictador de Bagdad.
El
pequeño Bush no quiere desarmar a Irak, sino controlar el petróleo de ese país,
dar oportunidades de negocios a la industria armamentista estadunidense y, de
paso, colectar la cabeza de Saddam para ponerla en la sala de la casa paterna.
Para lograr esos objetivos fabricará las falsedades que hagan falta, ordenará
el asesinato de todos los iraquíes que se requiera y actuará a contrapelo de
los deseos mayoritarios de sus conciudadanos, quienes, por amplia mayoría, se
oponen a una nueva guerra en el golfo Pérsico.
Habría
que tener tanta maldad como la que caracteriza a los Bush y a Saddam para
concluir que ambas familias representan los bandos de la disputa planetaria del
momento. La disyuntiva real no está entre esos dos matones, sino entre los
partidarios de la guerra y entre los promotores de la paz.
En el
fondo, aunque no les guste, los gobernantes de Estados Unidos y de Irak --y el
de Inglaterra, en calidad de ayuda de cámara-- están del mismo lado. Del otro
permanece un montón de gente de buena fe que no quiere ver más muertes
inútiles, más destrucción ni más negocios turbios disfrazados de causas justas.
Hemos tenido suficiente con las fotos de cadáveres kurdos, iraníes, iraquíes y
afganos que nos han obsequiado los del bando de la guerra. Si tanto placer les
causa la muerte, hay que pedirles que se atrevan a experimentarla en carne
propia y que dejen vivir a los demás, los inocentes, los que no necesitan de
intereses petroleros o geopolíticos para aferrarse a la vida.
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