29.4.03

Complicidades


En resumen: vivimos en un planeta parcial y decisivamente gobernado por asesinos. Los matones fuertes atropellan a los matones débiles y unos y otros, a coro, imploran o exigen a la gente que tome partido por sus respectivas causas: si no estás incondicionalmente del lado de mi propia barbarie estás con la barbarie de los terroristas, dice el gobierno de Estados Unidos; si no guardas silencio ante mis pequeños crímenes de Estado es que te has dejado sobornar o seducir por Washington, dice a su vez el pregón del bando pro cubano; si te manifiestas en contra de mis operaciones de tierra palestina arrasada es que te has vuelto antisemita, acusa Sharon; si condenas los atentados dinamiteros contra civiles israelíes, ello indica que te vendiste a los sionistas, rematan Hezbollah y compañía.

En el río revuelto de estas semanas, los beneficiarios son los asesinos de peso mediano --los regímenes ruso y chino, por ejemplo-- que hasta se dan el lujo de presentarse ante el mundo como campeones del respeto a la soberanía y defensores de la paz, a condición de que el público logre cerrar los ojos ante Chechenia y el Tíbet.

Sería difícil cuestionar, ciertamente, la hegemonía estadunidense en este mercado concurrente de criminales. En lo poco que va del siglo los iluminados de la Casa Blanca han reducido a escombros a dos pobres países que no tenían más culpa nacional que haber sido previamente sojuzgados por dos regímenes tiránicos y tan delirantes como el de George W. Bush. El predominio de los talibanes en territorio afgano acaso no merecía siquiera el apelativo de régimen, pero eso no lo salvó de los misiles crucero.

Washington no destruyó lo que quedaba de Afganistán, removiendo de paso a los integristas coránicos que se habían hecho fuertes en Kandahar y Kabul, porque éstos reprimieran salvajemente a las mujeres y a la población en general, porque maltrataran los derechos y las libertades humanas o porque fueran depredadores impresentables del patrimonio cultural universal. Año y medio más tarde los misiles crucero y las bombas de racimo volvieron a cebarse contra una población inerme, y las razones de esa infamia --lo supimos entonces y lo confirmamos ahora-- nada tenían que ver con el afán de hacer justicia ante las atrocidades históricas de Saddam Hussein o con un plan para suprimir las atrocidades cotidianas de su gobierno. Bush ordenó el descuartizamiento de miles de inocentes, la destrucción de las propiedades nacionales, el asesinato de periodistas y el pillaje de bibliotecas y museos simplemente porque necesitaba controlar el petróleo de Irak y otorgar contratos de reconstrucción a las empresas de sus amigos. Y si el presidente estadunidense logra organizar nuevas guerras, sus escenarios morales serán muy semejantes a los que diseñó para lo que lleva perpetrado hasta ahora.

La furia destructora de vidas y objetos es una enfermedad contagiosa entre los poderosos grandes y los poderosos pequeños. La obra del gobierno estadunidense en Medio Oriente da margen a los rusos para perpetrar otra campaña de represión brutal en Chechenia, si llega a ofrecerse, o para que los gobernantes chinos vuelvan a regar con sangre de opositores algunas plazas públicas. Los actuales dueños de Corea del Norte no dudaron en amenazar al mundo con detonar unas pocas bombas atómicas impulsadas, a falta de misiles de largo alcance, por la Idea Zuche. La circunstancia dio a Fidel Castro oportunidad para matar a tres secuestradores e introducir así un poco de adrenalina en su viejo organismo de guerrero reblandecido por cuatro décadas en el asiento de un Mercedes Benz. Y puedo imaginarme, tal vez en forma injustificada, que la más reciente guerra contra Irak ha generado cargas adicionales de trabajo en las celdas de tortura de Irán, Siria, Israel y Turquía. Los poderes enemigos, grandes medianos y pequeños, se necesitan los unos a los otros y tienden entre ellos lazos de complicidad acaso involuntaria, pero sumamente eficaz a la hora de justificar sus horrores.

En resumen: el mundo se ha vuelto un sitio más orwelliano que nunca, en el cual las rivalidades geopolíticas no tienen más motor que la conservación o la expansión del poder propio, a expensas del enemigo, y en el que los regímenes rivales se necesitan mutuamente para justificarse ante sus respectivas sociedades. Estas seguirán forzadas a reconocer a esos poderes establecidos, propios y ajenos, por incómodos que resulten la convivencia y el diálogo con criminales. La imprescindible movilización por causas humanitarias obligará a apurar el cáliz y a seguir redactando cartas respetuosamente dirigidas al Excelentísimo Señor Asesino. Pero en las confrontaciones internacionales sucesivas no será fácil tomar partido, como no sea por los deudos de los asesinados en combate, los asesinados por accidente, los asesinados en juicios sumarios y los asesinados a secas.

25.4.03

Candidez


Hace unos días, en estas sufridas y nobles páginas, Ángel Guerra Cabrera nos explicó (Contrarrevolución, 17 de abril de 2003) que las largas penas de cárcel recientemente distribuidas a siete decenas de “una red subversiva” y el fusilamiento de tres de los secuestradores de un ferry son medidas de defensa del régimen de Fidel Castro ante la contrarrevolución, y fundamentó la pertinencia de esos actos en la persistencia de la lucha de clases en el marco de la construcción del socialismo. Me atrevo a resumir: los sentenciados no eran inocentes, sino culpables, y la actual circunstancia histórica cubana justifica la vigencia de la pena de muerte. Desconocer tales hechos y repudiar la pena capital sin tomar en cuenta su entorno --como habría hecho José Saramago-- son muestras de candidez. Unos días más tarde, un grupo de intelectuales cubanos instó a los “críticos amigos” a no emitir textos que pudieran ser utilizados para preparar “una agresión militar de Estados Unidos”. A lo que puede verse, la petición es algo tardía porque los gobernantes de La Habana están en proceso de reajuste de solidaridades internacionales y han decidido sustituir la amistad de Saramago por la de El Mosh.

Allá ellos. En lo personal, me preocupó el uso del adjetivo “cándido” porque tal palabra es sinónima de sencillo, simple y poco advertido (Diccionario de la Real Academia) y antónima de malicia, que denota, a su vez, “intención solapada con que se dice o se hace algo, maldad, inclinación a lo malo y contrario a la virtud, interpretación siniestra y maliciosa, cualidad por la que algo se hace perjudicial y maligno” o bien, en sexto lugar, “penetración, sutileza, sagacidad”.

Esa inquietante tabla de equivalencias indica que la candidez está estrechamente relacionada con la buena fe, y encuentro que ambas resultan necesarias en cualquier ejercicio de diálogo y de tolerancia. Son indispensables, de entrada, para polemizar con un defensor de la pena de muerte como lo es Guerra Cabrera. Y es que este tema no admite las medias tintas --la mujer que se declara “un poco” embarazada--, las excepciones ni las formulaciones al estilo de los que repudian el racismo pero se reservan el derecho de discriminar a los chinos sólo en las noches de luna llena.

Desde otra perspectiva, y con toda la orgullosa candidez del mundo, celebro la existencia de un espacio periodístico --estas páginas-- en el que la libertad de expresión es tan ancha que le permite a Guerra Cabrera justificar la aplicación de la pena de muerte, independientemente de que esa práctica sea contraria a la ética de derechos humanos que anima, desde su fundación, a La Jornada. No hay contradicción ni paradoja: la defensa de una garantía no autoriza el atropello de otra, y por eso Guerra Cabrera puede detallar las razones de Estado que hacen justificable, desde su perspectiva, que se practiquen, en tres organismos humanos, las lesiones requeridas para interrumpirles las funciones vitales, precipitar en sus tejidos procesos de descomposición y sentar, de esa forma, un precedente para que ningún otro canalla criminal se atreva a intentarlo y defender así el luminoso futuro socialista de la patria, la soberanía, la independencia, etcétera.

Lamento que nadie, en ningún periódico cubano, haya podido o querido expresar algo sobre la suprema inutilidad política, patriótica e histórica de las heridas mortales de arma de fuego realizadas, por orden del gobierno cubano, en los cuerpos de Lorenzo Enrique Copello Castillo, Bárbaro Leodán Sevilla García y Jorge Luis Martínez Isaac. Malvados, traidores, criminales infames o no, lo indiscutible es que hasta el amanecer del viernes 11 los tres compartían la esperanzadora cualidad de estar vivos y que, desde ese triste momento, los une el grave e irreparable defecto de estar muertos. Ante ese hecho deplorable, me declaro partidario de la radical candidez (tal vez contrarrevolucionaria y pequeñoburguesa) que fundamenta el principio universal de la rehabilitación de los delincuentes y el derecho penal humanista. En estos terrenos, la Cuba de Castro ha adoptado --tropicalizándolos un poco-- los argumentos de la Texas de George W. Bush, y eso, como uno es cándido, da mucha tristeza.

Admito y reivindico que los cerca de 100 mil habitantes de esta ciudad que marchamos hace dos semanas para pedir un alto a la agresión contra Irak necesitábamos una buena dosis de candidez --sinceridad, sencillez, simpleza-- para pretender que nuestra movilización sirviera de algo frente a la maquinaria bélica estadunidense: 370 mil millones de dólares, la tecnología más avanzada del planeta, los intereses corporativos más cuantiosos del mundo, mentes tan criminales como las de Bush, Cheney y Rumsfeld y la aprobación política de más de 200 millones de gringos, quienes, ya fuera por cándidos o por maliciosos, respaldaron a su gobierno en esa guerra asesina. Y en esa misma lógica, habría que echarle calculadora a los millones de horas-hombre de candidez que esta ciudad, este país y este continente de cándidos han invertido en marchar, escribir y movilizarse contra el embargo ilegal que padece Cuba y contra los atentados a su autodeterminación y su soberanía; y una vez hecha la suma, habría que enorgullecerse por esa tenaz defensa de principios generales, independientemente de que los gobernantes cubanos, en lo particular, tengan las manos manchadas de sangre.

15.4.03

Por la vida


Y emprendimos la peregrinación al Zócalo. Las llevábamos, niñas, en brazos, y nos aventuramos por el intenso tránsito sabatino y por las calles abiertas en canal. Queríamos ir hasta allá para decir que estamos del lado de la vida y para inculcarles desde pequeñas a Clara y a Sofía, a Mariana, a Alejandra y Adriana, entre muchísimas otras, que el asesinato es una acción repudiable.

Los organismos humanos, niñas, son sistemas complejos y precarios en transformación permanente, en ebullición constante de sentimientos, emociones y pulsiones, en procesos que pueden llevarlos a grados asombrosos de equilibrio y belleza o a degradaciones lamentables. Los organismos humanos son asiento de personalidades distintas e infinitas en variedad: las hay tímidas y exhibicionistas, las hay piadosas e inmisericordes, las hay honestas y corruptas, las hay sutiles y las hay brutales, y existen complicadas combinaciones de todos esos atributos y defectos, y algunos más. Cada uno de los 5 mil y pico de millones de individuos de la especie, en cada momento de su vida, es un milagro irrepetible y único, independientemente de que sea vegetariano o carnívoro, religioso o ateo, comerciante callejero o estadista, infante, adulto o viejo, americano, africano o europeo, gay o buga o bi, monárquico o republicano, neoliberal o globalifóbico, idealista o pragmático, samaritano o criminal de guerra, egoísta o generoso, gentil o judío, blanco, negro, amarillo o criatura mulata de ojos verdes y pelo de resortes.

En cualquier circunstancia, la destrucción consciente y voluntaria de una persona por el procedimiento que sea --quijada de burro, espada, flecha, bala, misil inteligente, hambre, inyección letal, guillotina, silla eléctrica, hoguera, gas mostaza, lapidación, garrote vil, ahogamiento-- es una estupidez inconmensurable, un atentado contra la propia especie, una negación de sus logros y una patada a su futuro. Esta certeza es más simple, esencial y trascendente que un mandamiento cristiano, que una actitud “políticamente correcta”, que una ideología humanista y que los formalismos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Es que si preservamos una vida, niñas, así sea la del peor criminal del mundo, caminamos hacia la civilización, mientras que cada vez que se mata a alguien, así sea el peor criminal del mundo, nos deslizamos a la barbarie, por más que un demagogo cualquiera --hablo, sí, de Bush, de Blair, de Castro, de Saddam, de Sharon, de los neomandarines chinos, de todos esos que por interés o por delirio se hacen viejos ordenando, proponiendo y administrando muertes ajenas-- nos jure que el camino de las bajas colaterales, los martirologios y las ejecuciones desemboca en la democracia, la libertad, el socialismo, la seguridad pública o nacional, la soberanía, el paraíso, el orden, la prosperidad o el reino de Dios. Embustes: si seguimos convirtiendo humanos vivos en cadáveres humanos, desembocaremos en una manada de micos aullantes, armados de garrotes que se exterminan unos a otros mientras los loros --únicos herederos de lo que quede del lenguaje hablado-- repiten palabras como “patria”, “legítima defensa”, “heroísmo”, “dignidad”, “justicia”, “historia” y otros términos que, pronunciados ante el cadáver de una baja colateral, de un muerto en combate o de un ajusticiado, constituyen una obscenidad, una falta de respeto y un insulto a la inteligencia, al sentido común y a la ética.

Con todos los asesinatos de Estado cometidos por George W. Bush en las cárceles de Texas cuando gobernó ese estado, debimos imaginarnos de lo que sería capaz una vez que alcanzara la presidencia de Estados Unidos. Debimos llenar el Zócalo y todas las plazas del mundo muchos años antes, cada vez que el gobernador daba su visto bueno a una ejecución en Huntsville, cada ocasión en que la aguja era introducida en la vena de un sentenciado para liberar tres distintas clases de veneno en su torrente sanguíneo. Pero fue demasiado tarde, y ahora tenemos que tragarnos todos esos cadáveres de niños iraquíes descuartizados por las bombas, las mujeres mutiladas, los hombres pudriéndose en las aceras bajo la mirada vigilante de los marines, los museos saqueados y los hospitales sin agua ni electricidad ni vendas. Pero no pudimos ahorrarles ese espectáculo, niñas, y tal vez fue culpa nuestra: acaso debimos gritar que sentíamos náusea cuando el gobernador asesinaba a criminales a un ritmo de 10 o 12 por año y templaba su condición de asesino para después destripar iraquíes a un ritmo de 10 o 12 por hora.

Les pedimos perdón por eso. Les pedimos perdón, además, por la caminata --agotadora, aunque fueran en brazos o de caballito--, por el polvo de las calles en reparación, por el aburrimiento de los discursos, por la sed, por las gotas de lluvia y por haberlas sacado, esa tarde sabatina, de su mundo de gatos que dialogan, estrellas que se dejan tocar y ojos que tienen boca y bocas que tienen patas. Fue nuestra forma --tal vez mínima, insuficiente, cobarde y cómoda-- de pedirles que no escuchen nunca a todos esos que hablan de la muerte con frecuencia y placer, y que se pongan siempre del lado de la vida.

8.4.03

Sabiduría


Cientos de misiles disparados contra Bagdad se acumularon en el cielo a lo largo de 20 días y permanecieron suspendidos en el aire, con su tonelaje sostenido por la fuerza de la misericordia. Esos aparatos son tan inteligentes que pueden imaginarse el daño que habrían de provocar si aterrizaban, y tomaron la decisión sabia y difícil de aguantar el mayor tiempo posible al lado de las nubes y retardar el sufrimiento de los minúsculos civiles que se veían allá abajo, circulando como hormigas, agradecidos por la continuidad de su existencia y satisfechos por la permanencia de sus espacios cotidianos. Los cielos de la ciudad milenaria fueron oscureciéndose a medida que se saturaban de proyectiles amistosos que revoloteaban sus aletas para mantenerse casi inmóviles y evitar la caída. Los niños de Bagdad se acostumbraron a las presencias flotantes, las individualizaron y les pusieron nombre.

Los generales y almirantes de las tropas angloestadunidenses, reunidos en sus búnkers de Kuwait y Qatar, analizaron con gravedad la situación y estudiaron detenidamente sus opciones. Podían desconectar a control remoto la incómoda conciencia de sus armas y forzarlas de ese modo a caer sobre cuarteles, tiendas, duchas, oficinas, centros de prensa, habitaciones, salas de tortura y floreros de mesas de centro, y destruir la capital de Irak con todo y sus habitantes civiles y militares. Pero los generales y almirantes de Estados Unidos y Gran Bretaña eran personas civilizadas y sensibles y les horrorizaba la idea de ganar la guerra al precio de explosiones que reventarían los pies de los niños, harían saltar los globos oculares a secretarias y ministros, arrancarían las cabezas de los hombros de los milicianos y perforarían las placentas de las mujeres embarazadas. Así pues, los estrategas de la civilización decidieron otorgar su respaldo a la decisión de sus proyectiles de no caer sobre Bagdad, se resignaron a la idea de estirar un poco la tolerancia para dejar que Saddam Hussein fuera derrocado por los propios iraquíes o que falleciera a causa de un tumor maligno.

Los altos mandos militares de la democracia percibieron que tal decisión tenía la ventaja adicional de evitar la muerte del inglés David Jeffrey Clarke, del hispano Rubén Estrella Soto, del afroamericano Brandon Sloan y del colombiano-estadunidense Diego Fernando Rincón, entre muchos otros chavitos de 18 o 19 años que el Pentágono ha desplegado en Irak y que, con casi toda la vida por delante, no deberían morirse.

Los misiles crucero, las bombas de racimo y los proyectiles guiados por láser se han dado abrazos de despedida en el cielo de Bagdad y se han dispersado. Esas armas son tan inteligentes que cada una de ellas ha sido capaz de escoger un terreno baldío, un rincón de desierto o un valle despoblado para ir a estallar sin causar daño. Ahora, las embarazadas de Bagdad se disponen a dar a luz en una ciudad aún gobernada por un dictador, pero tranquila, entera y apacible, dentro de lo que cabe; en hospitales aún afectados por el embargo pero munidos de lo indispensable para atender partos, extirpar amígdalas, extraer apéndices y suturar lesiones laborales. Es cierto que muchos de los hogares de la ciudad requieren de una, dos y hasta tres manos de pintura, pero sus estructuras fundamentales están enteras y podrán resistir durante muchos años. El aire se ha limpiado con el calor del verano. Los soldados y milicianos de las fuerzas del régimen están ocupadísimos en lustrarse las botas y los niños siguen jugando y corriendo con sus miembros completos, con su par de ojos cada uno, con la piel del torso libre de quemaduras y ajena a las esquirlas de metralla, con una vida difícil por delante, pero con vida a fin de cuentas.

Y los soldados que habrían tenido que pelear y morir en los desiertos y ciudades iraquíes marchan rumbo a sus hogares. Clarke vive en Littleworth, Inglaterra; Estrella Soto reside en El Paso, Texas; Sloan es de Bedford, Ohio, y Rincón tiene su casa en Conyers, Georgia. Gracias a las decisiones sabias y piadosas de Bush, de Rumsfeld, de Franks y de Blair, ninguno de ellos figura en una lista de bajas y sus nombres no serán inscritos con letras doradas en una lista de caídos en combate, pero, a cambio de perderse semejante honor, podrán graduarse en una universidad cualquiera, tener hijos, adquirir una casa, enfermar de la próstata y morirse de viejos.

1.4.03

"Va a durar poco..."


El viernes 14 de marzo, seis días antes del inicio de esta guerra que ya parece durar siglos aunque apenas lleve dos semanas, el teniente coronel Florencio José Crespi, jefe del contingente argentino de Unikom --la misión de observación de la ONU en la frontera entre Irak y Kuwait--, se sentía autorizado para formular predicciones sobre el curso del conflicto entonces inminente: acababa de visitar el sur del territorio iraquí y había presenciado los preparativos y posiciones de las fuerzas de Saddam Hussein; además conocía, o creía conocer, las armas, los equipos y la capacidad operativa de las fuerzas angloestadunidenses. Interrogado por Hernando Álvarez, enviado de la BBC a Kuwait, Crespi declaró que Irak “no está en condiciones de poder detener el ataque americano (sic)”. “¿Ni siquiera por unas cuantas horas?”, insistió su entrevistador. “No --porfió Crespi--. Yo creo que la guerra va a ser mucho más rápida de lo que todo el mundo cree. Es más, me arriesgaría a decir que en dos días la guerra está terminada.”

Y aquí estamos, hoy, martes primero de abril, a punto de cumplir dos semanas de contienda. Los civiles iraquíes que tienen suerte están aterrorizados por el espectáculo sensorial y multimedia de fin del mundo que les ha obsequiado la patología del grupo gobernante estadunidense; los que no la tienen se retuercen de dolor en camas de hospital, con las vísceras de fuera, o bien se descomponen en sus tumbas; decenas de soldados invasores vuelan de regreso a su país metidos en bolsas de plástico negro, y los que se quedan en el teatro de operaciones empiezan a conocer el desconcierto y las dificultades súbitas de la guerra verdadera, no la que les enseñaron en simuladores.

En estos momentos, Florencio José Crespi tendría que estar con la cabeza metida en el inodoro, tratando de olvidar su pequeña aportación mediática (tal vez involuntaria, y acaso más fundada en la arrogancia que en la maldad) al arranque de un conflicto que podría prolongarse varias semanas más, o de aquí al verano, o hasta quién sabe cuándo, según las más recientes estimaciones del Pentágono.

En términos estrictamente militares, Estados Unidos e Inglaterra tienen recursos enormes y suficientes para ganar la guerra. Sólo la ineptitud de Donald Rumsfeld --quien, a lo que puede verse, se hizo cálculos semejantes a los del militar argentino citado-- iguala, en inmensidad, los medios bélicos de los invasores, y las cartas de renuncia parecen menos improbables, en las semanas próximas, que las órdenes de retiro de las tropas agresoras. Posiblemente los informes que detallan las victorias militares sobre las unidades de la Guardia Republicana sean tan ciertos como el estancamiento experimentado por la vanguardia que avanzaba hacia la capital de Irak, como la encarnizada resistencia de los combatientes irregulares y como el acto aislado de fraternidad en el que unos civiles iraquíes ofrecieron huevos duros (no envenenados, al parecer) a unos marines hambrientos que se quedaron varados a mitad del camino entre Kuwait y Bagdad. Lo que no tiene margen posible de duda es que centenares de civiles han sido despedazados por las bombas inglesas y estadunidenses que suelen ser llamadas inteligentes, por más que su coeficiente intelectual haya resultado semejante al de Crespi.

Pero en términos políticos, y en lo que va de la pesadilla, Estados Unidos está perdiendo la guerra. Es horrible que esa derrota se geste a fuerza de niños desmembrados exhibidos por todo el mundo. En cualquier momento, George W. Bush saldrá a acusar a los periodistas de ser cómplices de Saddam Hussein y argumentará que antes de la guerra el régimen de Bagdad compró, clandestinamente, toneladas de maquillaje rojo para fabricar víctimas falsas y presentar ante los medios bajas civiles artificiales.