En
resumen: vivimos en un planeta parcial y decisivamente gobernado por asesinos.
Los matones fuertes atropellan a los matones débiles y unos y otros, a coro,
imploran o exigen a la gente que tome partido por sus respectivas causas: si no
estás incondicionalmente del lado de mi propia barbarie estás con la barbarie
de los terroristas, dice el gobierno de Estados Unidos; si no guardas silencio
ante mis pequeños crímenes de Estado es que te has dejado sobornar o seducir
por Washington, dice a su vez el pregón del bando pro cubano; si te manifiestas
en contra de mis operaciones de tierra palestina arrasada es que te has vuelto
antisemita, acusa Sharon; si condenas los atentados dinamiteros contra civiles
israelíes, ello indica que te vendiste a los sionistas, rematan Hezbollah y
compañía.
En el
río revuelto de estas semanas, los beneficiarios son los asesinos de peso
mediano --los regímenes ruso y chino, por ejemplo-- que hasta se dan el lujo de
presentarse ante el mundo como campeones del respeto a la soberanía y
defensores de la paz, a condición de que el público logre cerrar los ojos ante
Chechenia y el Tíbet.
Sería
difícil cuestionar, ciertamente, la hegemonía estadunidense en este mercado
concurrente de criminales. En lo poco que va del siglo los iluminados de la
Casa Blanca han reducido a escombros a dos pobres países que no tenían más
culpa nacional que haber sido previamente sojuzgados por dos regímenes
tiránicos y tan delirantes como el de George W. Bush. El predominio de los
talibanes en territorio afgano acaso no merecía siquiera el apelativo de
régimen, pero eso no lo salvó de los misiles crucero.
Washington
no destruyó lo que quedaba de Afganistán, removiendo de paso a los integristas
coránicos que se habían hecho fuertes en Kandahar y Kabul, porque éstos
reprimieran salvajemente a las mujeres y a la población en general, porque
maltrataran los derechos y las libertades humanas o porque fueran depredadores
impresentables del patrimonio cultural universal. Año y medio más tarde los
misiles crucero y las bombas de racimo volvieron a cebarse contra una población
inerme, y las razones de esa infamia --lo supimos entonces y lo confirmamos
ahora-- nada tenían que ver con el afán de hacer justicia ante las atrocidades
históricas de Saddam Hussein o con un plan para suprimir las atrocidades
cotidianas de su gobierno. Bush ordenó el descuartizamiento de miles de
inocentes, la destrucción de las propiedades nacionales, el asesinato de
periodistas y el pillaje de bibliotecas y museos simplemente porque necesitaba
controlar el petróleo de Irak y otorgar contratos de reconstrucción a las
empresas de sus amigos. Y si el presidente estadunidense logra organizar nuevas
guerras, sus escenarios morales serán muy semejantes a los que diseñó para lo
que lleva perpetrado hasta ahora.
La
furia destructora de vidas y objetos es una enfermedad contagiosa entre los
poderosos grandes y los poderosos pequeños. La obra del gobierno estadunidense
en Medio Oriente da margen a los rusos para perpetrar otra campaña de represión
brutal en Chechenia, si llega a ofrecerse, o para que los gobernantes chinos
vuelvan a regar con sangre de opositores algunas plazas públicas. Los actuales
dueños de Corea del Norte no dudaron en amenazar al mundo con detonar unas
pocas bombas atómicas impulsadas, a falta de misiles de largo alcance, por la Idea
Zuche. La circunstancia dio a Fidel Castro oportunidad para matar a tres
secuestradores e introducir así un poco de adrenalina en su viejo organismo de
guerrero reblandecido por cuatro décadas en el asiento de un Mercedes Benz. Y
puedo imaginarme, tal vez en forma injustificada, que la más reciente guerra
contra Irak ha generado cargas adicionales de trabajo en las celdas de tortura
de Irán, Siria, Israel y Turquía. Los poderes enemigos, grandes medianos y pequeños,
se necesitan los unos a los otros y tienden entre ellos lazos de complicidad
acaso involuntaria, pero sumamente eficaz a la hora de justificar sus horrores.
En
resumen: el mundo se ha vuelto un sitio más orwelliano que nunca, en el cual
las rivalidades geopolíticas no tienen más motor que la conservación o la
expansión del poder propio, a expensas del enemigo, y en el que los regímenes
rivales se necesitan mutuamente para justificarse ante sus respectivas
sociedades. Estas seguirán forzadas a reconocer a esos poderes establecidos,
propios y ajenos, por incómodos que resulten la convivencia y el diálogo con
criminales. La imprescindible movilización por causas humanitarias obligará a
apurar el cáliz y a seguir redactando cartas respetuosamente dirigidas al
Excelentísimo Señor Asesino. Pero en las confrontaciones internacionales
sucesivas no será fácil tomar partido, como no sea por los deudos de los
asesinados en combate, los asesinados por accidente, los asesinados en juicios
sumarios y los asesinados a secas.