Hace
unos días, en estas sufridas y nobles páginas, Ángel Guerra Cabrera nos explicó
(Contrarrevolución, 17 de abril de 2003) que las largas penas de cárcel
recientemente distribuidas a siete decenas de “una red subversiva” y el
fusilamiento de tres de los secuestradores de un ferry son medidas de defensa
del régimen de Fidel Castro ante la contrarrevolución, y fundamentó la
pertinencia de esos actos en la persistencia de la lucha de clases en el marco
de la construcción del socialismo. Me atrevo a resumir: los sentenciados no
eran inocentes, sino culpables, y la actual circunstancia histórica cubana
justifica la vigencia de la pena de muerte. Desconocer tales hechos y repudiar
la pena capital sin tomar en cuenta su entorno --como habría hecho José
Saramago-- son muestras de candidez. Unos días más tarde, un grupo de intelectuales
cubanos instó a los “críticos amigos” a no emitir textos que pudieran ser
utilizados para preparar “una agresión militar de Estados Unidos”. A lo que
puede verse, la petición es algo tardía porque los gobernantes de La Habana
están en proceso de reajuste de solidaridades internacionales y han decidido
sustituir la amistad de Saramago por la de El Mosh.
Allá
ellos. En lo personal, me preocupó el uso del adjetivo “cándido” porque tal palabra
es sinónima de sencillo, simple y poco advertido (Diccionario de la Real
Academia) y antónima de malicia, que denota, a su vez, “intención solapada
con que se dice o se hace algo, maldad, inclinación a lo malo y contrario a la
virtud, interpretación siniestra y maliciosa, cualidad por la que algo se hace
perjudicial y maligno” o bien, en sexto lugar, “penetración, sutileza,
sagacidad”.
Esa
inquietante tabla de equivalencias indica que la candidez está estrechamente
relacionada con la buena fe, y encuentro que ambas resultan necesarias en
cualquier ejercicio de diálogo y de tolerancia. Son indispensables, de entrada,
para polemizar con un defensor de la pena de muerte como lo es Guerra Cabrera.
Y es que este tema no admite las medias tintas --la mujer que se declara “un
poco” embarazada--, las excepciones ni las formulaciones al estilo de los que
repudian el racismo pero se reservan el derecho de discriminar a los chinos
sólo en las noches de luna llena.
Desde
otra perspectiva, y con toda la orgullosa candidez del mundo, celebro la
existencia de un espacio periodístico --estas páginas-- en el que la libertad
de expresión es tan ancha que le permite a Guerra Cabrera justificar la
aplicación de la pena de muerte, independientemente de que esa práctica sea
contraria a la ética de derechos humanos que anima, desde su fundación, a La
Jornada. No hay contradicción ni paradoja: la defensa de una garantía no
autoriza el atropello de otra, y por eso Guerra Cabrera puede detallar las
razones de Estado que hacen justificable, desde su perspectiva, que se
practiquen, en tres organismos humanos, las lesiones requeridas para
interrumpirles las funciones vitales, precipitar en sus tejidos procesos de
descomposición y sentar, de esa forma, un precedente para que ningún otro
canalla criminal se atreva a intentarlo y defender así el luminoso futuro
socialista de la patria, la soberanía, la independencia, etcétera.
Lamento
que nadie, en ningún periódico cubano, haya podido o querido expresar algo
sobre la suprema inutilidad política, patriótica e histórica de las heridas
mortales de arma de fuego realizadas, por orden del gobierno cubano, en los
cuerpos de Lorenzo Enrique Copello Castillo, Bárbaro Leodán Sevilla García y
Jorge Luis Martínez Isaac. Malvados, traidores, criminales infames o no, lo
indiscutible es que hasta el amanecer del viernes 11 los tres compartían la esperanzadora
cualidad de estar vivos y que, desde ese triste momento, los une el grave e
irreparable defecto de estar muertos. Ante ese hecho deplorable, me declaro
partidario de la radical candidez (tal vez contrarrevolucionaria y
pequeñoburguesa) que fundamenta el principio universal de la rehabilitación de
los delincuentes y el derecho penal humanista. En estos terrenos, la Cuba de
Castro ha adoptado --tropicalizándolos un poco-- los argumentos de la Texas de
George W. Bush, y eso, como uno es cándido, da mucha tristeza.
Admito
y reivindico que los cerca de 100 mil habitantes de esta ciudad que marchamos
hace dos semanas para pedir un alto a la agresión contra Irak necesitábamos una
buena dosis de candidez --sinceridad, sencillez, simpleza-- para pretender que
nuestra movilización sirviera de algo frente a la maquinaria bélica
estadunidense: 370 mil millones de dólares, la tecnología más avanzada del
planeta, los intereses corporativos más cuantiosos del mundo, mentes tan
criminales como las de Bush, Cheney y Rumsfeld y la aprobación política de más
de 200 millones de gringos, quienes, ya fuera por cándidos o por maliciosos,
respaldaron a su gobierno en esa guerra asesina. Y en esa misma lógica, habría
que echarle calculadora a los millones de horas-hombre de candidez que esta
ciudad, este país y este continente de cándidos han invertido en marchar,
escribir y movilizarse contra el embargo ilegal que padece Cuba y contra los
atentados a su autodeterminación y su soberanía; y una vez hecha la suma,
habría que enorgullecerse por esa tenaz defensa de principios generales,
independientemente de que los gobernantes cubanos, en lo particular, tengan las
manos manchadas de sangre.
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