Y
emprendimos la peregrinación al Zócalo. Las llevábamos, niñas, en brazos, y nos
aventuramos por el intenso tránsito sabatino y por las calles abiertas en
canal. Queríamos ir hasta allá para decir que estamos del lado de la vida y
para inculcarles desde pequeñas a Clara y a Sofía, a Mariana, a Alejandra y
Adriana, entre muchísimas otras, que el asesinato es una acción repudiable.
Los
organismos humanos, niñas, son sistemas complejos y precarios en transformación
permanente, en ebullición constante de sentimientos, emociones y pulsiones, en
procesos que pueden llevarlos a grados asombrosos de equilibrio y belleza o a
degradaciones lamentables. Los organismos humanos son asiento de personalidades
distintas e infinitas en variedad: las hay tímidas y exhibicionistas, las hay
piadosas e inmisericordes, las hay honestas y corruptas, las hay sutiles y las
hay brutales, y existen complicadas combinaciones de todos esos atributos y
defectos, y algunos más. Cada uno de los 5 mil y pico de millones de individuos
de la especie, en cada momento de su vida, es un milagro irrepetible y único,
independientemente de que sea vegetariano o carnívoro, religioso o ateo,
comerciante callejero o estadista, infante, adulto o viejo, americano, africano
o europeo, gay o buga o bi,
monárquico o republicano, neoliberal o globalifóbico, idealista o pragmático,
samaritano o criminal de guerra, egoísta o generoso, gentil o judío, blanco,
negro, amarillo o criatura mulata de ojos verdes y pelo de resortes.
En
cualquier circunstancia, la destrucción consciente y voluntaria de una persona
por el procedimiento que sea --quijada de burro, espada, flecha, bala, misil inteligente,
hambre, inyección letal, guillotina, silla eléctrica, hoguera, gas mostaza,
lapidación, garrote vil, ahogamiento-- es una estupidez inconmensurable, un
atentado contra la propia especie, una negación de sus logros y una patada a su
futuro. Esta certeza es más simple, esencial y trascendente que un mandamiento
cristiano, que una actitud “políticamente correcta”, que una ideología
humanista y que los formalismos de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos.
Es que
si preservamos una vida, niñas, así sea la del peor criminal del mundo,
caminamos hacia la civilización, mientras que cada vez que se mata a alguien,
así sea el peor criminal del mundo, nos deslizamos a la barbarie, por más que
un demagogo cualquiera --hablo, sí, de Bush, de Blair, de Castro, de Saddam, de
Sharon, de los neomandarines chinos, de todos esos que por interés o por
delirio se hacen viejos ordenando, proponiendo y administrando muertes ajenas--
nos jure que el camino de las bajas colaterales, los martirologios y
las ejecuciones desemboca en la democracia, la libertad, el socialismo, la
seguridad pública o nacional, la soberanía, el paraíso, el orden, la
prosperidad o el reino de Dios. Embustes: si seguimos convirtiendo humanos
vivos en cadáveres humanos, desembocaremos en una manada de micos aullantes,
armados de garrotes que se exterminan unos a otros mientras los loros --únicos
herederos de lo que quede del lenguaje hablado-- repiten palabras como
“patria”, “legítima defensa”, “heroísmo”, “dignidad”, “justicia”, “historia” y
otros términos que, pronunciados ante el cadáver de una baja colateral,
de un muerto en combate o de un ajusticiado, constituyen una obscenidad, una
falta de respeto y un insulto a la inteligencia, al sentido común y a la ética.
Con
todos los asesinatos de Estado cometidos por George W. Bush en las cárceles de
Texas cuando gobernó ese estado, debimos imaginarnos de lo que sería capaz una
vez que alcanzara la presidencia de Estados Unidos. Debimos llenar el Zócalo y
todas las plazas del mundo muchos años antes, cada vez que el gobernador daba
su visto bueno a una ejecución en Huntsville, cada ocasión en que la aguja era
introducida en la vena de un sentenciado para liberar tres distintas clases de
veneno en su torrente sanguíneo. Pero fue demasiado tarde, y ahora tenemos que
tragarnos todos esos cadáveres de niños iraquíes descuartizados por las bombas,
las mujeres mutiladas, los hombres pudriéndose en las aceras bajo la mirada
vigilante de los marines, los museos saqueados y los hospitales sin agua
ni electricidad ni vendas. Pero no pudimos ahorrarles ese espectáculo, niñas, y
tal vez fue culpa nuestra: acaso debimos gritar que sentíamos náusea cuando el
gobernador asesinaba a criminales a un ritmo de 10 o 12 por año y templaba su
condición de asesino para después destripar iraquíes a un ritmo de 10 o 12 por
hora.
Les
pedimos perdón por eso. Les pedimos perdón, además, por la caminata --agotadora,
aunque fueran en brazos o de caballito--, por el polvo de las calles en
reparación, por el aburrimiento de los discursos, por la sed, por las gotas de
lluvia y por haberlas sacado, esa tarde sabatina, de su mundo de gatos que
dialogan, estrellas que se dejan tocar y ojos que tienen boca y bocas que
tienen patas. Fue nuestra forma --tal vez mínima, insuficiente, cobarde y
cómoda-- de pedirles que no escuchen nunca a todos esos que hablan de la muerte
con frecuencia y placer, y que se pongan siempre del lado de la vida.
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