Cientos
de misiles disparados contra Bagdad se acumularon en el cielo a lo largo de 20
días y permanecieron suspendidos en el aire, con su tonelaje sostenido por la
fuerza de la misericordia. Esos aparatos son tan inteligentes que pueden
imaginarse el daño que habrían de provocar si aterrizaban, y tomaron la
decisión sabia y difícil de aguantar el mayor tiempo posible al lado de las
nubes y retardar el sufrimiento de los minúsculos civiles que se veían allá
abajo, circulando como hormigas, agradecidos por la continuidad de su
existencia y satisfechos por la permanencia de sus espacios cotidianos. Los
cielos de la ciudad milenaria fueron oscureciéndose a medida que se saturaban
de proyectiles amistosos que revoloteaban sus aletas para mantenerse casi
inmóviles y evitar la caída. Los niños de Bagdad se acostumbraron a las
presencias flotantes, las individualizaron y les pusieron nombre.
Los
generales y almirantes de las tropas angloestadunidenses, reunidos en sus
búnkers de Kuwait y Qatar, analizaron con gravedad la situación y estudiaron
detenidamente sus opciones. Podían desconectar a control remoto la incómoda
conciencia de sus armas y forzarlas de ese modo a caer sobre cuarteles,
tiendas, duchas, oficinas, centros de prensa, habitaciones, salas de tortura y
floreros de mesas de centro, y destruir la capital de Irak con todo y sus
habitantes civiles y militares. Pero los generales y almirantes de Estados
Unidos y Gran Bretaña eran personas civilizadas y sensibles y les horrorizaba
la idea de ganar la guerra al precio de explosiones que reventarían los pies de
los niños, harían saltar los globos oculares a secretarias y ministros,
arrancarían las cabezas de los hombros de los milicianos y perforarían las
placentas de las mujeres embarazadas. Así pues, los estrategas de la
civilización decidieron otorgar su respaldo a la decisión de sus proyectiles de
no caer sobre Bagdad, se resignaron a la idea de estirar un poco la tolerancia
para dejar que Saddam Hussein fuera derrocado por los propios iraquíes o que
falleciera a causa de un tumor maligno.
Los
altos mandos militares de la democracia percibieron que tal decisión tenía la
ventaja adicional de evitar la muerte del inglés David Jeffrey Clarke, del hispano Rubén
Estrella Soto, del afroamericano Brandon
Sloan y del colombiano-estadunidense Diego Fernando Rincón, entre muchos otros
chavitos de 18 o 19 años que el Pentágono ha desplegado en Irak y que, con casi
toda la vida por delante, no deberían morirse.
Los
misiles crucero, las bombas de racimo y los proyectiles guiados por láser se
han dado abrazos de despedida en el cielo de Bagdad y se han dispersado. Esas
armas son tan inteligentes que cada una de ellas ha sido capaz de escoger un
terreno baldío, un rincón de desierto o un valle despoblado para ir a estallar
sin causar daño. Ahora, las embarazadas de Bagdad se disponen a dar a luz en
una ciudad aún gobernada por un dictador, pero tranquila, entera y apacible,
dentro de lo que cabe; en hospitales aún afectados por el embargo pero munidos
de lo indispensable para atender partos, extirpar amígdalas, extraer apéndices
y suturar lesiones laborales. Es cierto que muchos de los hogares de la ciudad
requieren de una, dos y hasta tres manos de pintura, pero sus estructuras
fundamentales están enteras y podrán resistir durante muchos años. El aire se
ha limpiado con el calor del verano. Los soldados y milicianos de las fuerzas
del régimen están ocupadísimos en lustrarse las botas y los niños siguen
jugando y corriendo con sus miembros completos, con su par de ojos cada uno,
con la piel del torso libre de quemaduras y ajena a las esquirlas de metralla,
con una vida difícil por delante, pero con vida a fin de cuentas.
Y los
soldados que habrían tenido que pelear y morir en los desiertos y ciudades
iraquíes marchan rumbo a sus hogares. Clarke vive en Littleworth, Inglaterra;
Estrella Soto reside en El Paso, Texas; Sloan es de Bedford, Ohio, y Rincón
tiene su casa en Conyers, Georgia. Gracias a las decisiones sabias y piadosas
de Bush, de Rumsfeld, de Franks y de Blair, ninguno de ellos figura en una
lista de bajas y sus nombres no serán inscritos con letras doradas en una lista
de caídos en combate, pero, a cambio de perderse semejante honor, podrán
graduarse en una universidad cualquiera, tener hijos, adquirir una casa, enfermar
de la próstata y morirse de viejos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario