El viernes 14 de marzo, seis días antes del inicio de esta
guerra que ya parece durar siglos aunque apenas lleve dos semanas, el teniente
coronel Florencio José Crespi, jefe del contingente argentino de Unikom --la
misión de observación de la ONU en la frontera entre Irak y Kuwait--, se sentía
autorizado para formular predicciones sobre el curso del conflicto entonces
inminente: acababa de visitar el sur del territorio iraquí y había presenciado
los preparativos y posiciones de las fuerzas de Saddam Hussein; además conocía,
o creía conocer, las armas, los equipos y la capacidad operativa de las fuerzas
angloestadunidenses. Interrogado por Hernando Álvarez, enviado de la BBC a Kuwait,
Crespi declaró que Irak “no está en condiciones de poder detener el ataque americano
(sic)”. “¿Ni siquiera por unas cuantas horas?”, insistió su entrevistador. “No
--porfió Crespi--. Yo creo que la guerra va a ser mucho más rápida de lo que
todo el mundo cree. Es más, me arriesgaría a decir que en dos días la guerra
está terminada.”
Y aquí estamos, hoy, martes primero de abril, a punto de
cumplir dos semanas de contienda. Los civiles iraquíes que tienen suerte están
aterrorizados por el espectáculo sensorial y multimedia de fin del mundo que
les ha obsequiado la patología del grupo gobernante estadunidense; los que no
la tienen se retuercen de dolor en camas de hospital, con las vísceras de
fuera, o bien se descomponen en sus tumbas; decenas de soldados invasores
vuelan de regreso a su país metidos en bolsas de plástico negro, y los que se
quedan en el teatro de operaciones empiezan a conocer el desconcierto y las
dificultades súbitas de la guerra verdadera, no la que les enseñaron en
simuladores.
En estos momentos, Florencio José Crespi tendría que estar
con la cabeza metida en el inodoro, tratando de olvidar su pequeña aportación
mediática (tal vez involuntaria, y acaso más fundada en la arrogancia que en la
maldad) al arranque de un conflicto que podría prolongarse varias semanas más,
o de aquí al verano, o hasta quién sabe cuándo, según las más recientes
estimaciones del Pentágono.
En términos estrictamente militares, Estados Unidos e
Inglaterra tienen recursos enormes y suficientes para ganar la guerra. Sólo la
ineptitud de Donald Rumsfeld --quien, a lo que puede verse, se hizo cálculos
semejantes a los del militar argentino citado-- iguala, en inmensidad, los
medios bélicos de los invasores, y las cartas de renuncia parecen menos
improbables, en las semanas próximas, que las órdenes de retiro de las tropas
agresoras. Posiblemente los informes que detallan las victorias militares sobre
las unidades de la Guardia Republicana sean tan ciertos como el estancamiento
experimentado por la vanguardia que avanzaba hacia la capital de Irak, como la
encarnizada resistencia de los combatientes irregulares y como el acto aislado
de fraternidad en el que unos civiles iraquíes ofrecieron huevos duros (no
envenenados, al parecer) a unos marines hambrientos
que se quedaron varados a mitad del camino entre Kuwait y Bagdad. Lo que no
tiene margen posible de duda es que centenares de civiles han sido despedazados
por las bombas inglesas y estadunidenses que suelen ser llamadas inteligentes,
por más que su coeficiente intelectual haya resultado semejante al de Crespi.
Pero en términos políticos, y en lo que va de la pesadilla,
Estados Unidos está perdiendo la guerra. Es horrible que esa derrota se geste a
fuerza de niños desmembrados exhibidos por todo el mundo. En cualquier momento,
George W. Bush saldrá a acusar a los periodistas de ser cómplices de Saddam Hussein
y argumentará que antes de la guerra el régimen de Bagdad compró,
clandestinamente, toneladas de maquillaje rojo para fabricar víctimas falsas y
presentar ante los medios bajas civiles artificiales.
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