26.8.03

Gobernator


El domingo 17 de agosto el actor Arnold Schwarzenegger entregó a las autoridades electorales de California un cheque por 3 mil 500 dólares y un listado con 65 firmas de adhesión. Con ese sencillo trámite el musculoso actor de 56 años, nacido en Austria y vástago avergonzado de un oficial de las SA hitlerianas, formalizó su candidatura al puesto de gobernador de California, entidad que por sí misma podría ser un país pujante, industrializado y nuclear, colindante con México y tan prepotente, en su mirada hacia el sur, como el conjunto de la Unión Americana.

En un entorno de dispersión de las intenciones del sufragio, debido a la sobreoferta de aspirantes a gobernador --casi 200 registrados--, el republicano Schwarzenegger encabezaba en días pasados las preferencias de voto, con 23 por ciento, seguido por el demócrata Cruz Bustamante, con 19. Si lograra revertir la tendencia desfavorable y resultara electo, el segundo se convertiría en el primer mandatario estatal de origen mexicano desde 1875, cuando Romualdo Pacheco gobernó el estado. Sería ése un escenario alentador para los migrantes de todas las procedencias --incluidos, claro, anglosajones y austriacos-- que pueblan California. En cambio, si Schwarzenegger consigue imponerse, la perspectiva sería esperanzadora para los partidarios absolutos de la inteligencia cinematográfica.

No está de más recordar que Arnold es un actor tan tieso, rígido, artificial y acartonado que resultó perfecto para interpretar papeles de robot, de organismo mecánico, de amasijo de hierro y silicio forrado de pellejo semihumano. Eso es un ejemplo de cómo transformar en virtud los defectos y las limitaciones. Schwarzenegger se ha convertido en un imitador irremplazable y proverbial de esa zona incierta, ficticia y complaciente en la que la materia inerte cobra vida, o en la que la vida desemboca, como resultado de la decadencia tecnológica, en una fusión con la materia inerte: Terminator. Nada mejor para expresar la carencia de pensamientos de un humano tras la cerebrotomía o el súbito ingreso de los circuitos al ámbito de la autoconciencia, o ambas cosas, que esos vivaces y siniestros ojitos de ratón incrustados en un rictus tenso y metálico que se llama Arnold Schwarzenegger, que garantiza 90 minutos de vértigo y violencia lineales, que convierte cualquier producción en un buen negocio y que es capaz de acabar con la creatividad de cualquier guionista. A fuerza de repetir su musculosa debilidad actoral, se ha transformado en una grave amenaza a la diversidad cinematográfica de este planeta, y acaso también a la de otros astros próximos.

Fuera de esos temas, el candidato republicano a la gubernatura de California hace bodrios irremediables, tanto en el cine como en la vida. Hay que acordarse de su personaje de macho embarazado, en el primero de esos ámbitos, o de su entusiasmo, en el segundo, para apoyar una iniciativa de ley que pretendía dejar sin servicios educativos y de salud a más de 3 millones de indocumentados: la Proposición 187, en buena hora declarada inconstitucional por los tribunales. “Una de las experiencias más tristes que me ha tocado presenciar en Estados Unidos es cómo los inmigrantes legales, como Arnold, critican y atacan a los que están indocumentados y les hacen la vida imposible”, escribió recientemente en La Opinión de Los Angeles Jorge Ramos, especialista en asuntos migratorios.

Ahora, aprovechando el referéndum de destitución del gobernador demócrata en funciones, Gray Davis, Terminator quiere hacerse Gobernator de California. Si lograra su propósito, habría que agregarle más violencia, abuso y discriminación a la vida de los trabajadores extranjeros en ese estado. Ante esa perspectiva, muchas personas piadosas, o al menos sensatas, preferirían que Arnold se mantuviera ocupado en la industria cinematográfica, aunque hubiera que soportar una docena de episodios adicionales de la historia del cyborg asesino.

19.8.03

La resistencia


El nacionalismo es una actitud perniciosa y estéril en casi todas las circunstancias. Propicia entre sus adeptos la creencia (falsa) de que su pedazo de planeta es lo más glorioso que hay en la galaxia, o bien fomenta posturas de corte masoquista y autoflagelante, semejante al amor en automático a las parentelas en primer grado: “pues será una porquería y tendrá todos los defectos del mundo, pero es mi país”. En los estados débiles el nacionalismo casi nunca ha servido para preservar la integridad territorial del objeto amado, su mercado interno o sus tradiciones. Las tropas enemigas, los productos foráneos y las influencias extranjeras penetran, por lo regular, por donde nadie se lo espera, en forma sorpresiva y tramposa, y una vez ocurrida la tragedia los nacionalistas se quedan rumiando la paradoja de amar a una patria que ha dejado de serlo y que se ha convertido en colonia. En las grandes potencias el nacionalismo, disfrazado de “seguridad nacional”, desempeña, por norma, la función, mucho más infame, de justificar toda suerte de tropelías, abusos y violencias contra países pequeños e indefensos o, en el mejor de los casos, la de fundamentar visiones mesiánicas ante el mundo presentadas, por lo general, en forma de “obligaciones” autoimpuestas: preservar la paz, contribuir al desarrollo, asegurar la vigencia de la legalidad, proteger los derechos humanos, educar y evangelizar al resto del mundo con los valores propios, desde la cristiandad hasta la democracia.

Pero, cuando la soldadesca extranjera rompe las tuberías de la calle al paso de sus blindados, se roba los objetos de los museos, prostituye a las muchachas y asesina a los jóvenes, despedaza las construcciones residenciales con bombas de demolición y concede o deniega a su criterio las autorizaciones de tránsito, el nacionalismo adquiere sentido o, mejor dicho, les da un sentido específico a las vidas de muchos. La obsesión justísima de echar al invasor contribuye a poner de lado las diferencias domésticas y a orientar la respiración de una sociedad en una dirección concreta: la destrucción del opresor.

En el Irak actual, dislocado y arrasado por la invasión angloestadunidense, la resistencia nacional ha cobrado legitimidad plena. El monto de la destrucción y del saqueo perpetrados por las tropas occidentales es de tal magnitud que muy pocos iraquíes repararán en el favor colateral que les hicieron los agresores al destruir el régimen --detestable, sí-- de Saddam Hussein. Merced a la invasión y el sometimiento, Irak ha dejado de ser la pesadilla cotidiana de la dictadura para convertirse en un sueño de liberación e independencia que pasa --porque no hay de otra-- por la destrucción física de esos organismos pecosos e ignorantes que se pasean por tierras iraquíes con chaleco blindado y que oscilan entre expresiones de cordialidad superficial y estados de pánico atolondrado y pueril en los que asesinan a familias enteras que iban pasando simplemente porque les parecieron sospechosas de intenciones terroristas.

Aunque el presidente Bush y sus colaboradores sean demasiado tontos para darse cuenta, el hecho es que su gobierno ha regalado a los ciudadanos de Irak la justificación universal de los pueblos ocupados para recurrir a la violencia. Esa razón suprema fundamentó los actos de George Washington, José María Morelos y De Gaulle. A esa razón suprema apelan, hoy, los irlandeses, los saharauis y los palestinos. Gracias a los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra, el nacionalismo --no el del discurso oficial, sino esa pasión fóbica y exasperada que recorre las tripas de la gente-- está vivo, actuante y armado en el Irak de estos días. Y así como los nacionalistas casi nunca logran defender con éxito a sus países de las invasiones extranjeras, ningún imperio puede derrotarlos en forma definitiva.

12.8.03

Videla y Astiz


La embajada francesa en Buenos Aires ocupa el Palacio de Ortiz Basualdo, en la céntrica avenida 9 de Julio. En el jardín de la sede diplomática, muy cerca de la entrada, hay una pequeña estela con 15 nombres, grabados en orden alfabético, bajo la siguiente leyenda: “En memoria de los ciudadanos franceses víctimas de la represión ilegal 1976-1983”. En sexto y séptimo lugares figuran Alice Domon y Léonie Duquet. De acuerdo con la información disponible, Alice y Léonie, dos monjas del Institut des Soeurs des Missions Etrangères Notre-Dame de la Motte, fueron detenidas el 8 y 10 de diciembre de 1977 por elementos del primer cuerpo del ejército argentino.

Veinte años antes, en un dispensario del oeste bonaerense, en Morón, ambas religiosas habían participado en el cuidado y la educación de Alejandro, un niño oligofrénico nacido el 7 de octubre de 1951 y muerto 20 años después a causa de un edema pulmonar en la colonia Montes de Oca, en un hospital para enfermos mentales abandonados y sin recursos económicos, pese a que entonces su padre, el general Jorge Rafael Videla, ocupaba ya una posición prominente en la jerarquía militar argentina, y su madre, Alicia Raquel Hartridge, empezaba a colarse entre las damas de la alta sociedad porteña.

Nadie sabe, hasta la fecha, dónde está enterrado el infeliz muchacho. Nadie conoce tampoco el sitio en el que se encuentran los restos de las monjas secuestradas por los subordinados del entonces dictador Videla. El 18 de diciembre de 1977 la oficina presidencial atribuyó la desaparición de las religiosas a un comando de Montoneros. Incluso difundió una foto en la que Alice y Léonie aparecían rodeadas de sus presuntos captores y con el emblema montonero a sus espaldas. Luego habría de saberse que las monjas estuvieron detenidas en la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), donde se fabricó la fotografía y el supuesto comunicado montonero. Según el terrible testimonio de Andrés Castillo, sobreviviente de la Esma, Léonie caminaba “con la clásica dificultad de quien ha recibido electricidad en los genitales”. Un subordinado de Videla narró, años después, que el entonces dictador se puso “muy nervioso” cuando fue informado de la detención de las monjas y que, refiriéndose a los autores de la captura, exclamó: “Además de animales, seguramente son muy ineptos”. Luego el general se fue a comer y hasta la fecha no ha vuelto a tratar el tema.

La razón por la que las religiosas fueron desaparecidas, torturadas y seguramente asesinadas fue la vinculación de Alice con el grupo de familiares de desaparecidos que luego sería conocido en el mundo como Madres de Plaza de Mayo. Al parecer el secuestro de Léonie fue un error de los militares, quienes la confundieron con otra monja promotora de los derechos humanos. Junto con ellas fueron secuestradas y también desaparecidas tres de las primeras integrantes de la organización: Azucena Villaflor, Esther de Careaga y María Eugenia Ponce de Bianco, así como otros siete familiares de desaparecidos que solían reunirse en la iglesia de la Santa Cruz: Raquel Bulit, Gabriel Horane, Remo Bernardo, José Julio Fondevilla, Horacio Elbert, Angela Aguad y Patricia Oviedo.

Unos meses antes se había unido al grupo un joven muy guapo que se presentó como Gustavo Niño y se ostentó como hermano de un desaparecido. Con esa historia se ganó la confianza de los activistas de derechos humanos y fue invitado a las reuniones de la Santa Cruz. La noche del jueves 8 de diciembre de 1977 hubo un encuentro ahí, con el fin de reunir las contribuciones para pagar un desplegado. Al terminar la reunión, cuando los montones de monedas y billetes de baja denominación quedaron en una bolsa en manos de Esther de Careaga, Gustavo Niño se despidió de cada uno de los participantes con un beso. Fue una forma de señalarlos para los agentes de la dictadura que se encontraban, de incógnito, entre los fieles. En los dos días siguientes, cada uno de los besados fue detenido por efectivos del primer cuerpo del ejército, cuyo comandante máximo era el general Jorge Rafael Videla. Ninguno de los secuestrados ha aparecido hasta la fecha. Los 12 debieron sentir indignación y terror cuando volvieron a toparse con Gustavo Niño, pero ya no en el papel de hermano de un desaparecido, sino de torturador, ya con su nombre verdadero --Alfredo Astiz--, su grado de capitán de fragata y su cargo de oficial de operaciones del Grupo de Tareas 33/2 de la Esma.

Astiz sabía disparar contra civiles amarrados y aterrorizados. Otro conocido episodio en su trayectoria fue la muerte de la adolescente sueca Dagmar Hagelin (17 años), a la que asesinó de un tiro en la nuca para luego abandonar el cadáver en la cajuela de un coche robado. Reconoció su habilidad cuando declaró públicamente (el 23 de enero de 1998) que se consideraba “el mejor preparado para matar políticos y periodistas”. Pero la guerra es otra cosa: 15 años antes, Astiz se mostró como un militar cobarde y pusilánime, cuando en uno de los primeros episodios de la guerra de las Malvinas entregó las islas Georgias a los ingleses sin disparar un solo tiro.

En 1990 la justicia francesa juzgó en ausencia al ex militar argentino por los asesinatos de Alice y Léonie, y lo condenó a cadena perpetua. También ha sido reclamado por tribunales de Italia y Suecia. Pero Astiz estaba protegido e impune en Argentina. Ahora un tribunal de Francia se ha unido al juez Baltasar Barzón y exige que se le entregue a Astiz para someterlo a juicio.

5.8.03

General


Fuera de Guatemala dio la impresión que el asesino había brincado a la escena pública desde algún pudridero remoto y oculto. Que había vuelto por sus fueros después de 20 años de permanecer escondido, a resguardo del asco mundial y de las reivindicaciones de justicia que florecen en las decenas de miles de ausencias definitivas que dejó el general José Efraín Ríos Montt, nacido en junio de 1926 y egresado, cómo no, de la academia militar estadunidense de Fort Gulick, en tiempos en que los gringos todavía consideraban útil retener el control directo en la zona del canal de Panamá. Tras una década en la que los países centroamericanos y sus saldos sangrientos desaparecieron de los noticieros y los titulares internacionales, parecía que la región pasaba por una etapa de normalidad democrática ejemplar, tropical y aburrida.

Pero en Guatemala las cosas no son así. La clase política local, hoy día más corrupta que oligárquica, ha pretendido construir una “institucionalidad democrática” sobre la montaña de cadáveres que dejaron las dictaduras militares del pasado reciente, y de las que Ríos Montt es representante principalísimo. Como resultado lógico, desde 1994 el general asesino controla el Congreso y, desde 1999, la Presidencia de la República, por medio de Alfonso Portillo, una mascota tan bien entrenada que hasta sabe aparentar que se pelea con su amo. La fachada formal es endeble: Portillo llegó al poder con 60 por ciento de los votos, sí, pero en una elección en la que la suma de la abstención (60 por ciento) y los votos nulos y en blanco fue de casi 70 por ciento; el actual gobierno se sostiene, en suma, por el mandato de 18 por ciento del electorado. En ese contexto, y en ausencia de condiciones para chamuscar cuerpos humanos, su deporte favorito, el viejo genocida se ha divertido, mientras esperaba su oportunidad, realizando negocios y cometiendo diversas trapacerías legislativas. Como las instituciones judiciales se negaban a levantar la veda constitucional para los militares golpistas ansiosos de ejercer la Presidencia, Ríos Montt ordenó a sus huestes que salieran armadas a las calles para provocar pánico y doblegar a los magistrados. En el ínterin ordenó a su presidentito que se echara una siesta y dejara tranquilas a las hordas, e instruyó a su cancillercito, Edgar Gutiérrez, para que publicara en estas páginas un sesudo artículo en el que juraba que ni él ni Portillo tenían nada que ver con la asonada lumpengolpista y que cómo era posible y que Ave María Purísima y que qué barbaridad.

El general asesino no está de vuelta. Ocurre que, como el dinosaurio de Monterroso, siempre estuvo allí mientras duró el sueño de las buenas conciencias. Todos estos años, desde que hace 20 (el 8 de agosto de 1983) fue desalojado del poder, ha estado presente, actuante, orinándose en las fosas comunes en las que enterró a sus víctimas, armando comités de su partido en los alrededores de las 448 aldeas indígenas que borró del mapa con todo y sus habitantes, refocilándose en el recuerdo de la carne quemada y perforada de niños y mujeres, repitiendo las estupideces pentecostales que le metieron en la cabeza en una secta de Eureka, California --Gospel Outreach--, convencido de que Guatemala se apellida Ríos Montt y empeñado, como dice Rigoberta Menchú, en “ganar la inmortalidad a través del horror”. Ahora ha conseguido ser inscrito como candidato presidencial y ya se encuentra en campaña.

Corresponde a los guatemaltecos darle la razón y rebautizar a su país “Guatemala de Ríos Montt” o sacudirse de encima, de una vez por todas, al viejo e impúdico genocida aferrado a gobernar el país que arrasó hace dos décadas. En ese entonces, Manuel José Arce, desde el exilio, lo describió en un poema que dio la vuelta al mundo y que sigue difundiéndose, hoy, en Internet: “Usted merece bien ser General,/ llena los requisitos, General:/ Ha bombardeado aldeas miserables,/ ha torturado niños,/ ha cortado los pechos de las madres/ rebosantes de leche,/ ha arrancado testículos y lenguas,/ uñas y labios y ojos y alaridos./ Ha robado, ha mentido, ha saqueado,/ ha vivido / así, de esta manera, General./ General / -no importa cuál-:/ para ser General/ como usted, General,/ hay una condición fundamental:/ ser un hijo de puta, General.”