El
domingo 17 de agosto el actor Arnold Schwarzenegger entregó a las autoridades
electorales de California un cheque por 3 mil 500 dólares y un listado con 65
firmas de adhesión. Con ese sencillo trámite el musculoso actor de 56 años,
nacido en Austria y vástago avergonzado de un oficial de las SA hitlerianas,
formalizó su candidatura al puesto de gobernador de California, entidad que por
sí misma podría ser un país pujante, industrializado y nuclear, colindante con
México y tan prepotente, en su mirada hacia el sur, como el conjunto de la Unión
Americana.
En un
entorno de dispersión de las intenciones del sufragio, debido a la sobreoferta
de aspirantes a gobernador --casi 200 registrados--, el republicano
Schwarzenegger encabezaba en días pasados las preferencias de voto, con 23 por
ciento, seguido por el demócrata Cruz Bustamante, con 19. Si lograra revertir
la tendencia desfavorable y resultara electo, el segundo se convertiría en el
primer mandatario estatal de origen mexicano desde 1875, cuando Romualdo
Pacheco gobernó el estado. Sería ése un escenario alentador para los migrantes
de todas las procedencias --incluidos, claro, anglosajones y austriacos-- que
pueblan California. En cambio, si Schwarzenegger consigue imponerse, la
perspectiva sería esperanzadora para los partidarios absolutos de la
inteligencia cinematográfica.
No está
de más recordar que Arnold es un actor tan tieso, rígido, artificial y
acartonado que resultó perfecto para interpretar papeles de robot, de organismo
mecánico, de amasijo de hierro y silicio forrado de pellejo semihumano. Eso es
un ejemplo de cómo transformar en virtud los defectos y las limitaciones.
Schwarzenegger se ha convertido en un imitador irremplazable y proverbial de
esa zona incierta, ficticia y complaciente en la que la materia inerte cobra
vida, o en la que la vida desemboca, como resultado de la decadencia
tecnológica, en una fusión con la materia inerte: Terminator. Nada
mejor para expresar la carencia de pensamientos de un humano tras la
cerebrotomía o el súbito ingreso de los circuitos al ámbito de la
autoconciencia, o ambas cosas, que esos vivaces y siniestros ojitos de ratón
incrustados en un rictus tenso y metálico que se llama Arnold Schwarzenegger,
que garantiza 90 minutos de vértigo y violencia lineales, que convierte
cualquier producción en un buen negocio y que es capaz de acabar con la
creatividad de cualquier guionista. A fuerza de repetir su musculosa debilidad
actoral, se ha transformado en una grave amenaza a la diversidad
cinematográfica de este planeta, y acaso también a la de otros astros próximos.
Fuera de
esos temas, el candidato republicano a la gubernatura de California hace
bodrios irremediables, tanto en el cine como en la vida. Hay que acordarse de
su personaje de macho embarazado, en el primero de esos ámbitos, o de su
entusiasmo, en el segundo, para apoyar una iniciativa de ley que pretendía
dejar sin servicios educativos y de salud a más de 3 millones de
indocumentados: la Proposición 187, en buena hora declarada inconstitucional
por los tribunales. “Una de las experiencias más tristes que me ha tocado presenciar
en Estados Unidos es cómo los inmigrantes legales, como Arnold, critican y
atacan a los que están indocumentados y les hacen la vida imposible”, escribió
recientemente en La
Opinión de
Los Angeles Jorge Ramos, especialista en asuntos migratorios.
Ahora,
aprovechando el referéndum de destitución del gobernador demócrata en
funciones, Gray Davis, Terminator quiere hacerse Gobernator de
California. Si lograra su propósito, habría que agregarle más violencia, abuso
y discriminación a la vida de los trabajadores extranjeros en ese estado. Ante
esa perspectiva, muchas personas piadosas, o al menos sensatas, preferirían que
Arnold se mantuviera ocupado en la industria cinematográfica, aunque hubiera
que soportar una docena de episodios adicionales de la historia del cyborg asesino.
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