El
nacionalismo es una actitud perniciosa y estéril en casi todas las
circunstancias. Propicia entre sus adeptos la creencia (falsa) de que su pedazo
de planeta es lo más glorioso que hay en la galaxia, o bien fomenta posturas de
corte masoquista y autoflagelante, semejante al amor en automático a las
parentelas en primer grado: “pues será una porquería y tendrá todos los
defectos del mundo, pero es mi país”. En los estados débiles
el nacionalismo casi nunca ha servido para preservar la integridad territorial
del objeto amado, su mercado interno o sus tradiciones. Las tropas enemigas,
los productos foráneos y las influencias extranjeras penetran, por lo regular,
por donde nadie se lo espera, en forma sorpresiva y tramposa, y una vez
ocurrida la tragedia los nacionalistas se quedan rumiando la paradoja de amar a
una patria que ha dejado de serlo y que se ha convertido en colonia. En las
grandes potencias el nacionalismo, disfrazado de “seguridad nacional”,
desempeña, por norma, la función, mucho más infame, de justificar toda suerte
de tropelías, abusos y violencias contra países pequeños e indefensos o, en el
mejor de los casos, la de fundamentar visiones mesiánicas ante el mundo
presentadas, por lo general, en forma de “obligaciones” autoimpuestas:
preservar la paz, contribuir al desarrollo, asegurar la vigencia de la
legalidad, proteger los derechos humanos, educar y evangelizar al resto del
mundo con los valores propios, desde la cristiandad hasta la democracia.
Pero,
cuando la soldadesca extranjera rompe las tuberías de la calle al paso de sus
blindados, se roba los objetos de los museos, prostituye a las muchachas y
asesina a los jóvenes, despedaza las construcciones residenciales con bombas de
demolición y concede o deniega a su criterio las autorizaciones de tránsito, el
nacionalismo adquiere sentido o, mejor dicho, les da un sentido específico a
las vidas de muchos. La obsesión justísima de echar al invasor contribuye a
poner de lado las diferencias domésticas y a orientar la respiración de una
sociedad en una dirección concreta: la destrucción del opresor.
En el
Irak actual, dislocado y arrasado por la invasión angloestadunidense, la
resistencia nacional ha cobrado legitimidad plena. El monto de la destrucción y
del saqueo perpetrados por las tropas occidentales es de tal magnitud que muy
pocos iraquíes repararán en el favor colateral que les hicieron los agresores
al destruir el régimen --detestable, sí-- de Saddam Hussein. Merced a la
invasión y el sometimiento, Irak ha dejado de ser la pesadilla cotidiana de la
dictadura para convertirse en un sueño de liberación e independencia que pasa --porque
no hay de otra-- por la destrucción física de esos organismos pecosos e
ignorantes que se pasean por tierras iraquíes con chaleco blindado y que
oscilan entre expresiones de cordialidad superficial y estados de pánico
atolondrado y pueril en los que asesinan a familias enteras que iban pasando
simplemente porque les parecieron sospechosas de intenciones terroristas.
Aunque
el presidente Bush y sus colaboradores sean demasiado tontos para darse cuenta,
el hecho es que su gobierno ha regalado a los ciudadanos de Irak la
justificación universal de los pueblos ocupados para recurrir a la violencia.
Esa razón suprema fundamentó los actos de George Washington, José María Morelos
y De Gaulle. A esa razón suprema apelan, hoy, los irlandeses, los saharauis y
los palestinos. Gracias a los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra, el
nacionalismo --no el del discurso oficial, sino esa pasión fóbica y exasperada
que recorre las tripas de la gente-- está vivo, actuante y armado en el Irak de
estos días. Y así como los nacionalistas casi nunca logran defender con éxito a
sus países de las invasiones extranjeras, ningún imperio puede derrotarlos en
forma definitiva.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario