Observo una foto de prensa. Quienes tenemos niños en casa
estamos entrenados para reconocer la silueta de BJ, personaje de los
espectáculos del dinosaurio Barney. Al parecer, BJ es una recreación pediátrica
del tricerátops. Al igual que sus modelos jurásicos, BJ tiene un convincente
hocico en forma de pico de ave, un pequeño cuerno y una cresta en la parte
posterior del cráneo, pero la piel de su cuerpo es de un amarillo yema de huevo
completamente inverosímil, su vientre es verde y ostenta, a cada lado de la
cara, tres pecas rojas colocadas en posición simétrica. De seguro BJ es una
imagen registrada y protegida por derechos de propiedad intelectual, pero ello
no ha sido obstáculo para que el propietario de un jardín de niños de Puerto
Príncipe se haya animado a pintarla en la fachada de su establecimiento, al
lado de un portón de hierro en cuyos batientes fueron dibujados Rico McPato y
Mickey Mouse. Las tres representaciones dejan mucho que desear respecto a sus
modelos. De hecho, esta BJ es a la figura original lo que la original a un
tricerátops. Pero la mente humana es capaz de suplir en automático los defectos
o las evoluciones de la representación, y eso es maravilloso. Por ejemplo,
frente a la puerta de ese kínder haitiano, bajo los pies mal trazados de Rico
McPato, aparece un hombre acostado boca arriba. El escorzo de la fotografía
permite ver las plantas de sus pies, pero no el rostro, porque lo oculta la
comba del tórax. La flacidez de los brazos yacentes y la mancha pardusca que se
extiende por el asfalto desde su muslo derecho son datos suficientes para
entender que el individuo está muerto y que la causa de su muerte fue una
herida, de bala o de arma blanca. No hay forma de confundir un cadáver con
alguien que medita, o con uno que se acuesta a ver las nubes, o con un borracho
que duerme la siesta. En los muertos hay una pérdida característica y radical
del pudor y de todo interés por el entorno. A ese humano sin nombre que yace
sobre el asfalto cuarteado le importan un pepino BJ, Rico McPato, Mickey, los
alumnos de la escuela, el destino de Jean Bertrand Aristide, el golpe de suerte
de Boniface Alexandre, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas o las nubes
que, pese a todo, continúan su lento desfile sobre las cabezas de los
habitantes y de los muertos de Puerto Príncipe.
Desde el margen derecho de la gráfica emerge un hombre
maduro y espigado que voltea a ver al fallecido sin dejar de caminar. Con los
dedos de las manos sostiene un racimo de botellas de Coca-Cola, y entre el
antebrazo izquierdo y las costillas lleva, apretada, una botella más. Casi
puede sentirse el frío doloroso que el recipiente le provoca en la piel. Bajo
el pantalón bombacho se adivina la tensión de sus piernas. ¿Quiere apartarse de
allí antes de que una bala perdida lo ponga a hacerle compañía al cadáver de la
banqueta? ¿Desea llegar a su televisor pronto para no perderse la ceremonia de
entrega de los Oscar? ¿Tiene prisa por alcanzar su refrigerador antes de que el
calor de Puerto Príncipe caliente las botellas? La composición de la gráfica no
permite ver su gesto. Sólo el cadáver tendido y los personajes dibujados en la
entrada de la escuela podrían apreciar el rostro del viandante y platicarnos
las reacciones que observaran en él. Pero ni el muerto ni BJ ni Rico McPato ni
Mickey tienen ganas de mirar, y menos de hablar. Los que observamos la
fotografía debemos contentarnos con la mandíbula del señor de las Coca-Colas e
intuir en ella cierta distensión de piedad y simpatía. No mucha: es seguro que
el vivo y el muerto no eran parientes ni amigos ni conocidos. Se adivina que el
hombre no va a arrodillarse y llorar ante el caído. Seguirá su camino, llegará
a su casa, encenderá la tele (si tiene), depositará las botellas en
el refri (si
tiene) y les platicará a sus familiares su encuentro mortuorio, y en adelante
se esforzará por seguir vivo.
La foto es de Walter Astrada, de AP, está fechada el domingo
29 de febrero y fue tomada cerca del mediodía, a juzgar por la ausencia de
sombras. Si la escuela no estaba abandonada, las puertas debieron abrirse ayer,
lunes, para recibir a los pequeños. ¿Quién pintó de forma tan chambona esos
pretendidos símbolos de la felicidad de los niños en un portón oxidado de un
país en guerra eterna contra sí mismo? ¿Alguien, en medio del caos, se tomó la
molestia de retirar el cadáver antes de la entrada de los colegiales? ¿Fueron
los parientes del muerto a llorarlo en el sitio y a levantar los despojos?
¿Alguna autoridad municipal o nacional asumió la tarea? ¿Conocieron los
pequeños el olor de la muerte? ¿Tuvieron que brincar los brazos del caído para
llegar a sus salones de clase? ¿Y quién era ese hombre? Pertenecía a los grupos
rebeldes, a los simpatizantes de Aristide o era un simple habitante ajeno a la
confrontación que tuvo la mala suerte de caminar en medio de un combate? ¿Y qué
habría pensado si hubiera sabido que las plantas de sus pies aparecerían en
periódicos, sitios de Internet y noticiarios del mundo? ¿Y de qué sirven los
esfuerzos de la humanidad para inventar personajes de entretenimiento infantil
y bebidas gaseosas y gobiernos insostenibles y rebeliones armadas y cámaras
profesionales y agencias de prensa y países en los que un habitante se queda
tirado de un balazo a las puertas de un kínder, posando para un fotógrafo que
tal vez va a ganarse el Pulitzer con la composición, o para escribir este
sartal de preguntas necias?
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