No hay nada más triste que alcanzar posiciones de liderazgo
y poder político y avizorar, desde esas cimas, la propia intrascendencia. Creo
que es ese el caso de Ariel Sharon y Ahmed Yassin, dos asesinos decrépitos que
podrían intercambiar sus papeles sin que pasara nada: si ahora mismo el primero
estuviera convertido en un rescoldo de carnes humeantes en una plancha de
forense y el segundo diera brincos de felicidad por el crimen, las
consecuencias para israelíes y palestinos serían, básicamente, las mismas que
provocará el homicidio del jefe de Hamas en un operativo personalmente
supervisado por el primer ministro de Israel: la profundización de la violencia
entre ambos bandos y una nueva y degradante espiral de venganzas, que sólo
marginalmente tocarán a los responsables del conflicto y se cobrarán, en
cambio, la vida de millares de inocentes.
Así será. Cómo se echa de menos, en estas circunstancias, la
serenidad que caracteriza a muchos adultos mayores. Pero que los viejos
homicidas se destruyan entre ellos y anticipen un poco su desenlace natural no
me parece tan obsceno como la masacre de niños que realizan ambos bandos. Justo
antes de enterarme de la muerte atroz del jeque Yassin, reflexionaba sobre un
boletín que la embajada de Israel me envió el 18 de marzo, en el que se ofrece
un ejemplo de cómo “las organizaciones terroristas utilizan a los niños
palestinos para realizar atentados”. Según la nota, los efectivos militares
israelíes asignados al puesto de control de Huwwârah, al sur de Nablus, interceptaron,
transcribo literalmente, “a un menor de edad palestino de aproximadamente 12
años que pasó por el lugar como un cargador. (...) Fue interceptado cuando
estaba pasando unas mochilas que según los soldados se veían sospechosas. Dos
activistas de la infraestructura del terror se aprovecharon de la imagen
inocente del menor y lo enviaron sin su conocimiento con el objetivo de pasar
el cargamento por el puesto de control. Un experto en bombas que llegó al lugar
hizo detonar de forma controlada una de las mochilas dentro de la cual había
cables sospechosos”.
Los niños palestinos, pensé, corren demasiados riesgos:
cuando no son enviados al martirio por los terroristas, llegan los soldados
israelíes y los asesinan. Ejemplos: el 20 de marzo, las tropas de ocupación
abrieron fuego contra un campo de refugiados en Khan Younis, Gaza, y dieron
muerte a una niña de siete años; ese mismo día, en Nablus, mataron a un
muchacho de 17. Ayer dieron muerte a otro menor de 11 años en Gaza.
Tel Aviv suele responder a esos informes diciendo que: a) se
trata de “bajas colaterales”, es decir, de errores de apreciación o puntería;
b) que los terroristas se rodean de niños para evitar que los ocupantes los
cacen; c) que los niños arrojan piedras y éstas “también matan”, y d) que los
terroristas también asesinan niños israelíes. Las fuerzas armadas de Israel son
las mejor entrenadas del mundo, pero en tres años (del 29 de septiembre de 2000
al 29 de septiembre de 2003) sus “equivocaciones” en los territorios palestinos
provocaron la muerte de 433 menores. En cuanto al uso de escudos humanos,
parece más razonable suponer que los líderes de Hamas y demás grupos
terroristas viven, al igual que los gobernantes israelíes y cualquier otro
criminal de guerra de cualquier bando, rodeados de personas inocentes. El
tercero de los alegatos es risible: si las pedradas infantiles tuvieran un
poder mortífero equivalente al de un AR-15 --fusil de
asalto reglamentario de las fuerzas de ocupación-- la humanidad habría podido
ahorrarse unos 4 mil años de arduo desarrollo tecnológico. Pero el cuarto
argumento es contundente: los ataques terroristas contra civiles han dejado en
el Estado judío un saldo exasperante de niños muertos. No tengo el dato exacto
de cuántos menores hay entre los 956 israelíes asesinados por el terrorismo
desde septiembre de 2002, pero basta, para darse una idea, con consultar la
lista de las víctimas en http://www.israel-mfa.gov.il/mfa/go. asp?MFAH0ia50.
Allí se enumeran los muertos con sus respectivas edades.
En abril de 2002 comenté aquí los asesinatos de Salwa
Hassán, peligrosa terrorista de seis años que habitaba en Rafah, en la Gaza
ocupada, y de Danielle Shefi, siniestra ocupante judía, también de seis años,
en el asentamiento de Adora, Cisjordania, cerca de Hebrón. De entonces a la
fecha sus pequeños cuerpos se han ido fusionando en una tierra cuya disputa
sirve de argumento para los Sharon israelíes y los Yassin palestinos. Cada vez
que un menor del bando palestino cae muerto, los gobernantes de Tel Aviv ponen
cara de circunstancia para la prensa internacional pero sospecho que, en sus
adentros, gozan intensamente. Cada vez que un pequeño israelí es destrozado por
la bomba, los terroristas se regocijan sin reservas. Me pregunto qué tiene que
pasar para que el placer de los asesinos se convierta en vergüenza.
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