- Un crimen de hace dos mil años
- Sigue fiel el amor del cuchillo a la carne
Mañana va a recrearse el momento: por enésima vez ese pobre hombre va a ser escarnecido, golpeado, escupido por la muchedumbre y clavado en un palo. Durante los siglos siguientes, judíos y romanos se culparán mutuamente por la atrocidad. Qué importancia tiene: hayan sido los Anases y Caifases, los fariseos y saduceos, o bien los Pilatos y los Longinos, o ambos bandos de común acuerdo, la pena de muerte es injustificable, y más si, como es el caso, se aplica en sanción de delitos de pensamiento. Señores sabios del Sanedrín, están ustedes a punto de cometer una injusticia mayúscula y un error perdurable. Señor Procurador, hágale caso a su esposa y no se mezcle en el asunto. Reflexionen un poquito, respiren hondo y ahórrennos el desmadre que se viene. El mensaje del condenado ya encontrará una vía para trascender que no sea la del martirio, el sufrimiento para la salvación y el pecado de la especie como premisa. Luego dirán que Él murió para redimir nuestras culpas, por más que algunos rechacemos la primera persona del plural y reivindiquemos nuestra inocencia ante ese crimen. Y como aquí el plural suena un poquito cobarde, usaré el singular: no he cometido un delito que merezca expiación tan bárbara como una crucifixión y suficiente tengo con mis propias metidas de pata como para cargar, encima, con responsabilidades ajenas de hace dos mil años. Y ultimadamente, aquellos romanos ya no existen (a menos que uno se empeñe en confundirlos con sus homónimos contemporáneos, los habitantes de la capital de Italia) y los judíos actuales son tan responsables del sacrificio de Cristo como lo es Joaquín Sabina del asesinato de Cuauhtémoc.
En estos últimos dos milenios la humanidad ha evolucionado mucho en lo bueno y en lo malo, y los discípulos o distorsionadores del Nazareno han desempeñado una función importantísima en ambas cosas: el principio del amor al prójimo y las guerras contra los cátaros, el arte románico y los telepredicadores, el Centro Fray Francisco de Vitoria y el Santo Oficio. La práctica de la crucifixión ha sido ampliamente superada como instrumento de letal por la irrupción de nuevas y audaces tecnologías, no pocas de las cuales fueron inventadas y aplicadas en nombre del pobre Jesús. Millones han sido asesinados con métodos que pueden equipararse en crueldad (no diré que más crueles, porque las comparaciones en materia de sufrimiento humano son subjetivas y de muy mal gusto) a los maderos clavados en el Gólgota: comidos por los leones, despellejados, asados en parrillas, desmembrados por caballos, desnucados y asfixiados con el garrote vil, descoyuntados en el potro, empalados, electrocutados, fusilados, envenenados en cámaras de gas, intoxicados con inyecciones de sustancias letales. Buena parte de los martirizados eran inocentes y se dejaron conducir al matadero porque veían en él un paso amargo para una vida mejor. Muchos de ellos eran librepensadores que no tuvieron en su momento final ni siquiera el consuelo del Paraíso, como lo tienen los creyentes.
Si todo esto tuviera sentido, carajo, después de tanto dolor y sacrificio tendríamos que estar salvos y redimidos unas cuantas veces y habernos hecho merecedores a raciones triples de Felicidad Eterna. Pero me temo que no lo tiene y que la única razón visible de ese inveterado “amor del cuchillo a la carne” (Joaquín Pasos dixit) es el tributo que rendimos al reptil salvaje que llevamos metido en la zona interior del cráneo y cuya fría crueldad se potencia con los atributos superiores de la razón: a un lagarto le basta, para saciar su afán de territorialidad, con mutilar a mordiscos a su rival; nosotros, inteligentes que somos, pensamos en cosas más sofisticadas para neutralizar a nuestros enemigos, no sólo en su existencia física sino también en nuestro interior, en donde constituyen una amenaza y una inseguridad desesperante. Procedemos entonces a crucificarlos para ver cómo ratifican nuestro poderío mientras se mueren lentamente, o a echarles plomo fundido en las cuencas oculares para que quede constancia de nuestra inventiva, o a meterles en el organismo un millón de vatios para exhibir, en el dominio del cuerpo del rival, nuestro dominio de las fuerzas naturales.
Inocente o culpable, Padre de la Iglesia o genocida, lúcido o loco, héroe o villano, el sacrificado no merece serlo. Cuando Bush manda ahorcar a Saddam, los terribles crímenes del segundo dejan de tener importancia y el ex tirano se convierte en un pobre hombre al que van a romperle las vértebras cervicales. Por ellas pasan unos tubos importantísimos que deben ser preservados y cuidados porque son el canal de la vida. Una de dos: o la vida es un don de Dios y acabar con ella es pecado, o bien después de ella no hay nada, y ponerle fin antes de su término natural es una canallada. No hay entonces que ser católico ni cristiano ni judío ni musulmán, y ni siquiera religioso, para comprender que la destrucción de cualquier vida humana es una trágica estupidez, una derrota en nuestro desarrollo y una victoria para el lagarto primigenio.
3 comentarios:
Peddro Miguel:
Coincido con cada argumento, palabra y letra de tu artículo.
Recibe un cariñoso abrazo.
Un abrazo para ti, Lourdes. Gracias por seguir aquí.
Me confieso asidua lectora de su columna y sus escritos aqui en el blog.
Muchas gracias por proporcionarme momentos tan interesantes de lectura y reflexión.
Saludos.
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