23.4.07

La pistola de Cho






  • Invento del ingeniero Gaston Glock
  • Los problemas sociales de un inmigrante

Para abordar un vuelo doméstico en cualquier lugar del mundo se ha vuelto imprescindible pasar por una suerte de Papanicolau espiritual o de tacto prostático simbólico: debes quitarte los zapatos y el cinturón, dejar tu marcapasos y los rellenos metálicos de tus muelas en una bandeja y demostrarle al oficial de turno que tu computadora es una computadora y no un amasijo de explosivos camuflados. Hay que mirarlo a los ojos para que se convenza de que no eres un suicida saudita dispuesto a llevarse por delante a un centenar de víctimas inocentes sino un turista que llevó a su hija de paseo. Resulta conveniente no olvidar un penny o un quarter en la bolsa del pantalón, porque el escándalo del arco detector de metales puede colocarte ante la necesidad de nuevas rondas de ultrasonidos y radiografías. Las revisiones se hacen más o menos acuciosas en función de los humores del indicador de alerta, que saltan del amarillo ya rutinario al púrpura intenso cuando Bush mete una pata novedosa o cuando sus colaboradores cercanos son pillados en nuevas corruptelas. Hasta ahora los dispositivos de seguridad han funcionado bien y al parecer los terroristas son tan tontos que siguen soñando con repetir su horrible hazaña del 11 de septiembre de 2001 y no han pensado en métodos más sencillos para atacar a la población civil de Estados Unidos. Por ejemplo, cualquiera de sus militantes con residencia legal en ese país (que de seguro los hay) habría podido invertir 571 dólares en la adquisición de una pistola automática Glock de 9 milímetros, un par de cargadores de alta capacidad y un par de cajas de cartuchos y matar a una treintena de personas en cualquier sitio público de la Unión Americana.




Hay varios modelos de estas armas de origen austriaco: G17 (standard), G17C (con compensador de gases), G19 (compacta), G26 (subcompacta), G34 (tiro práctico) y G17L (de competencia), y su uso se ha extendido entre corporaciones policiales de muchos países (Austria, Bélgica, Holanda, Noruega, Inglaterra, Estados Unidos, Nueva Zelanda...) debido a su confiabilidad, sencillez y avanzados mecanismos de seguridad. Se estima que Glock provee el 60 por ciento de las armas de mano empleadas por las agencias de seguridad pública estadunidenses y la empresa sostiene que ha vendido dos y medio millones de estos aparatos en alrededor de 100 países. En los años ochenta del siglo pasado las escuadras de Glock, primeras en incorporar polímeros de alta tecnología en su fundición, se hicieron famosas porque supuestamente resultaban "invisibles" a los rayos x y a los detectores de metales. Se les llamó “pistolas de plástico” o “de cerámica”, cosa que sólo existe en las películas de James Bond. Y por supuesto, un individuo que lleve consigo una de las piezas diseñadas por el honesto ingeniero Gaston Glock no tiene la menor posibilidad de abordar una aeronave comercial en un aeropuerto de Estados Unidos. En cambio, para adquirir el arma en cualquier armería del estado de Virginia es suficiente con presentar una tarjeta de crédito y una identificación oficial y responder “no” en todos los casos en un cuestionario de 16 puntos que son, básicamente, otras tantas variaciones sobre una misma pregunta: ¿es usted un asesino?


El 13 de diciembre de 2005 un juez ordenó a Cho Seung-Hui que se sometiera a una evaluación en Carilion St. Albans, un hospital siquiátrico privado. El chico, que por entonces tenía 21 años, había estado molestando a algunas de sus compañeras de universidad: usaba el teléfono celular para fotografiarles las piernas bajo los pupitres y las hostigaba con llamadas telefónicas y correos electrónicos. Ninguna de las afectadas presentó cargos contra el inmigrante coreano, pero éste fue detenido y temporalmente suspendido de la universidad. Los especialistas de la clínica establecieron que el muchacho era un peligro potencial para sí mismo y para los demás y que presentaba tendencias suicidas. Un perito siquiátrico llamado Paul M. Barnett permitió que Cho fuera sometido a tratamiento afuera del hospital, y un día después el paciente estaba de regreso en su habitación de la residencia estudiantil. En los años siguientes nadie volvió a reparar en él hasta que pasó lo que pasó. Ahora los medios estadunidenses realizan frenéticos ejercicios de hermenéutica en el paquete de videos y textos delirantes con que Cho rindió homenaje póstumo a MSNBC en busca de claves ocultas que permitan entender lo sucedido el lunes 16 de abril en el campus de la Universidad Tecnológica de Virginia. Los periodistas se refocilan en la reproducción de las interpretaciones de siquiatras, sicólogos y grafólogos. Nadie acierta a relacionar al inmigrante apocado y gris con esa cara de conejo furioso y armado hasta los dientes que aparece en el “manifiesto multimedia”, como bautizaron los creativos comunicadores de NBC a la rabieta videograbada de Cho.


Pero tal vez no haya tanto misterio ni nos encontremos ante un caso de conversión jekyliana. Si alguien quiere asomarse a lo que la cursilería mediática llama “los entrsijos de un alma atormentada”, consulte la pieza teatral Richard McBeef, escrita por Cho como trabajo escolar, y juzgue por sí mismo. Este navegador piensa que, en su caso, bastó con el desprecio racista que el joven coreano padeció por parte de los sectores de la sociedad estadunidense con los que le tocó no convivir, combinado con la histeria bélica que se respira en ciertos ambientes de esa misma sociedad y con la frustración sistemática del rechazo y la marginación. Por ahora, esos componentes han resultado más eficaces, en la espantosa tarea de exterminar civiles, que los resentimientos históricos contra Occidente que florecen en algunos rincones oscuros del mundo islámico. Tal vez Estados Unidos tenga más motivos para temer a sus propios locos que a los no menos insanos terroristas internacionales. Y si las autoridades se empeñan en buscar cómplices, éstos se encuentran a la vista: “Cho tuvo un vendedor que puso el arma en su mano y se embolsó el dinero del chico. Glock también recibió las monedas del asesino. Los fabricantes de armas comparten religiosamente una parte de sus ganancias con sus amigos de Washington. Esta historia no es sobre control de armas o sobre el derecho a portarlas, sino sobre un grupo de conspiradores que arrojaron dos instrumentos mortales en las manos de alguien que no habría debido tener acceso ni a una cuchara de plástico”: Greg Palast.

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