La semana pasada, en la Asamblea General de la ONU, tuvo lugar una reunión ministerial, presidida por Italia y Portugal, para estudiar la eliminación mundial de la pena de muerte. El canciller español, Fernando Moratinos, expuso la posición del grupo de países abolicionistas y pidió una moratoria universal de las ejecuciones como “un paso importantísimo en el camino hacia la desaparición total” de ese castigo. Los manriquistas apegados a la máxima de que todo tiempo pasado fue menos peor debieran revisar este dato: en tres décadas (de 1977 a 2007) el número de países en los que la pena de muerte ha caído en desuso pasó de 16 a 128: son 90 los que la han prohibido en cualquier circunstancia, otros 11 han limitado ese castigo a situaciones excepcionales (traición en tiempos de guerra, por ejemplo) y 31 no lo han aplicado en la última década.
Ciertamente, en el mundo hay mucha hipocresía sangrienta: se sospecha que en los años setenta del siglo pasado, aunque en Alemania ya no había pena de muerte, la policía la aplicó de hecho y suicidó en sus celdas a los cabecillas de la banda terrorista Baader-Meinhof; a principios de la década siguiente, los servicios secretos de la civilizada Francia perpetraron un atentado terrorista en Nueva Zelanda, en el que murió un fotorreportero; en México, en el sexenio de Salinas, centenares de opositores políticos fueron asesinados; y qué decir de Israel, en donde la pena máxima no existe de manera oficial, pero cuyas autoridades practican con regularidad, en los organismos de dirigentes palestinos, el arte de la “ejecución extrajudicial”. Ninguna de esas situaciones atenúa, sin embargo, la importancia de una tendencia mundial claramente contraria a la pena de muerte ni eclipsa los avances en la abolición de un ritual vengativo y homicida. Es inadmisible el asesinato de Estado, pero que sea legal resulta, además, grotesco, vergonzoso y agraviante.
En el siglo XII de esta era el judío andaluz Maimónides proclamó que es preferible liberar a un millar de culpables que sentenciar a muerte a un inocente, y desde entonces los cuchillos del Estado han vertido, con justificación legal o sin ella, una cantidad enorme de sangre de inocentes, de culpables y de inimputables. Un punto de viraje importante en la historia del rechazo a la pena de muerte es el momento en que este castigo deviene repugnante no sólo por la posibilidad de que su aplicación sea un error irreparable, sino porque, aun con la certeza absoluta de culpabilidad que reclamaba el filósofo sefardí, el privar de la vida a cualquier ser humano, así haya cometido los actos más monstruosos, es una severa derrota para toda la especie y para sus posibilidades de desarrollo.
El sueño fundamental de la civilización, con todo y sus extravíos, consiste en atemperar las pulsiones bioquímicas por medio de normas éticas, legales, diplomáticas, políticas, comerciales, deportivas. Todo el andamiaje de la cultura tiene por propósito evitar que tomen el mando de nuestros actos el lagarto primigenio que llevamos dentro, el gen asesino, la hormona de la depredación, la rapiña, la territorialidad y la venganza. Cada vez que las balas del pelotón se introducen en una caja torácica, que el veneno de la triple inyección penetra en el torrente sanguíneo del ajusticiado, que la soga enloquece de pasión por un cuello, los verdugos degradan a su víctima, se degradan y nos degradan al resto de los humanos, a quienes nos obligan a presenciar nuestra condena a una animalidad empeorada por las virtudes tecnológicas.
Ninguna causa y ningún paradigma –la democracia, el socialismo, o esa mezcla pekinesa de dictadura comunista con mercado salvaje— aportan corrección a la barbarie. No hay argumento jurídico ni de seguridad pública capaz de hacer pertinente el asesinato. Ninguna soberanía nacional –ni la estadunidense, ni la cubana, ni la china, ni ninguna otra— justifica la preservación de los cadalsos, porque los países son sistemas de convivencia, no rastros ni criaderos de cocodrilos hambrientos de la vísceras del congénere. Los países matones tienen que saber que son motivo de vergüenza mundial, de repudio generalizado, de asco inmediato y palpable. Sólo así será posible amarrarles las manos a los verdugos, desde Teherán hasta Texas.
5 comentarios:
Claro que la pena de muerte es una atrocidad cruel, por decir lo menos. Y enhorabuena si llega a abolirse mundialmente (aunque sea de manera formal, para empezar). Pero hay muchas otras formas en que se nos condena a muerte. Acá en el Sur, estamos condenados a muerte de hambre y de olvido. De negación. De ignorancia. De hacerse eternamente de la vista gorda y fingir que no pasa nada.
Lucía: Pues sí. Eso que llaman sistema económico mundial es una condena a muerte (por hambre) para muchos millones de personas.
Estimado Pedro
Hacia un buen que no andaba por aquí; ahora vengo y me encuentro cosas como el post de la pornografía, sin palabras, es muy interesante, pero francamente después de ver los comentarios (buenos), me dio pena poner algo insulso del tipo “la pornografía está en los ojos de quien la mira”, así que no puse nada ahí... mejor exhibirme poniéndolo aquí.
En cuanto a este de la pena de muerte, yo solo puedo decir que es un barbarismo y punto. Como bien dices, ninguna soberanía nacional la justifica, es simplemente inadmisible e inexplicable. Pero si hay un país en el que me parezca aún más cuestionable, es en nuestro vecino del norte. Que exista la pena de muerte en el país más desarrollado del mundo (bueno, eso dicen), hace que recuerde una vez más aquella sabia frase atribuida a Oscar Wilde y que va mas omenos así:
“Estados Unidos es el único imperio que transitó de la barbarie a la decadencia sin conocer la civilización”
U otra, más directa, también adjudicada el gran irlandés,
“Una sociedad se embrutece más con el empleo habitual de castigos que con la repetición de delitos”
Un abrazo Pedro
la pena de muerte...huy la pena de muerte...estoy de acuerdo en que es una atrocidad...una atrocidad que pone a temblar hasta al mas "valiente", ahora que extraditaron a Arellano Félix y lo mandaron a enjuiciar a E.U. donde a la "justicia", no se le va uno vivo, al menos en apariencia; Arellano optó por aceptar que , que siempre si es un matòn, un narco, un secuestrador, un loquesea; de otra manera, creo que hubiese sido el primer capo sentenciado a pena de muerte; con su confesión le "aminoraron" la sentencia a cadena perpetua (pa'l caso es casi lo mismo)
el solo hecho de suponerse condenado a "pena de muerte" logra confesiones que en México jamás hubiera aceptado...es mas, por acá ni siquiera estaría encerrado. estaría vivo, vivo, vivo.
na que ver...pero bueno, quería de paso pasar a saludarte!!!
Marichuy: Bienvenida la exhibición, donde quiera que sea. Y sí: es muy violenta e impresionante la contradicción entre la modernidad gringa y su primitivismo matón. Mientras no nos lo contagien, porque vaya que en México han surgido voces favorables a esa barbaridad. Ya te visito, y un abrazo.
Colibrí: Qué grata sorpresa. Oye, no creo que ejecución y cadena perpetua sean casi lo mismo: en el segundo caso uno puede ponerse a escribir sus Obras Completas con toda la calma del mundo.
Por lo demás, me parece una vergüenza que México haya renunciado a juzgar y castigar a sus propios delincuentes. Es una cesión inadmisible de soberanía y una penosa confesión de la ineptitud y la corrupción que afectan a nuestras instituciones.
Abrazo, pues.
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