Dicen los científicos actuales que el pelo surgió hace cosa de 300 millones de años, en la era paleozoica, como derivación de las garras de reptiles desconocidos que antecedieron a los dinosaurios. Los primeros bichos que poblaron el planeta “carecían de partes duras; sin huesos, picos ni garras ni conchas que fosilizaran, estas blandas criaturas nuca se volvieron parte del registro geológico”, y la detección de su rastro ha resultado ser un trabajo muy arduo: en muestras cilíndricas de rocas sedimentarias se ha podido medir concentraciones particularmente altas de moléculas 24-IPC --que hoy en día son producidas únicamente por las esponjas-- en capas pétreas que se formaron hace 635 millones de años. Eso da una explicación compatible con la lógica darwiniana al misterio de la llamada “explosión cámbrica”, ocurrida hace 540 millones de años, y en la que una asombrosa proliferación de organismos brotó aparentemente de la nada: quiere decir que, desde mucho antes, la gelatina de la vida se preparaba para generar partes tan rígidas como un turrón de Alicante. En ese proceso aparecieron los myllokunmingia, seres casi mitológicos que tenían algo de ángel, un tanto de ajolote y un mucho de pescado: desprovistos de mandíbulas y casi huérfanos de aletas dorsales o posteriores, estaban cubiertos por una miel mucosa carente de escamas y poseían cráneo y esqueleto gelatinosos; tenían cierta semejanza con las lampreas y los mixinos actuales, a los que la falta de quijadas los obliga a una subsistencia hematófaga (es decir, chupasangre), las primeras, y necrófaga, en el caso de los segundos.
Los peces primitivos generaron escamas y aletas, pero no garras. Estos anexos cutáneos hubieron de ser un invento desarrollado en tierra por los reptilomorfos (discusauriscus) y por reptiles primitivos, y para el Pérmico las zarpas ya estaban en su apogeo, tanto entre los saurópsidos de los que evolucionaron dinosaurios y aves, como entre los sinápsidos, tatarabuelos de los mamíferos. Tras la extinción masiva del Pérmico-Triásico, que acabó con el 90 por ciento de los animales marinos y terrestres y cuyas causas aún no están del todo esclarecidas, los bichos que sobrevivieron diversificaron sus excrecencias de queratina para formar ganchos prénsiles o trepadores, pezuñas para caminar o correr por distancias largas, palas de excavación y curvos puñales asesinos.
En los vertebrados actuales, plumas, pelo, garras y algunos cuernos no óseos (como el del rinoceronte, que, a diferencia del que poseía el tricerátops, no tiene núcleo de hueso) vienen siendo lo mismo, aunque en distintas presentaciones: una excrecencia dérmica de queratina, proteína fibrosa capaz de adoptar las formas, texturas y consistencias más diversas.
Las uñas de los humanos carecen de la resistencia y dureza que caracterizan a las pezuñas de los equinos, vacunos y porcinos, hasta el punto que nos es necesario usar calzado; son mucho más débiles y quebradizas que las de los topos, ratones y castores, y están perdidas, en calidad de armas, frente a las garras de los felinos, incluso los domésticos: a diferencia de lo que ocurre en el mundo animal, en el que el tamaño, la calidad y el filo de las zarpas determina el grado de peligrosidad de su propietario, entre nosotros, y tras la invención del garrote, el hacha, el cuchillo, la espada, la lanza, la flecha, la ballesta, la catapulta, la pólvora, la aviación militar, las bombas de racimo y los proyectiles intercontinentales, es claro que el más débil será quien deba recurrir a sus uñas para defenderse.
Sin embargo, las pequeñas y débiles garras humanas tienen una precisión y una diversidad de funciones que sería impensable en cualquier otra especie. Pueden ser utilizadas como pinzas para depilar, o para extraer espinas, astillas y aguijones clavados en la piel; cumplen funciones de desarmador, sirven como cuchillo para pelar y cortar alimentos, son susceptibles de ser empleadas, en casos desesperados, como instrumento de escritura sobre superficies dúctiles, o bien como atrapador de piojos; son útiles para rascar(se) y para acariciar con suavidad, para rasgar la dermis del enemigo o el corazón del amante, para aferrarse con desesperación a las paredes del abismo, para remover manchas o restos de pintura, para sacarse mocos de alta adherencia o acceso difícil, para seducir, para mostrar poder y jerarquía, para consolar ansias orales, para dar rienda suelta a dudosos arrebatos decorativos, para inocularse drogas por la nariz, para despegar etiquetas, para exprimir barros, para golpear superficies en gesto de impaciencia, para pintárselas de negro y sentirse vampiro(a); para que te las arranquen en sesiones de tortura, como lo han preconizado los asesores de la CIA en el mundo, los militares franceses en Argelia y los talibán en suelo afgano; para dejárselas crecer y obtener una mención en el libro Guiness y arruinarse, de paso, cualquier perspectiva de practicidad en la vida:
En septiembre del año pasado, el indio Shridar Chillal, quien tiró a la basura el cortauñas en 1952, lograba 6 metros con 15 centímetros de uñas en una de las manos. En febrero de este año, la estadunidense Lee Redmond consiguió acumular 8 metros y medio de excrecencias de queratina, pero se le hicieron pedazos en un accidente automovilístico; de todos modos, ya había sido desplazada en las marcas por Melvin Feizel Boothe, habitante de Pontiac, Michigan, cuyas uñas miden, en total, 9 metros con 31 centímetros.
Pero quedémonos con que las uñas, además de los dientes, son la última materia defensiva de un individuo acosado, el arsenal de los desamparados, el arma del más débil. Gloria a ellas.
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El Programa de Transporte Escolar (PROTE), impuesto en su primera fase a diez planteles particulares con más de mil 200 alumnos para el ciclo escolar 2009-2010, habría podido ser aplicado con mayor sensibilidad, coordinación e inteligencia por parte de las autoridades capitalinas; pero no fue así, y hoy se le percibe como una arbitrariedad insensible y descoordinada, construida si acaso sobre un manojo de buenas intenciones, que está generando conflictos y acentuando descontentos. Lo más grave no es que dé munición política a membretes mochos y cavernarios como la Unión Nacional de Padres de Familia (UNPF), sino que representará un nuevo golpe económico a la clase media, que ya siente cómo el agua de la crisis empieza a llegarle a los aparejos de la chequera, la tarjeta de crédito o el guardadito colchonero. Hace un año, cuando se aplicó la prueba piloto del programa, habrían podido ser válidas las palabras del secretario capitalino de Educación, Axel Didriksson, en el sentido de que los padres de familia de las escuelas particulares incluidas en la primera fase "sí tienen ingresos per cápita para pagar" el transporte. Hoy, por lo que concierne a la mayor parte de las familias que pretende mantener a sus vástagos en establecimientos de paga, tal afirmación es falsa. Por ello, es posible que la medida incremente la presión sobre los sistemas federal y estatal de educación pública, porque las cuotas para el transporte obligado incrementarán en 20, 30 o 40 por ciento el gasto en educación de las familias de ese segmento, muchos no podrán afrontar ese aumento y enviarán a sus hijos a escuelas públicas.