En octubre de 1998 ocurrió algo que hasta entonces parecía imposible: Pinochet fue detenido en Londres y sometido a un proceso de extradición a España, en donde era requerido por el juez Garzón. No sé qué me hizo recordar el artículo que redacté entonces, a trompicones, en la primera notebook que tuve en mi vida (una horrible Mac de monitor monocromático) mientras cambiaba pañales y calentaba biberones. De seguro lo escribí pensando en el futuro de la cría entonces recién nacida.
Pinochet ya reventó --en buena hora-- pero el texto adquirió vida propia, todavía anda por ahí y de cuando en cuando nos encontramos y nos saludamos. Lo he visto adjudicado a Galeano o he leído con sorpresa, junto a mi crédito, que soy salvadoreño, o chileno, e incluso que fui víctima de la dictadura instaurada el 11 de septiembre de 1973 en el país austral. Me siento honrado por esos equívocos y se me dio por invitar al artículo a que conozca este blog.
Y ahora, General, en los últimos años de su vida, la cárcel. No importa que sean sólo unos días ni que la institucionalidad democrática chilena, en pleno acceso de síndrome de Estocolmo, clame por la liberación de su verdugo. Lo que importa, general Augusto Pinochet Ugarte, es que su impunidad uniformada pierda, por una vez y para siempre, esa condición de absoluto, que su arrogancia no abandone este mundo invicta, que la Constitución dictada por usted, dictador, para protegerse las espaldas, no le sirva de nada en este trance.
No es nada personal. Tomo prestado el título de esa telenovela, general Pinochet, para expresarle que estas letras no las dicta el odio, sino un mero sentimiento de alivio porque finalmente se ha impartido en usted una mínima dosis de justicia.
Por crueles que hayan sido en su pasado, los ancianos merecen, si no respeto, cuando menos compasión. Cuenta usted con la mía, y me hago cargo de lo duras que han de ser para usted, General, estas horas de arresto londinense, la estancia en esa trampa que usted mismo se puso. Pero sería muy bueno para la humanidad que usted, que va a morir en unos pocos años, lo haga dentro de una prisión. Compréndame, no es nada personal, no es afán de venganza sino deseo de que la impunidad absoluta en este continente fallezca junto con usted, es decir, pronto.
La humanidad, General, necesita la derrota definitiva de usted. La requiere con urgencia para que nunca más vuelva a ocurrir un 11 de septiembre, para que el exterminio político no vuelva a pasear por las calles, a dirigir el tránsito, a congelar los corazones y los cerebros y los sexos. Si Franco hubiese ido a tiempo a la cárcel habrían sido menores las posibilidades de usted de atropellar a su país como lo hizo. Si esta detención bajo la que ahora se encuentra hubiese ocurrido hace una década o un lustro, habría habido menos margen para las atrocidades de guerra que hoy se cometen en los Balcanes.
Tal vez el gobierno británico o el español se dejen llevar por el pragmatismo de las relaciones internacionales y dejen sin efecto el arresto y la solicitud de extradición. Pero también es posible que los procesos de Madrid prosigan, tengan éxito, y usted termine encerrado en una celda por el escaso tiempo que le queda de vida. Así sea. En ese caso, General, le deseo sinceramente un juicio justo, apegado a derecho y, en la medida de lo posible, un calabozo limpio, cómodo y digno.
Ojalá que nadie lo golpee, General, que nadie lo humille. Que no le confisquen su casa y su coche ni le destruyan su biblioteca. Que no le venden los ojos ni lo tiren al suelo para darle patadas y culatazos. Que no lo cuelguen de los pulgares, ni le administren descargas eléctricas en los testículos, que no le arranquen la lengua, que no le hundan la cara en una pila de agua con vómito ni lo asfixien metiéndole la cabeza en una bolsa de plástico, que no le revienten los globos oculares, que no le quiebren los huesos de las manos, que no le introduzcan ratas hambrientas en el ano, que no lo violen, ni lo mutilen, ni lo hagan volar en pedazos con una carga explosiva; que no lo quemen vivo, ni hagan desaparecer su cadáver, que no disuelvan su entierro a macanazos, que no secuestren a sus hermanos ni les arranquen los pezones a sus hijas.
Es decir, General, ojalá que no le hagan nada de lo que sus subordinados hicieron, bajo las órdenes y la responsabilidad de usted, a miles de chilenos y chilenas y muchos otros ciudadanos de Argentina, de España, de Francia, de Alemania, de Suecia. No. Que le organicen un juicio justo y que le preparen una celda limpia y cómoda en la que pueda pasar sus últimos años sin padecer frío ni hambre. No es nada personal. Es que si eso se consigue, general Augusto Pinochet Ugarte, la humanidad habrá dado un gran paso hacia el rencuentro consigo misma.
4 comentarios:
Gracias mil por este texto joven Pedro Miguel. Fíjese que cuando (por desgracia muy tardíamente) Pinochet tuvo a bien morir, sentí mucha rabia de que se largara tan campante. Su texto me deja ver un par de cosas fundamentales, que yo no había percibido. Tenkiu tenkiu tenkiu.
Abrazo agradecido!
PS: ¿está usted seguro de querer continuar manteniendo un bajo perfil?. Opino que a muchos les honraría ser confundido con Galeano, pero, honor a quien honor merece ¿no cree usted?.
Fue mejor así, Susodicha. A Pinochet lo odiaba la humanidad, y por fortuna vivió lo suficiente para agregar a la certeza de ese odio la mierda floreciente de su propia corrupción: no se fue tan campante a la basura, sino odiado, embarrado y acosado por los jueces,con la espada de Damocles de la cárcel siempre sobre su cabeza.
De eso y del perfil que me corresponde estoy en paz y satisfecho.
Abrazo.
(me has hecho llorar, esta vez. un poco inexplicablemente... o no).
Botica: Perdón, y gracias por sentir.
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