31.1.10

Veinte años

A mi hijo

Muchachos, torres, álamos rectamente creciendo,
cuajando reciamente, modelándose firmes;
rompiendo las cortezas, desclavando ventanas.
Muchachos, hijos míos, a vuestros veinte años,
yo vieja, yo cansada, yo madre, me dirijo.

Al fin, tengo que hablaros, muchachos, hijos todos
nacidos de mi entraña,
nacidos en el fuego y en la sangre y la pólvora
una noche sin sueño cuando mi hijo nacía.
Nacía con vosotros,
lloraba con vosotros un profético llanto
sobre una tierra triste ya cebada de lágrimas;
lloraba con vosotros un profético llanto
sobre una tierra triste ya cebada de lágrimas;
caía con vosotros en medio de la herida
de España, en los escombros de sus bellas ciudades,
para dormir un sueño de metralla sin pájaros
en una frágil cuna que cercaban las hienas.

Hoy he de hablaros, hijos, porque tenéis veinte años,
la frente ya muy lejos del suelo, el pulso ardiente,
los ojos y los sueños poblados de muchachas,
y las mejillas ásperas y los pies decididos.
(Yo sola sé, no importa, que aún queda una blandura,
un dulce olor de madre que os ciñe la garganta.
Pero qué bellas manos, tan de hombre ya, tan hechas,
tan ávidas, tan duras. Y tan nuevas y limpias.)
No puedo esperar más. Porque ya es hora
de que sepáis. Y yo voy a morirme,
voy a morirme cualquier día.
De aquello (y de callarlo) y de esto (y de decirlo)
y de mi corazón atragantado
a fuerza de penosas digestiones,
tableteas de aspirina y cocacola,
aire acondicionado por las calles,
hambre en la tierra y Dios en las alturas.

Podéis creer que lo he pensado mucho,
que lo he llorado mucho antes de hablaros.
Han sido largos años de morderse
los puños y la lengua, mucho tiempo
de comulgar con ruedas de molino,
de comulgar con ruedas de poesía
a diario y a sabiendas. Tantas penas,
tantas jornadas fueron necesarias
acumulando sangre gota a gota,
para lograr exacta la medida
de un hombre y ver colmada su estatura.
Ya estáis aquí. Mirándoos, amanece
sobre las aguas del dolor antiguo.

No, no os diré de aquello (la ignominia,
la destrucción, la muerte), cuando observo
el puro resplandor de vuestras manos.
No, no os diré del odio y la venganza.
De cada niño muerto aquella noche
no renació ningún fusil con ojos.
Salieron vuestras manos, esas manos
con uñas y con palmas tan viriles.
Ponedlas a la obra. Alegremente.
Tomad en ellas pronto la herramienta,
que es mucha la labor y es vuestra hora.
Las manos de los jóvenes del mundo
están alzando a pulso las montañas.
Uníos. Trabajad hombro con hombro.
Mirad hacia adelante, Haced camino.
Las sendas enlodadas ya no sirven.
Dejad que las podridas estructuras
se caigan sobre el débil y el cobarde.
Muera el chacal, la zorra, el cuervo, el buitre,
si os salen al encuentro y os detienen.
Arrinconad banderas desteñidas,
los libros de la Historia apolillados,
las bellas etiquetas de colores
de tantos analgésicos. Quitaos
el plomo que os cayó sobre las cejas.

Dejadlo todo atrás. Para nosotros
quedó la infamia, el látigo, el grillete.
Nosotros ya secamos nuestras venas,
quemamos nuestros pies y nuestras manos
y hay demasiada hiel en nuestras bocas.

Vosotros, no. Vosotros, adelante.
Tenéis la mano a punto y la esperanza.
Inaugurad el tiempo de la viña,
del pan y de la miel y la paloma.
Pronto: sumad esfuerzos al esfuerzo,
vida a la vida. Fecundad la tierra,
andad el mar, volad sobre la nube.
Pasad sobre las ruinas. Olvidadnos
si, muertos, enterramos nuestros muertos.
Se sanos, libres, justos y tenaces.
Labrad, edificad, haced España.
España en paz y en gracia de trabajo.
España a hechura y semejanza vuestra,
nacida limpia, madurada al viento,
muchachos, hijos míos, ya tan hombres,
los que cumplís veinte años este día.


Ángela Figuera Aymerich
(Belleza Cruel, 1958)

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