El hombre agazapado tras la puerta de la habitación que compartían Rufino y Juan Riestra no tuvo que esperar mucho. Tampoco le fue necesario recurrir a la transcripción de lo que oía, una tarea que le desagradaba, por lo difícil que le resultaba la escritura. Veinte minutos después de haberse apostado allí, escuchó risas cachondas y después, jadeos y majaderías amorosas. Enchufado a los auriculares del estetoscopio con el que lograba amplificar los sonidos procedentes del interior del cuarto, sonrió para sí. Qué tonto era el comandante, pensó, que le había ordenado tirar la puerta. El oreja sacó del bolsillo del pantalón un juego de ganzúas, las operó con habilidad y silencio en la cerradura y, cuando tuvo todo a punto, hizo una seña al fotógrafo que aguardaba en un rincón del pasillo. Cuando éste se acercó, caminando en las puntas de los pies, el policía hizo un movimiento rotatorio con las herramientas que provocó un discreto “clic” y empujó la puerta. Riestra y Rufino, tendidos en la cama y trenzados en una postura que les facilitaba la masturbación mutua, recibieron cinco flashazos antes de reaccionar.
—Qué chingad... —empezó a decir el empresario, soltando el pene erecto de su amante, pero el policía no lo dejó terminar.
—Aquí están prohibidas la homosexualidad y la indecencia por bando municipal —le espetó el agente, con el estetoscopio aún colgando del cuello—. Me van a tener que acompañar —y al decirlo, se pasó las ganzúas a la mano izquierda e hizo descansar la palma de la derecha sobre el revólver .38 especial que llevaba al cinto.
Riestra se frotó la cara con desesperación. Era evidente que, en esa circunstancia, ningún argumento tenía sentido.
—Vístete —le dijo a Rufino en un susurro, mientras se incorporaba para hacer lo propio—.
Rufino estaba paralizado por el terror, pero un grito del agente del orden lo hizo bajar de la cama con rapidez:
—¡Que se vista, putito!
Momentos después, ambos, cabizbajos y revolviéndose en su impotencia, eran presentados ante el comandante de la policía municipal.
* * *
El almero Tomás midió cuidadosamente con un hilo la boca del frasco que contenía el alma de su Señor, justo a la altura en la que el corcho se unía al vidrio. A continuación, rodeó con el hilo el cuello de un pellejo para vino y realizó un corte lo más exacto posible. Hizo un corte más ancho en la base del cuero e introdujo por él el recipiente vítreo y una piedra del tamaño de su puño. Después cosió un fondo más ancho a la bota, con puntadas primorosas y minúsculas. En el extremo inferior practicó un pequeño agujero e introdujo por él el pico metálico de un fuelle de esos que se usaban en las forjas, y al terminar, untó sobre todo el conjunto un material que los españoles desconocían hasta poco antes: el caucho. En seguida, aguzó un extremo de un fragmento de caña, del largo y ancho de su dedo meñique, y obturó la punta opuesta con una bolita de paño empapada en cera. Finalmente, clavó lentamente la punta afilada de la caña en el corcho del frasco, que sobresalía del pellejo, hasta que escuchó un tenue “plop”. Tras poner a resguardo el ingenio resultante, Tomás preparó un pequeño altar, sobre el cual colocó una daga de hierro toledano y un dardo empapado en extracto de la hierba del sueño. Luego, salió en busca de su esclavo Garcí.* * *
Casi anestesiado por la borrachera, Andrés nadó con desgano entre las carnes desparramadas de una rusa cincuentona: no habían conseguido más con los fondos de Evaristo Terré. Se había dejado conducir por su amigo, sin ilusión ni asco, por entre impasses y vericuetos en los que servidores sexuales de varios géneros y de diversas etnias y nacionalidades ofertaban sus propuestas, pero todas ellas les habían resultado inalcanzables, hasta que un etiope enjuto se les cruzó en el camino y les indicó que él podía conducirlos hacia un sitio en el que era posible hallar la mercancía mas barata.
El lugar resultó ser un apartamento en el que languidecían una abuela bretona, con los dientes rotos pero el maquillaje intacto, un travesti que hipaba a consecuencia de los primeros indicios de la abstinencia y una matrioshka de envergadura portentosa y un gran calado descendente. Andrés, sin fijarse mucho, escogió a esta última, y ya se iba con ella a la habitación, cuando Terré lo alcanzó con una carrerita ridícula, agitando en la mano un pequeño empaque de plástico blanco.
—M’ijo, se le está olvidando: tenés que ponerte un preservativo, Ave María; esta dama te puede regalar una infección más pesada que una novela de Tolstoi.
* * *
—Préstame tu aparatito —pidió Manuel, señalando el celular de Jacinta. Déjame hacer una llamada.
La muchacha tomó el teléfono de la mesa y se lo entregó a su interlocutor. Pero éste hizo tantas muecas al observar el pequeño teclado que Jacinta se lo arrebató, con un movimiento entre camaraderil y grosero, y le dijo:
—Yo marco. Se ve a leguas que usted se quedó en los teléfonos de disco.
Sin ofenderse por la impertinencia, Manuel se palpó el cuerpo, se arremolinó en la silla, buscó entre sus bolsillos del pantalón, de la camisa y del saco, y por fin dio con su libreta de teléfonos. La puso sobre la mesa. Luego, con movimientos semejantes, buscó sus lentes. Se los colocó con parsimonia sobre la nariz, abrió la libreta, alzó la cabeza para aumentar la distancia entre el papel y su presbicia y, con ese gesto adquirió el aire de quien se dispone a leer una escritura sagrada. Luego, dictó lentamente un número, que fue transcrito con ansiedad por el dedo de Jacinta sobre las teclas del aparato. La muchacha oprimió “Send” y le pasó el celular a su inesperado benefactor.
Momentos después, Manuel se prodigaba en una larga charla con alguien que lo mismo era “Lolita” que “Doctora Contreras”. Hablaron de recuerdos, hicieron referencia a asuntos académicos diversos, y Jacinta sintió que le estaba pasando encima la aplanadora de la eternidad. Al cabo de un rato, Manuel entró en materia, habló del espectrómetro y del cromatógrafo, hizo una vaga mención a una investigación antropológica y pidió el favor. La sonrisa en su rostro hizo entender a Jacinta que la gestión iba por buen camino.
—Es un hecho —dijo por fin Manuel tras una larga despedida en el aparato—. La doctora Contreras, del Cinvestav, nos va a conseguir el laboratorio. Mañana me da fecha, pero no pasa de la semana entrante.
Contra lo que podía esperarse, Jacinta se derrumbó. La inminente consumación de su larga aventura le hizo sentir todo el cansancio que no se había permitido en años. Por fin tendría la verdad al alcance de la mano, pero desde antes de averiguar qué era lo que en realidad había en su frasco, ya sentía el vacío de la consumación. Cayó en la cuenta de que, a la postre, no había necesitado de Andrés para llevar a cabo su pesquisa, y entonces hubo de rendirse a la evidencia de que, de todos modos, lo necesitaba. Y mucho.
Manuel percibió el inopinado cambio de ánimo en su nueva amiga.
—¿Qué? —le preguntó—. Ahora tendrías que estar satisfecha, y mira nada más qué cara se te puso. ¿Te da miedo descubrir que en el frasco no haya nada?
—No —respondió ella, tratando de contener un sollozo—. Es que ahora tengo que lograr que alguien me perdone. Y no va a estar fácil.
(Continuará)
2 comentarios:
Con la curiosidad que tengo y los misterios siguen...
Me gusta tu estilo, mejor dicho, tus estilos, tengo la impresión que son varios y por lo mismo mi curiosidad se extiende más allá de la novela.
Un abrazo Pedro,
Mengana
Abrazo pa'ti, Menganita.
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