7.10.10

El último suspiro
del Conquistador / LVI


La sensación de abismo bajo sus pies inexistentes: la había experimentado cuando la laguna hirvió de guerreros aztecas dispuestos a vengar la matanza del Templo Mayor y él se encontraba cercado, junto con un puñado de hombres, en el palacio de Axayácatl, y hubo de ordenar una huída silenciosa y nocturna, no sin antes amarrar los hocicos de los caballos para que los relinchos no los delataran a los oídos de los defensores de la ciudad. Una anciana sin nombre que salió a tomar agua los divisó, dio aviso a los mexicanos y éstos no tardaron en lanzar sobre los fugitivos una nube de flechas. Evocó su propia angustia y la dificultad de cada paso sobre la Calzada de Tacuba. De no haber sido por Martín de Gamboa, quien lo rescató y lo subió a su montura, habría sucumbido allí mismo, propinando mandobles a las tinieblas y con los pies enredados en los intestinos de sus compañeros muertos. Volvió el recuerdo amargo y vergonzoso –la vergüenza de la huída sería siempre más poderosa que el orgullo de la victoria posterior– y supo que, fuera donde fuera que se encontrase, tenía que salir de allí.

* * *

Poco antes de cumplir 50 años, Rufina conoció al último amor de su vida, al que habría de ser su asesino.

* * *

–Oiga, Manuel: hay algo que me preocupa –dijo la doctora Contreras cuando volvieron al laboratorio.

–¿Qué es, doctora?

–Ese frasco se está rompiendo –dijo ella, con un lenguaje llano que no le era característico.

–¿Qué?

–Pues sí –dijo ella, bajando la vista–. Es que... En estos días estuve analizando también el recipiente...

–No me diga que le tomó muestras –se alarmó él–. ¿Pues qué hizo, doctora?

–No, no... –respondió ella a la defensiva, sintiéndose un tanto culpable por haber excedido el acuerdo inicial de no alterar en nada el objeto del estudio–. Sólo lo pasé por un instrumento de corrientes inducidas y detecté algunas microgrietas en la base. Parecen fallas por fatiga... Y están creciendo.

* * *

La información fue reproducida en las secciones de notas curiosas y de sucesos extraños de dos periódicos locales: un individuo con condición de muerte cerebral había desaparecido, sin dejar rastros, del Hospital General de Comitán. Se trataba de un hombre de 62 años, sin familiares directos, de oficio comerciante y de origen español, aunque naturalizado mexicano. En un país en el que decenas de personas caían víctimas de la violencia descontrolada y en el que el secuestro y la desaparición forzada habían alcanzado una frecuencia sin precedentes, nadie le dio importancia al incidente.

* * *

Cuando llegaron a la casa de Eduviges, después de padecer un embotellamiento horrendo, Jacinta y Andrés observaron a tres hombres desconocidos frente a la puerta del inmueble. Jacinta temió que estuvieran allí para comunicarle una mala noticia relacionada con su mamá, quien permanecía internada en un hospital, en estado de coma. Se bajó precipitadamente del taxi, se enredó con la correa de su propia bolsa de mano y estuvo a punto de caer al piso, pero uno de los hombres se acercó a ella con agilidad y la detuvo. Ella se recompuso como pudo, pero perdió el impulso para encarar a los sujetos.

–¿Está usted bien? –le preguntó el que la había auxiliado.

–Si, gracias –dijo ella, con sequedad, mientras Andrés se encargaba de pagar al conductor y de bajar su equipaje del vehículo.

–¿Es usted Jacinta Dionez? –preguntó el hombre.

–Sí –respondió la aludida–. ¿Y usted...?

–Sánchez Lora, perito forense, para servirle.

Al escuchar aquella presentación, el cerebro de Jacinta trabajó con rapidez: su madre había muerto y le habían enviado a aquel hombre para que le informara el deceso. Pero... ¿un forense? ¿Autopsia? ¿Por qué carajos? ¿Cómo se atrevían?

–¡Ay, no! ¡Mi mamá! –exclamó, fuera de sí–. ¿En dónde está? ¿Dónde la tienen?

–¿A quién? –preguntó el hombre, a su vez, con extrañeza.

Andrés dejó su maleta en la acera y se apresuró a abrazar a la mujer, mientras los otros dos observaban la escena.

–¡Pues a mi mamá! –gritó Jacinta–. ¡A Eduviges Manzano! ¿Por qué la sacaron del hospital? ¿Qué le hicieron?

–A ver, cálmate... –la interrumpió Andrés, y tendió la mano a Sánchez Lora.

–Qué tal. Soy Andrés Zetina.

Con desconcierto, el perito respondió el saludo.

–No tengo idea de qué me habla la señorita –le dijo a Andrés, a renglón seguido.

Éste, por su parte, no sabía qué hacer: si consolar a su novia, que había estallado en un llanto convulsivo, o si atender a aquellos hombres.

–¿Ustedes vienen con él? –preguntó al grandote y al asiático, mientras señalaba a Sánchez Lora.

–No –respondió el rubicundo. Estamos aquí por otro asunto.

Andrés sintió que la situación escapaba a su control y tuvo miedo. ¿Qué querían aquellos extraños?

–A ver –dijo, mientras jalaba aire, tratando de serenarse–. Vamos por partes. ¿Qué se le ofrece a usted, señor...?

–Sánchez Lora –completó el forense–. Yo quiero platicar un momento con la señorita Dionez. Estoy investigando dos muertes, y creo que ella puede haber sido... testigo de una de ellas.
Jacinta moqueaba desconsolada y no pareció darse cuenta de la situación, pero Andrés captó de inmediato: aquello tenía que ver con el asesinato del tlacuache al que Eduviges le había regalado el frasco. Se estremeció al pensar en los nuevos problemas en los que los metería aquel recipiente, pero logró aparentar calma y afrontar los hechos.

–Está bien –dijo, y encaró a los otros:

–¿Y ustedes...?

El hombre grande y grueso, de piel muy blanca y calvicie avanzada, dio un paso al frente y le dijo a Andrés con voz grave y tranquila:

–Yo vengo a recuperar un objeto que está en poder de ella y que me pertenece. Me llamo Tomás.

Al escuchar aquello, Jacinta paró en seco de llorar, echó una mirada al desconocido y le gritó con voz temblorosa:

–¡Usted no es él!

El aludido no respondió. Andrés apretó el hombro de la muchacha para que se contuviera y se dirigió al tercero, el joven correoso y magro que parecía asiático:

–¿Y usted?

–Yo me llamo Garcí y estoy aquí acompañando a mi amo –respondió, y terminó la frase con una carcajada.

(Continuará)

2 comentarios:

jum dijo...

Me recordó lo mejor de las películas del Santo.

Menganita dijo...

...de los mejores capítulos!
Un abrazo!