En las largas horas en que los organismos humanos se
encuentran encapsulados en sistemas automotores de desplazamiento terrestre
atrapados, a su vez, en gigantescas aglomeraciones, y tan inmóviles como la
amada de Amado Nervo, una reacción lógica de las neuronas, además de echarle la
culpa a la suegra y mentar madres, consiste en imaginar un escape aéreo hacia
la libertad. Todas las mañanas, en la entrada de Pachuca al Distrito federal,
cientos de miles de cerebros elaboran fantasías sobre automóviles voladores
capaces de elevarse y abandonar la cruel superficie terrestre para transportar
a sus tripulantes en línea recta, y en cuestión de minutos, hacia sus anhelados
destinos.
Tal fantasía plantea algunos problemas prácticos con los
cuales han estado lidiando los ingenieros desde hace casi un siglo. En la
película Metrópolis (1927) puede verse un tráfico aéreo urbano que prefigura
los que caracterizarían, en años posteriores, las urbes de Blade Runner, Brazil
o El Quinto Elemento, entre muchas otras cintas de ficción. Pero la idea del
automóvil volador data incluso de antes: de los orígenes de la aviación y del
automovilismo industrial, que fueron casi simultáneos, en los albores del siglo
pasado.
El gran rival de los hermanos Wright, Glen Curtiss, diseñó un triplano que debía operar como vehúculo terrestre y aéreo, y que no logró volar. En 1926 Herny Ford presentó el prototipo de un “Modelo T del Aire”, el Flivver, un pequeño monoplaza de menos de cinco metros de largo y
El engendro de Ford era, propiamente, un avión. Los primeros
intentos de automóvil volante fueron concebidos y desarrollados entre 1911 y
1939 por Waldo Waterman: el Whatsit, el Arrowplane y el Arrowbile , dotado de
alas abatibles y de un motor Studebaker que impulsaba una hélice situada en la
popa del vehículo. En las décadas siguientes fueron diseñados decenas de
modelos de automóviles voladores, o cuando menos de aviones con capacidad de
rodaje, todos ellos con el mismo grado de éxito: ninguno.
Uno de los intentos más prometedores, y también uno de los
más estúpidos, fue el AVE Mizar, desarrollado entre 1971 y 1973 por Henry
Smolinski, graduado del Instituto Tecnológico Northrop, y por su socio
capitalista Harold Blake. Era un Ford Pinto que en tierra funcionaba como
cualquier automóvil convencional, pero que podía ser rápidamente incrustado al
fuselaje trasero de un Cessna Skymaster y emprender el vuelo. La empresa AVE
anunció, con bombo y platillo, que la producción en serie del cacharro
arrancaría en 1974. Pero el 11 de septiembre del año anterior, mientras en el
remoto Chile Augusto Pinochet inauguraba la carnicería, en Oxnard, California,
el Mizar se descuadernó en el aire cuando realizaba su vuelo inaugural, y mató
a Smolinski y Blake.
Hoy en día, las empresas Terrafugia y Moller aseguran, cada
cual por su lado, que es inminente la comercialización de sendos modelos de
automóviles voladores fabricados por ellas, y recaudan fondos para empezar a
producir en serie aparatos que, dicen, costarán unos pocos cientos de miles de
dólares la unidad.
En el caso de Terrafugia, se trata de un cacharro de
despegue y aterrizaje convencional, por lo que requiere de una pista de
aeropuerto para elevarse y descender.
Una vez que el ingenio se encuentra en tierra, sus alas se pliegan hacia
arriba. Podría ser, entonces –si es que un día se volviera realidad–, una
alternativa a los viajes carreteros, pero no a los desplazamientos terrestres
por las urbes.
Moller ofrece un modelo biplaza aún teórico, el
Autovolantor, parecido a un coche deportivo –de hecho, está basado en la
carrocería de un Ferrari 599–, con capacidad de despegue y aterrizaje vertical.
El espacio del motor y de la cajuela estaría ocupado por ocho ventiladores
–cuatro adelante y cuatro atrás– y en tierra sería impulsado por un motor
eléctrico. El fabricante aún está tratando de consieguir los tres millones de
dólares que, según sus cálculos, costaría desarrollar el prototipo.
Esta firma también ofrece un modelo de cuatro plazas –el
Skycar–, dotado de otros tantos rotores basculantes, que propone como
alternativa a los helicópteros, los cuales requieren, por el diámetro de sus
palas, de un área mayor para tomar tierra y para elevarse. Pero el mercado de
este vehículo, también hipotético, no sería el de los automovilistas
particulares, sino que estaría orientado a corporaciones policiales y servicios
de emergencia.
El problema principal del automóvil volador es que es una
idea mala disfrazada de buena. En principio, en el marco del “sueño
americano”, podría parecer lógico el
desarrollo masivo de medios domésticos de transporte aéreo regular. Y sí,
podría serlo, pero entonces los automóviles saldrían sobrando: si se poseyera
un vehículo capaz de elevarse y de surcar los aires, quién querría viajar en
carretera o internarse por callejuelas estrechas o perder pedazos de vida en
embotellamientos y semáforos.
Por lo demás, las características requeridas por un aparato
capaz de elevarse, desplazarse por el aire y volver a tierra sin destruirse en
el intento son incompatibles con el diseño óptimo para un automóvil: ha de
poseer extensas superficies aplanadas para efectos de sustentación y de control
aerodinámico y el menor peso posible. En cambio, un automóvil debe ser lo
suficientemente compacto para desplazarse en los carriles establecidos para
ello y una forma contenida que le otorgue menor resistencia al aire y mayor
estabilidad.
Rodar y volar son cosas distintas. Un avión que pueda
desplazarse por la superficie terrestre con la misma aptitud que un coche,
necesariamente volará mal. Un automóvil capaz de volar será inestable, incómodo
y de escasa capacidad interior. Y de los peligros de un embotellamiento aéreo o de la
capacidad de destrucción de conductores aéreos malhumorados o alcoholizados,
mejor ni hablemos.
Por ahora, los únicos coches voladores exitosos siguen siendo el de Harry Potter y
el del almirante Carrero Blanco.
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