Vé tú a saber qué infierno personal pueda haber en la génesis del energúmeno evidenciado esta semana en las redes sociales y que responde al nombre de Miguel Sacal Smeke, rápidamente bautizado como “El Gentleman de las Lomas”. El punto es que los modos de este agresor (“¡me la pelas!”), al igual que los de Azalia Ojeda y María Vanessa Polo Cajica, las “Ladies de Polanco”, videograbadas en agosto del año pasado cuando maltrataron a policías de un puesto de control de alcohol (“¡nacos asalariados!”), así como la indiscreción tuitera de una hija de Enrique Peña Nieto (“bola de pendejos envidiosos, parte de la prole”) y el cándido racismo feisbuquero del panista Carlos Talavera hacia las mujeres indígenas (“huele impresionantemente feo, pero pues pobresillas: no es lo suyo la higiene”), retratan de manera fiel las actitudes de la élite que detenta el poder económico, político y mediático en el país. Desde hace muchos años, en el México posrevolucionario, conforme la élite política y empresarial se iba convirtiendo en una oligarquía privilegiada y saqueadora, fue desarrollando un desprecio profundo por la mayor parte de la sociedad hasta empatarse en actitudes con los catrines porfirianos o incluso con los encomenderos del Virreinato.
El fenómeno no es nuevo; lo que pasa
es que hoy en día la masificación de los registros en texto, foto y
video han borrado las fronteras entre lo público y lo privado, y
cualquier persona está más expuesta que antes a exhibirse tal y
como es, a que se conozca lo que realmente piensa y a que sus dichos
y actos cotidianos queden registrados para vergüenza, regocijo o
indignación.
En la indignada reacción masiva han
proliferado expresiones simétricamente fóbicas, espejo de las
palabras de menosprecio, propósitos de linchamiento: el empresario
agresor es grosero porque es judío, las procaces de Polanco son
pirujas y los políticos (y sus hijos) son todos unos patanes. En las
personas mencionadas en el primer párrafo se ha concentrado, para su
desgracia, extraviadas reacciones insultantes, racistas y
discriminatorias al insulto y la discriminación que resultan
lamentables en sí mismas, pero también porque dificultan la
comprensión de un clasismo y un elitismo mucho más extendido,
profundo y preocupante que unas cuantas insolencias difundidas urbi
et orbi por la magia de Youtube y de Twitter.
Vamos a ver: tal clasismo tiene como
núcleo central la noción –no muy apartada de la realidad, hasta
ahora– de que se puede y debe ejercer el poder político y
económico en forma absoluta, arbitraria, ilimitada e impune, e
incluso en abierta violación a las leyes y reglamentos que debieran
entenderse como constitutivos de esos poderes. Por eso, las Ladies
de Polanco se sienten posibilitadas para infringir el Reglamento
de Tránsito. Si unos efectivos policiales pretenden impedirlo,
bastará, para ponerlos en su lugar, con verbalizar la diferencia de
clase que respalda cualquier infracción: “¡Nacos asalariados!”.
Para sorpresa, o no tanto, tal conjuro,
que es la erección de una barrera social instantánea, surte su
efecto y los agentes del orden se ven de inmediato reducidos a la
impotencia por el poder de tales palabras. Poco importa que las
majaderas pertenezcan a una desesperada clase media y que apenas
estén haciendo unos dudosos pininos en la incorporación al mundo
del espectáculo: la injuria impresiona porque se asume, sin dudar,
que sólo unas personas realmente picudas pueden pronunciarla.
La discriminación verbal es un arma
arrojadiza de alta eficacia. “¡Pinche naco jodido!”, se oye en
la grabación de un pleito de cantina protagonizado durante el
Mundial de Futbol de Sudáfrica entre el es director del Fonatur
Miguel Gómez Mont y su parentela, y familiares del futbolista
Cuauhtémoc Blanco. Cualquiera de los bandos pudo pronunciar la
expresión, porque ambos podían sentirse con derecho a ello.
En ese reducido universo social para
cuyos integrantes no existe frontera alguna entre lo correcto y lo
incorrecto, entre el bien y el mal, los poderosos no se equivocan y
el que sostenga lo contrario, miente. Cómo se les ocurre que Papá
podría desempeñarse mal en un acto público. Si sostienen tal cosa
no es porque tengan razón, sino porque son “resentidos,
envidiosos, pendejos y prole”.
Si el empresario de Bosques de Las
Lomas estaciona su vehículo en forma incorrecta y una grúa se lo lleva, el resto de
la sociedad –representada, bien o mal, por los operadores del
vehículo de arrastre y por un testigo que videograba los hechos–
“se la pela”,
y por él, que vaya a sancionar “a su puta madre”. Él nada más
es beneficiario de la ley y el orden y no está obligado a nada. Los
miles de pesos que paga por mantenimiento en el edificio donde vive
lo convierten en dueño de los empleados del multifamiliar y, para
que no quede duda, la emprende a golpes contra uno de ellos que se
niega a acatar una orden disparatada y arbitraria.
“Me la pelas” es la verbalización
de una actitud generalizada de un ejercicio de poder político,
empresarial y mediático desorbitado y enloquecido que no tiene
empacho en hacer pedazos al país con tal de hacer negocios jugosos
de toda suerte. La expresión representa fielmente a Ernesto Zedillo
pretendiendo prolongar su inmunidad presidencial doce años después de
que prescribiera, para evitar que lo juzguen por la masacre de
Acteal, propiciada por su gobierno; a Carlos Salinas, quien se placea
de manera impúdica, al suponer que ya se nos olvidó el enorme daño
que su gestión le causó a México; a Felipe Calderón, empecinado
en seguir alimentando un conflicto armado sangriento y absurdo y en
vendernos a más del doble de su costo una porquería que, si llega a
ser conmemorativa, lo será de la corrupción monumental de su
administración; a Peña Nieto, quien supone que puede emitir en
público todos los rebuznos que desee sin que ello afecte su
popularidad, porque cuenta con los recursos para mandarse
a hacer encuestas que le resulten favorables.
Nada de esto es (tan) nuevo. Ya en
décadas pasadas, Fidel Velázquez se ufanaba de que los legisladores
de oposición habían pretendido interpelar a Miguel de la Madrid y
“se la pelaron”, (Proceso, 3/09/88) Emilio Azcárraga Milmo se
enorgullecía de hacer televisión para “un país de jodidos”
(Televisión sin fronteras, Florence Toussaint, p. 114) y el
ex góber precioso Mario Marín (reaparecido hace unos días
al lado de Peña Nieto) presumía al empresario Kamel Nacif una
impunidad que le permitía “darle
un coscorrón a esta vieja cabrona”, en el marco de la conjura
que ambos organizaron en contra de la periodista Lydia Cacho.
Las aplicaciones tecnologías debilitan severamente las fronteras entre los vicios privados y las
virtudes públicas y permiten que los primeros estén mucho más
expuestos que antes. Pero la exhibición no basta para
erradicarlos, como no basta tampoco la indignación que provocan. En
tanto no decidamos en forma colectiva poner fin a este estado de
cosas, seguiremos siendo unos “pinches nacos jodidos” que “se
la pelan” a los poderosos.
* * *
Vaya un dato: mientras Felipe Calderón
anuncia impúdicos subsidios para beneficio de la banca comercial
privada y de cualquier cantidad de universidades particulares
“patito”, en lo que constituye un nuevo golpe a la educación
superior pública, en la Universidad Autónoma de la Ciudad de
México siguen agarrados de la greña en un duelo de tod@s contra
tod@s.
3 comentarios:
Excelente entrada.
Bello texto, simplemente bello! Cuente con una seguidora...
Que bárbaro has logrado plasmar con una ligereza impresionante mi sentir, ese Mexico que es controlado por la impunidad pero lo que mas vergonozoso es que gente sin educación quiera venir a ensenarnos a personas verdaderamente lectoras y que tenemos un punto de vista formado en base a la educación y la lectura, ese es el Mexico de hoy, donde 5 pesos y una majadería son mas valiosos que una maestría. Al pueblo con pan y circo, por eso no progresamos
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