Cuando era joven y me ganaba la vida escribiendo ajeno conocí a individuos comunes y a individuos extraños. De entre los segundos, el más peculiar es uno de apellido Ricaurte que por aquellos tiempos regenteaba una agencia de publicidad y que me puso a redactar decenas de cuartillas para siete proyectos distintos por las cuales no me pagó un centavo. O sea que era tramposo pero muy embaucador y su esnobismo apantallaba. Tenía una rara habilidad para hacerte sentir importante y privilegiado por enterarte antes que nadie más de las tendencias que estaban a punto de sacar al mundo de su órbita y por colaborar en un plan que habría de trastocar las relaciones comerciales planetarias; te hacía creer que tenía contactos en segundo grado con estadistas y magnates; en fin, te seducía y te negreaba y luego, previo aviso, desaparecía durante tres semanas para “cerrar el trato” y tú te quedabas ese tiempo revisando los anuncios de bienes raíces y de coches porque te parecía importante ir planeando en qué ibas a invertir la lanota que te ibas a ganar. Al cabo de ese tiempo reaparecía con la nueva de que el proyecto había experimentado un “giro radical” y había que hacerle ajustes, y tú aceptabas aquella postergación –sólo son unos meses– para empezar a ganar a la semana lo que hasta entonces ganabas al año. Eso le pasó a media docena de amigos míos. Cuando por fin senté cabeza –en términos laborales, se entiende– Ricaurte desapareció de mi radar.
Me localizó hace unos meses y, con el ímpetu desconsiderado de siempre, me citó en su despacho para platicarme de un proyecto importantísimo. Decidí seguirle la corriente, no porque sus ideas alocadas me generaran alguna expectativa sino porque sentí curiosidad de verlo en acción, ya con los ojos de la experiencia –o, cuando menos, del escarmiento– y porque seguía sin entender los mecanismos que había empleado ese hombre para timar a tanta gente ni el sentido de ponerla a trabajar en planes que no cristalizaban nunca.
Entré a su despacho, el mismo de siempre, pero con el valor agregado de un olorcillo a rancio, y una señorita despampanante me recibió en la recepción. Me hizo esperar la consabida media hora y cuando me hizo pasar al despacho, me impresionó el golpe de vejez en la persona de Ricaurte: tenía la piel muy sobrada y de su antigua cabellera de beatle sólo quedaban unas hebras de plata adheridas al cráneo. Él no acusó recibo de mi sorpresa, me indicó con un gesto que tomara asiento y me espetó:
–Fashion is fusion.
Me le quedé viendo y no me esforcé en fingir que entendía el sentido de sus acertijos ni que me regocijaba con la luz cegadora de la verdad.
–¿O sea? –aventuré con prudencia.
–Te has vuelto un poco lerdo en estas décadas –se encogió–. Antes me captabas las ideas al vuelo.
–Perdona –le repliqué–. Es que lejos de tu influencia uno se abotaga.
No vio o no quiso ver la ironía y se lanzó a explicarme que en el mundo actual la política, la cultura y los negocios estaban dominados por las mezclas y las hibridaciones. Bastaba con echar una mirada a lo que la gastronomía y a la música.
–¿Ya ves? –remachó–: Fashion is fusion.
Recordé que estaba allí para hacer un poquito de antropología, así que me hice el deslumbrado.
–Oh, tienes toda la razón. ¿Y cómo piensas aplicar ese principio?
–Piensa en el mejor negocio legal del mundo, después de vender el agua –me desafió, sintiéndose cómplice de sí mismo.
–No sé. La energía...
–También en ese campo aplica: mira los coches híbridos, por ejemplo... Pero mi producto es mucho mejor. Fundemos una religión.
Confieso que, a pesar de mi voto de escepticismo hacia Ricaurte, el disparate me sorprendió. Entre otras cosas, porque tenía razón: operar una organización religiosa puede generar dividendos altísimos y, en una buena cantidad de países, libres de impuestos. Traté de hilvanar:
–¿Una iglesia fusion?
–Ah, regresaste –se congratuló–. Exactamente. A primera vista podría parecer que la gente tiene cada vez menos necesidades de alivio espiritual y que las que tiene ya están cubiertas por toda clase de cultos. Pero con una iglesia que combine elementos de otras, puedes ir reuniendo feligresías y expandir el mercado del nuevo producto.
–Órale. ¿Y para qué soy bueno? –inquirí, a sabiendas de que no iba a ser bueno para nada porque no tenía ni las ganas ni el tiempo ni la desvergüenza que aquella empresa requería.
Como siempre, Ricaurte fue muy puntual. Me pidió tres documentos a los que llamó “la cosmogonía”, “las escrituras” y el “plan organizacional”.
–Del plan de negocios me encargo yo –dijo, en lo que era una sutil mención de mi idiotez irremediable en asuntos de números.
De golpe, la idea me pareció divertida. Así fuera como ejercicio de escritura y de imaginación, podía resultar interesante el trabajo de concebir una nueva religión a partir de cero. De modo que, como en los viejos tiempos, fingí prestancia, me levanté y le dije:
–Cuenta con ello. En una semana tienes una primera propuesta de las tres cosas.
–Sabía que seguirías siendo el mismo –dijo él, levantándose, a su vez. Me estrechó la mano con tal fuerza como si quisiera provocarme fracturas múltiples y yo abandoné su oficina sin más trámite.
La consigna de Ricaurte, fashion is fusion, me dio vueltas en la cabeza en el camino de vuelta a casa y esa tarde descuidé mis obligaciones para concentrarme en la elaboración de algunas notas:
Tareas: explorar todos los sincretismos religiosos posibles y ubicar patrones en ellos. Construir un dios con las manos perforadas de Cristo, como signo de entrega por los demás; la barriga de Buda, como símbolo de serenidad, y el empeine de Tezcatlipoca; esto último, para articular con las búsquedas del yo, el psicoanálisis, etc. (para la cosmogonía).
Tareas: Redactar textos sembrados con frases como 'Soy. Y miro y existo' – formada por palabras cuyo número de letras da el número π (3.1416) para que luego los ministros puedan descubrir correspondencias y apantallar a los fieles (para las escrituras).
Senescal no es un grado o cargo religioso pero como tal fue popularizado por El Código da Vinci y puede usarse en ua jerarquía híbrida: alim (como seminarista, diácono, o algo así), ministro (jefe de iglesia), senescal (obispo) arcipreste (arzobispo), babalao (pontífice) (para el plan organizacional).
Durante tres días me consagré (nunca mejor dicho) a anotar estupideces de ese estilo (unas 20 páginas) y dormí tres horas diarias en promedio. Luego la vida me reclamó en forma terminante porque no le estaba haciendo el menor caso y decidí parar. En ese momento me cayó encima la verdad como un plato de sopa caliente arrojado desde el piso de arriba: el poder de manipulación de Ricaurte derivaba de su capacidad para involucrarlo a uno en cosas completamente inútiles, pero divertidas.
El siguiente misterio se desvelaba solo: cuando ponía a trabajar al prójimo en proyectos que no servían para maldita la cosa, Ricaurte no lo hacía por interés monetario, sino por divertirse y por hacer que los otros se divirtieran. El tercer enigma era de qué carajos vivía, pero eso ya no era asunto mío. Con una gran satisfacción regresé a mis rutinas cotidianas habituales. A la semana siguiente el número telefónico de Ricaurte apareció tres o cuatro veces en el identificador de llamadas. Opté por no contestarle el teléfono porque desde un punto de vista aquel tipo era un gran filántropo pero, visto desde otro ángulo, era un gran cabrón. Y ya no quise saber nada más de él.
2 comentarios:
Estupenda historia y estupenda narrativa.
Te confieso que me hubiera encantado leer las "Sagradas escrituras" de tu religión fusion.
Saludos.
Hola Pedro:
De veras que te a estaba creyendo.
La otra es que sea verdad, y que el tipo ese sea el mismo que le encargaba escritos a mi hermano, prometiéndole siempre las perlas de la virgen, cosa que nunca cumplió.
Creo que ese cuate tenía su "despacho" por el metro Balderas.
Saludos
RRS
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