La condena por genocidio que cayó el
viernes pasado en Guatemala sobre el general Efraín Ríos Montt
–emblema del sadismo cuartelario contrainsurgente que azotó a
América Latina en los años 70 y 80 del siglo pasado en el contexto
mundial de la guerra fría– fue recibida en México con
esperanza y con renovada simpatía hacia las víctimas de las
dictaduras militares en el país vecino. No era para menos porque es
un acto de justicia y de civilización, y porque abre un boquete
histórico en las paredes de la impunidad y sienta un precedente para
castigar a los muchos otros asesinos de masas que se han encaramado,
de la forma que sea, en el poder.
Además, el fallo, era inevitable, hizo
voltear la vista hacia los esfuerzos –estériles, hasta ahora–
para sancionar a algunos de nuestros propios gobernantes asesinos,
desde Luis Echeverría, ejecutor de la guerra sucia, hasta
Felipe Calderón, pasando por Ernesto Zedillo, responsable de varias
masacres campesinas. También es inevitable que la frustración se
centre sobre todo en el segundo, no sólo porque la guerra que él
organizó sigue su curso implacable en el país –aunque la actual
administración le haya metido sordina– sino también porque los
muertos de su responsabilidad suman decenas de miles.
Sin duda, Efraín Ríos Montt y Felipe
Calderón Hinojosa son individuos y casos muy distintos. Por ejemplo,
el primero se graduó en la tristemente célebre Escuela de las
Américas, en donde maestros ex nazis y torturadores instruían a
aspirantes a gorilas, mientras que el segundo estudió en la Escuela
Libre de Derecho; el guatemalteco llegó a la jefatura de Estado por
medio de un cuartelazo, en tanto que el michoacano fue impuesto
mediante un fraude electoral; Ríos Montt sólo pudo sostenerse 15
meses en el poder y Calderón logró terminar los seis años de su
espuriato; el general se desenvolvió como engranaje de la política
anticomunista de Washington, que pasaba por el exterminio de
poblaciones indígenas en Guatemala, y el abogado hizo de ejecutor de
la estrategia estadunidense “contra” (es decir, por) las drogas,
que en la administración anterior llevó a la tumba a decenas de
miles de mexicanos. Para la Casa Blanca el segundo fue un aliado más
sumiso que el primero. Por lo demás, uno y otro experimentaron, en
algún momento de sus respectivos mandatos, una suerte de llamado
divino, y da la impresión de que se creyeron instrumentos de Dios en
la lucha contra el mal en el mundo. Ninguno de ellos fue capaz de
avanzar un milímetro por el camino de la rectificación y menos aun
por el de la contrición. Ahora el primero está preso y el segundo
está en Harvard.
Pero quédese Ríos Montt en su celda
del cuartel de Matamoros, en la ciudad de Guatemala, y vayamos con
Calderón; de entre los malos presidentes que ha padecido México de
1988 en adelante, es él quien más claramente encaja en el perfil de
genocida. En numerosas ocasiones, el michoacano y sus colaboradores
inmediatos manifestaron su determinación de acabar por los medios
que fuera (matándolos, por ejemplo, o alentado que “se mataran
entre ellos”) con “los criminales”, y particularmente, con los
individuos involucrados en el narcotráfico. Esto no es un propósito
sino un despropósito, delictivo por donde se le vea, por cuanto la
tarea constitucional de la autoridad no es matar infractores sino
perseguirlos, detenerlos y presentarlos ante un juez.
El problema no es sólo que la
estrategia aplicada por Calderón haya tenido una concepción
criminal sino también que se proyectó a un grupo conformado por
entre medio millón y varios millones de mexicanos, dependiendo cómo
se delimite el universo de la “delincuencia organizada”. Es
decir, el calderonato planeó –y ejecutó, hasta donde le fue
posible– el exterminio de presuntos infractores y le pareció
razonable pagar por ello un costo de vidas inocentes, esas a las que
se denominó “bajas colaterales”; a la postre, fueron una
proporción mucho mayor a “nueve de cada diez” de los caídos, si
no es que la mayoría. Y en estricto sentido jurídico, todos los
muertos de la guerra calderonista son muertos inocentes porque no
tuvieron la oportunidad de desvirtuar acusaciones formales ante un
tribunal.
Cuántos muertos hacen un genocidio.
Qué cantidad de objetivos humanos conforma un proyecto genocida.
Bien: entre 2006 y 2012 se aplicó en México uno que buscaba
suprimir a uno de cada 200 habitantes, por lo menos.
No va a ser fácil, sin duda, forzar el
tránsito de Calderón de su cátedra de Harvard a una rejilla de
prácticas. La consumación de la hazaña social, en el caso de Ríos
Montt tomó treinta años. La respuesta depende, en buena medida, de
la determinación con la que el ofendido colectivo diga (cómo no
recordar a Roque Dalton): “es mi turno”.
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