Leemos. Salvo en
casos de extremada precariedad (no ha de confundirse con pobreza,
porque hay pobres de solemnidad que leen más y con mejor provecho
que ciertos individuos prominentes), en esta civilización el texto
escrito sigue siendo, a pesar de todo, un objeto simbólico
indispensable para relacionarnos con el mundo. Es, por así decirlo,
el conocimiento hecho carne, el logos materializado. Poco importa ya
que sea impreso en papel, estampado en acrílico o ingeniosamente
emulado mediante los pixeles de una pantalla electrónica de
cualquier especie.
Leemos y escribimos
con toda suerte de dispositivos –del bolígrafo al teclado, real o
virtual– y al realizar ambas actividades echamos mano de conjuntos
tipográficos de uso generalizado. Salvo por lo que se refiere a la
escritura a mano y su posterior lectura, empleamos caracteres
diseñados y trazados por otras personas para el empleo masivo y rara
vez reparamos en ellos. La acuciante búsqueda del significado de las
palabras escritas no nos deja tiempo para fijar la atención en
particular en una jota, en una zeta, en una efe. Tampoco solemos
hacerle caso a la fuente en la que leemos o escribimos y casi siempre
nos da igual si es compensada o no, y si se trata de una egipcia, una
gótica o una humanista. Pensamos, a lo más, que está muy pequeña
y es, por ende, de difícil lectura, o que es demasiado grande y que
no nos va a caber el texto en la hoja de papel, la pancarta o el
anuncio.
Sin embargo, las
características tipográficas de un texto inciden de una manera
sutil en nuestra aceptación o rechazo, en nuestra comprensión o
nuestro pasmo y hasta en el estado de ánimo con que leemos algo.
Baste, para demostrarlo y evidenciar la incomodidad, con llevar las
cosas hasta cierto extremo y emplear una fuente que puede parecer
genial para un anuncio o un logotipo pero que resulta inadecuada para
componer un cuerpo de texto.
Bien: tras la
invención de las fuentes hay personas que trabajan como hormigas con
el lápiz, el pincel, el punzón metálico y el programa de diseño,
se rompen la cabeza comparando trazos para encontrar los más
armónicos y legibles y formar, con ellos, nuevas fuentes
tipográficas. Si hacemos a un lado la extendida metonimia y acudimos
a la literalidad, son ellos los verdaderos hombres (y mujeres) de
letras.
El primero y el más
grande es sin duda el buen Juan Gutenberg, quien para la edición de
su primera obra, la llamada Biblia de 42 líneas, inventó la
primera fuente tipográfica del mundo: la llamada textura, que imita
la escritura de los monjes copistas a los que se propuso superar, con
su invento, en velocidad y capacidad de producción. El alemán creó
también una cursiva gótica bastarda con la que fue compuesta la
Indulgencia de Maguncia. La proliferación de imprentas de
tipos móviles dio lugar al diseño y la fundición de nuevas
tipografías: la manual humanista, la minúscula carolingia, el tipo
romano y la llamada romana de letra blanca.
Otro hombre de
letras destacadísimo, contemporáneo nuestro, es Hermann Zapf, quien
murió el 4 de junio del año pasado en Darmnstadt, Alemania, ya
nonagenario. Nacido el 8 de noviembre de 1918 en Núremberg y conoció
desde muy niño el hambre de la gran depresión. En la escuela se
interesó por temas científicos y tecnológicos y a edad temprana
construyó un receptor para escuchar la radio por las noches, bajo
las sábanas y a escondidas de sus padres, con su hermano, cuatro
años mayor que él. Para ocultar aquella actividad fabricó
detectores que los alertaban si se movía la manija de la puerta.
A los 12 años
diseñó alfabetos codificados –mezcla de tipos cirílicos con
runas germánicas– para comunicarse con su hermano de manera
encriptada. Al terminar la escuela, en 1933, pretendió estudiar
ingeniería eléctrica, pero su padre perdió el empleo “y tuvo
tremendos problemas con el nuevo régimen –apunta el propio Zapf en
su autobiografía, en referencia al régimen nazi–: había estado
involucrado con los sindicatos y en marzo de aquel año fue enviado
al campo de concentración de Dachau por un corto tiempo”.
“Dadas las
circunstancias políticas, no se me permitió ingresar al Instituto
Politécnico de Ohm, en Núremberg, y no fue sino hasta 30 años
después, en Estados Unidos, que pude cumplir mis sueños de juventud
con la tecnología de computadoras”. De modo que el joven Zapf tuvo
que optar por volverse aprendiz en una empresa que no le preguntara
por las posturas políticas de su familia. Así, en 1934 empezó a
trabajar de corrector en la imprenta Karl Ulrich.
Tras visitar una
exposición itinerante de Rudolf Koch, nuestro personaje se interesó
en el trazado de caracteres y leyó Das Schreiben als
Kunstfertigkeit (La habilidad de la caligrafía) del
propio Koch, así como el clásico Writing, Illuminating and
Lettering de Edward Johnston. En 1938 Zapf cambió de trabajo y
empezó a colaborar en el taller de Paul Koch, en Fráncfurt, al
tiempo que estudiaba artes gráficas y grabación con punzones con el
maestro grabador August Rosenberg. Juntos elaboraron el libro Pen
and graver, que contenía 25 alfabetos caligráficos, y que no
fue publicado sino hasta 1949, tras el fin de la Segunda Guerra
Mundial.
La participación de
Zapf en la wehrmacht del Tercer Reich fue marginal. Llamado a
filas en 1939 y enviado a la línea Siegfred, enfermó del corazón y
fue rápidamente descartado. Pero en abril de 1942 el Reich empezó a
echar mano de todos los ciudadanos, cardiacos o no, para enrolarlos.
Zapf fue integrado al cuerpo de artilleros, donde su torpeza llevó a
los oficiales a un estado de desesperación. Fue ubicado como
cartógrafo en el Primer Ejército y enviado a Burdeos, donde le
encomendaron el trazo de la frontera franco-española. Al término
del conflicto el tipógrafo fue capturado por las fuerzas francesas,
las cuales lo trataron con consideración, por considerarlo un
artista y lo enviaron a casa en cuestión de semanas. De vuelta al
Núremberg destruido, Zapf trabajó como profesor de caligrafía.
En 1947 la fundición
Stempel, de Fráncfurt, le ofreció una plaza de jefe del taller
artístico de la empresa. Aun sin haber cumplido 30 años y sin
ningún certificado de estudios, Zapf se abrió paso en la industria
mostrando su cuaderno de trazos. En 1949 publicó el libro Feder
und Stichel (Pluma y punzón, en colaboración con August
Rosenberg), recopilación de 25 alfabetos caligráficos que le valió
un vasto prestigio como hacedor de letras.
En 1951 Hermann se
casó con la caligrafista Gudrun von Hesse, quien desarrolló una
carrera propia y destacada en el diseño de fuentes (Ariadne,
Calligraphic 810, Carmina y Shakespeare, entre otras). En los años
siguientes trabajó para diversas editoriales: Suhrkamp, Insel, the
Book Guild Gutenberg, Hanser, Dr. Ludwig Reichert, Philipp von Zabern
y otras. “Por un asunto de principio, nunca trabajé para agencias
de publicidad”, asentó en su reseña autobiográfica.
Posteriormente se trasladó a Estados Unidos, donde colaboró con
firmas como Linotype, Hell, ITC y Bitstream. En 1977 fundó Design
Processing International, Inc. en Nueva York. En esa empresa partició
en el desarrollo de software de diseño tipográfico.
Sus obras más
trascendentes son sin duda las fuentes Palatino, Antiqua y Optima,
usadas en cientos de millones de publicaciones, anuncios, aparatos y
dispositivos en todo el mundo. La primera es considerada la fuente
más plagiada del siglo XX. La prodigiosa Zapfino es una fuente que
permite crear, con tipografía digital, textos caligráficos en los
que las letras quedan unidas entre sí por un trazo continuo. Y no
hay tipógrafo que no haya usado la colección de viñetas llamada
Zapf Dingbats.
Las letras están en
deuda con este tipo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario