La atmósfera es un
símbolo lamentable de la involución sufrida por esta ciudad en
tiempos del mancerato: hemos vuelto a padecer una inversión térmica
como no las hubo en más de tres lustros. Algunos sostienen, con
argumentos, que los límites de velocidad tipo Kidzania del
reglamento de tránsito impuesto por el gobierno local ha contribuido
a incrementar la concentración de vapores de mierda sobre este
valle. Desde luego no será ese el único factor ni mucho menos: hay
que sumar la especulación inmobiliaria y comercial, la voracidad de
la industria automotriz, la corrupción en los centros de
verificación, las deficiencias del transporte público, las torpezas
de los planificadores y la falta de buen sentido en las regulaciones
y medidas de vialidad.
Pero para ser
justos, en estos últimos nueve años nuestra ciudad no sólo ha
experimentado un retroceso sino también un avance pavoroso hacia la
estratificación social y la exclusión mediante la persistente
privatización de espacios públicos y la monetización (el
neologismo es aportación de Google, creo) de todo lo imaginable. Da
la impresión de que en el viejo palacio de Ayuntamiento hay un
montón de personas exprimiéndose los sesos para encontrar nuevos
servicios urbanos, nuevos metros cuadrados o cúbicos de urbe, nuevos
contratos y concesiones a los cuales exprimirles unos cuantos pesos
por habitante que, sumados, dan montos formidables. No se trata, no,
de hacerse de recursos adicionales para la administración local,
sino de multiplicar las oportunidades de negocio para los
contratistas. En medio de esta dinámica es hasta sorprendente que
los gobiernos de Peña y de Mancera hayan decidido regalarle a la
voluntad popular un poco de participación en el próximo congreso
constituyente y que no hayan encargado a una empresa consultora la
tarea de redactar la carta magna local. Esos funcionarios deberían
tener cuidado, que la obligada simulación de espíritu democrático
se les puede revertir y podría colarse por ella la voluntad del
pueblo completa, no rebajada a 60 por ciento, como lo han impuesto.
Parece ser que esta
autoridad subestima a sus gobernados y piensa que es suficiente con
pintar la urbe de rosa y emitir discursos ñoños para olvidar la
tremenda traición al mandato cometida de 2012 en adelante: las
políticas represivas, reinstauradas; la corrupción, magnificada; la
vuelta a un espíritu de gobierno elitista en el que la ciudad de
todos es sustituida por la ciudad de quienes puedan pagar como
servicios extra cosas que hasta hace poco eran sufragadas por el
presupuesto público, es decir, por los impuestos que aportan los
habitantes. Lo que era gratuito –no por regalo de nadie, sino
porque procedía del patrimonio común– hoy es concesionado a
contratistas y transita del ámbito de los derechos al de los
privilegios. Es equivocado, por ello, sostener que la administración
mancerista se mueve únicamente en función del afán recaudatorio.
No: también hay en ella un claro propósito divisorio para colocar a
las personas de bien en un espacio superior y tarifario, y al resto,
en un entorno infernal que castiga a la pobreza o, cuando menos, a la
carencia de tarjeta de crédito. Si Marcelo Ebrard aspiraba a
convertir al DF en algo así como Rotterdam, parece ser que Mancera
lo quiere volver algo parecido a Jerusalén, que es una ciudad
dividida entre la zona opulenta del oeste y el oriente árabe,
miserable y abandonado.
El riesgo de
concesionar mecanismos coercitivos (colocación de inmovilizadores,
fotomultas, grúas) a empresas privadas es que el éxito no se mide
en la capacidad de cumplir con los reglamentos y de educar a la
ciudadanía, sino en el florecimiento mercantil de las
concesionarias. O tomen el ejemplo de las Ecobicis, un servicio
operado por la trasnacional Clear Channel Outdoor: el sistema está
diseñado para realizar trayectos cortos, dentro de una misma zona de
la ciudad, pero no para un uso intensivo de ese medio de transporte.
Así lo evidencia su estructura tarifaria: si alguien desea rentar
una de esas bicicletas por dos días, a fin de llegar en ella a una
zona carente de cicloestación (es decir, cualquier barrio pobre de
la ciudad) tendrá que pagar más que por un mes de alquiler de un
coche subcompacto según precios de mercado.
Mancera ha llegado
al colmo de pactar con los malquerientes priístas y panistas de las
mayorías capitalinas un cambio de nombre a espaldas de sus
habitantes. En virtud de un acuerdo cupular el Distrito Federal pasa
a llamarse, en tanto que entidad política, Ciudad de México, un
nombre absurdo por donde se le vea: si ya había cierta dificultad
con la homonimia entre el país y la entidad federativa, ahora la
confusión se multiplica. Además el Distrito Federal no es una
ciudad, sino una demarcación con una parte urbana y otra rural en la
que se asienta, sí, la porción principal de la megalópolis. Por lo
demás la urbe se extiende hacia el norte y el oriente sin solución
de continuidad entre sus barrios defeños y varios municipios
mexiquenses.
En todo caso, el
acrónimo CDMX tuvo mala estrella: nació marcado por una crisis que
no es sólo ambiental y vial, pero que tiene en esas dimensiones su
expresión de coyuntura. El desastre se ha gestado en la corrupción
administrativa –que ha hecho posible, por ejemplo, una
descontrolada proliferación de desarrollos inmobiliarios comerciales
y habitacionales en zonas carentes de la infraestructura para
asimilarlos–, en la claudicación de la autoridad ante la voracidad
empresarial y en actitudes clasistas, insolentes y frívolas, más
propias del peñato que de los programas progresistas y con visión
social que habían distinguido al DF del resto del país. El problema
de Mancera es que no se ha tocado el corazón para reprimir, para
imponer tributos draconianos (como el incremento del Metro) ni para
dictar reglamentos plagados de absurdo. Ahora no puede decir que le
han faltado instrumentos de gobierno para impedir la catástrofe ni
escurrir el bulto pretendiendo endosar su responsabilidad a sus
gobernados. Porque una autoridad incapaz de adelantarse a los
acontecimientos y de regular y orientar el funcionamiento de un
colectivo, es una autoridad que no sirve para nada.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario