Se ha escrito mucho
sobre las causas que provocaron el declive de los gobiernos
progresistas en Sudamérica, de las económicas a las polítcas y
sociales, tanto de las endógenas como de las exógenas. Casi todos
los textos escritos desde posiciones próximas a tales gobiernos
coinciden en que, ante la constante de la ofensiva neocolonial, los
proyectos del PT, en Brasil, de los Kirchner Fernandez, en Argentina,
y de Hugo Chávez, en Venezuela, fueron incapaces de articular las
variables de economías realmente ajenas a las lógicas tradicionales
de la exportación de materias primas y de construir una
institucionalidad política distina a la de las democracias
parlamentarias en las que llegaron al poder. Se ha señalado,
asimismo, la incapacidad de tales proyectos para articularse en forma
eficiente y armónica con los movimientos sociales y las causas
populares que los apoyaron en las urnas y que, por inercia,
desconfianza o mera torpeza política, fueron desmovilizados
posteriormente. Se ha dicho, asimismo, que a los gobernantes de este
ciclo menguante les faltó audacia, imaginación, radicalismo o las
tres cosas juntas para desarticular los promontorios reales del poder
oligárquico –industriales, comerciales, financieros y mediáticos–
y adoptar el rumbo de una ruptura anticapitalista. Tomará años
analizar a fondo los factores que no funcionaron y los que
funcionaron a la perfección para configurar crisis políticas como
la que acabó con la presidencia de Dilma Rousseff, la que tiene en
vilo al gobierno de Maduro o la que condujo a la derrota del Frente
por la Victoria en Argentina. Y en lo inmediato, ¿qué sigue?
Lo primero es
determinar si lo ocurrido en Argentina y Brasil, más lo que parece
estar a punto de ocurrir en Venezuela, son derrotas tácticas o
estratégicas para las izquierdas continentales, y todo parece
indicar, por desgracia, que se trata de lo segundo. En ninguno de
los gigantes sudamericanos se aprecia el grado de cohesión y
resistencia social –ojalá que el cálculo sea equivocado– como
para hacer inviables los gobiernos de Macri y de Temer, y ya se sabe
que a las derechas oligárquicas les toma mucho menos tiempo destruir
conquistas que a las izquierdas progresistas les toma décadas
edificar, y que no se detienen en consideraciones de legitimidad ni
de popularidad para emprender sus galopes de Atila sobre lo
construido. Para los bandos reaccionarios sudamericanos debe haber
sido muy didáctica la manera rápida y resuelta con que el peñato
mexicano acabó con la soberanía energética y electromagnética,
los derechos laborales, el derecho a la tierra y otros factores que
habían sido pilares del pacto social. Es cierto que apenas
culminadas sus reformas, el régimen peñista entró en una crisis
sin precedentes en México y que hoy su permanencia en el poder se
explica principalmente por la fuerza de la inercia institucional y
por su capacidad de corromper a importantes núcleos del electorado.
Pero, por lo pronto, con eso le basta para mantenerse en pie y no ha
movido un dedo para recrear consensos nacionales mínimos como base
para gobernar.
Si la derrota es
estratégica habrá que contar con el retorno a estadios de crisis
perpetua como los que caracterizaron a la primera generación de
presidencias civiles neoliberales –Salinas, Menem, Fujimori, etc.–
y a un desasosiego social que no necesariamente se traducirá en
desafío de poder para las administraciones oligárquicas, pero sí
en una creciente violencia de Estado en contra de las disidencias
políticas y sociales; veremos, en el mejor de los casos, la
marginación de los gobiernos progresistas que quedan –Bolivia,
Ecuador y Uruguay– de las decisiones continentales, un achicamiento
de instancias internacionales como el Mercosur, la Celam y el Alba,
la reactivación de la OEA, la vuelta a la región de los organismos
financieros en calidad de autoridades y el avance incontenible de
tratados de libre comercio, sobrepuestos unos a otros, que dañarán
en forma acaso irreparable las soberanías nacionales y la
articulación de las economías. Más allá del continente el fin del
ciclo progresista debilitará las perspectivas mundiales de
construcción de un orden multipolar y a los contrapesos que ha sido
posible construir a los términos globalizadores neoliberales: el
grupo de los BRICS, en primer lugar.
Para abreviar en la
medida de lo posible el ciclo que está por empezar o que ya ha
empezado se tiene que trabajar en una nueva articulación de formas y
momentos de lucha, en proyectos de gobierno más avanzados y
radicales que los ensayados anteriormente y, lo más importante, en
un camino para acabar con el neoliberalismo no sólo en los ámbitos
internos sino también en la escena internacional. Y para ello se
requiere encontrar maneras efectivas y definitorias de incidencia en
la globalidad. Menuda tarea.
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