Lo que fuera persona
está allí, por fin, reducida a condición de cosa, y su nuevo
estatuto irremediable exacerba los afanes de posesión de quienes
siguen vivos. Algunos piensan que ha llegado su oportunidad para la
apropiación definitiva, para la exclusión de todos a los que el
muerto no quiso o no pudo excluir mientras fue dueño de sus actos.
Otros, aun más sórdidos, calculan cuántos hechos ocultos caben en
un cadáver y procuran apropiárselo para guardar verdades incómodas
bajo metro y medio de tierra. La siguiente escena es un jaloneo entre
zopilotes para ver quién paga el funeral, cuál de los socios
registra a su nombre la fosa a perpetuidad, qué familia ordena los
responsos, quién se queda con una tibia y un omóplato, quién
recupera la mandíbula, en qué capilla se deposita la urna
funeraria.
Las leyes pueden
brillar con claridad meridiana en lo que concierne a los derechos y
la prelación de los deudos, pero ya se sabe lo fácil que es
torcerlas a conveniencia, especialmente cuando se cuenta con
relaciones o cuando se tiene el encargo de aplicarlas. Lo que puede
ocurrir en una familia cualquiera empieza a volverse escena habitual
en este país que ha alcanzado niveles industriales de asesinatos y
desapariciones, sólo que la rebatinga por los muertos la encabezan
las autoridades.
Es lo que ocurre,
por ejemplo, en Tetelcingo, una localidad correspondiente al
municipio de Cuautla, Morelos, donde la Fiscalía General del Estado
estuvo enterrando sin ningún control ni formalidad decenas de
cuerpos identificados o sin identificar, hasta totalizar 150. El
gobierno local encabezado por Graco Ramírez Garrido Abreu no se tomó
la molestia de obtener muestras de ADN para compararlas con las de
las incontables familias que en esa entidad y las vecinas buscan a
sus desaparecidos desde hace meses o años. No indagó lesiones, no
levantó actas de defunción, no recabó autorizaciones de
inhumación, no tramitó los permisos sanitarios para que aquello
pudiera considerarse un cementerio. Durante mucho tiempo acumuló
cuerpos humanos envueltos en plástico y los fue acomodando uno sobre
otro en un hoyo sin señas. Y así, hasta que la familia de un
muchacho desaparecido descubrió el horror.
Entonces llegaron al
lugar otras familias que también buscan a alguien ausente a exigir
que aquellos cuerpos fueran sometidos a los estudios de rigor que la
fiscalía morelense –a cargo de Javier Pérez Durón, sobrino
político del gobernador– no pudo o no quiso practicar. De súbito,
el gobierno local empezó a comportarse como si los muertos fueran
suyos y ahora pretende trasladarlos a la fosa común de un cementerio
regular sin permitir más pesquisas que las de sus indolentes
peritos.
Algo no muy distinto
ocurre en tres localidades de Chihuahua: entre octubre de 2011 y
febrero del año siguiente fueron descubiertas tres fosas
clandestinas en Rancho Dolores, Cuauhtémoc; El Mortero,
Cusihuiriachi, y Brecha El Porvenir, Carichí. Lo hallado allí son
fragmentos de huesos calcinados o muy deteriorados. Después de años
de no hacer nada, la autoridad estatal pretende proceder a la
incineración de los restos. Organizaciones de parientes de
desaparecidos –que abundan en ese estado y en los vecinos– han
demandado la intervención del Equipo Argentino de Antropología
Forense (EAAF) para que realice procedimientos de identificación,
pero el gobierno de César Duarte ha puesto toda clase de trabas para
ello.
Desde 2006 los
gobiernos federales de Felipe Calderón y Enrique Peña han permitido
un estado de violencia y descontrol que se traduce en decenas de
muertes diarias y en un acumulado de decenas de miles de
desaparecidos. Los virreyes y señores feudales estatales han sido
omisos de toda gravedad, cuando no cómplices de las carnicerías.
Las fuerzas policiales y militares de la Federación lucen armamentos
y equipos cada vez más impresionantes e intimidantes y los exhiben
de manera espectacular en sus coreografías por todas las ciudades
del país, pero casi nunca están en el lugar de los hechos cuando es
necesario, es decir, cuando alguien es levantado o ejecutado.
En este país ya no se puede ni orinar sin que te supervise una
cámara de vigilancia, un retén, una patrulla, un helicóptero o un
batallón, pero si la criminalidad te asesina resulta que las
grabaciones se borraron, que los destacamentos estaban de licencia o
que las aeronaves se quedaron en tierra porque no tenían gasolina.
Esas curiosas
coincidencias alcanzaron su expresión más escandalosa la noche del
26 de septiembre de 2014 en Iguala, cuando seis personas fueron
perseguidas y atacadas durante horas, seis de ellas asesinadas y
otras 43 desaparecidas, todo en las narices –el nombre oficial es
C-4– de las policías estatal y Federal, el Ejército, la
Procuraduría General de la República, el Centro de Investigación y
Seguridad Nacional y no sé cuántas más instituciones de discurso
solemne. Tras una quincena de catatonia, cuando ya familiares de los
muchachos de Ayotzinapa y de otros desaparecidos habían descubierto
que hay restos humanos enterrados a la mala en medio estado de
Guerrero, esas dependencias se vieron obligadas a intervenir. De
pronto, los ciudadanos que fueron a parar a tales pudrideros, porque
el Estado los había dejado indefensos, recibieron una inopinada
atención oficial en forma de cintas amarillas o rojas para delimitar
el área y policías y militares armados hasta los dientes que
resultaban grotescamente innecesarios a meses o años de cometidos
los crímenes respectivos. Después de unas semanas la PGR trasladó
sus aspavientos al basurero de Cocula –un sitio que según las
pruebas recabadas ha sido empleado de tiempo atrás para
incineraciones clandestinas sin que ninguna autoridad moviera un
dedo– y en menos de nueve días ya tenía armado un guión
escalofriante sobre el supuesto fin de los 43 desaparecidos de
Ayotzinapa. Como en otros sitios del país, la autoridad reclamaba
los restos como de su propiedad, y en las diligencias respectivas
marginó –ahora lo sabemos en forma inequívoca– al equipo del
EAAF que participaba en la investigación por demanda de los
familiares de los muchachos. Los videos, las declaraciones y los
informes de las torturas realizadas para convertir a albañiles
inocentes en pavorosos sicarios de Guerreros unidos hacen
pensar que el único fragmento que ha sido positivamente identificado
como perteneciente a uno de los 43 fue en realidad sembrado en el
lugar por la gente de Tomás Zerón de Lucio.
Y todo, ¿para qué?
¿Por qué la obsesión de los gobernantes en expropiar cuerpos
muertos o pedazos de hueso calcinado? ¿Qué caso tiene la aparatosa
protección policial a lo que queda de los muertos cuando no se
brindó la menor protección a los vivos?
Porque los muertos
hablan. A pesar de su silencio obligado, de su extremo deterioro, de
la dispersión de sus miembros y moléculas, con mayor frecuencia de
lo que se piensa son capaces de contar la verdad de su muerte y de
señalar a sus asesinos. Lo han dicho los restos documentadamente
hallados en Cocula: “no pertenecemos a ninguno de los 43”. Lo
sugiere el único fragmento de hueso identificado: “a mí me
trajeron de otro lado y me sembraron aquí”. Lo ha dicho algún
cadáver de los de Tetelcingo: “me torturaron y me dieron el tiro
de gracia, pero nadie ha investigado”.
Y todo indica que en
estos 10 años diversos poderes públicos del país no sólo han sido
testigos ineptos de la matanza, sino también, en no pocos casos,
participantes activos. Tal vez de allí venga ese afán de los
listones amarillos, los guardias artillados y blindados, la
expropiación de los muertos. Hay que callarlos cueste lo que cueste.
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