Renunció
Manlio Fabio a la dirigencia del PRI y levantó una polvareda de
comentarios, rumores e interpetaciones sobre los movimientos
digestivos en las tripas del régimen tras la catástrofe electoral
de dos semanas antes. Pero la afrenta de Nochixtlán, con sus muertos
y sus heridos inocentes a manos de las fuerzas federales, estaba en
carne viva. El aún jefe de la Policía Federal, Enrique Galindo
Ceballos, dijo con toda la tranquilidad del mundo que sus efectivos,
unos dos mil, habían acudido desarmados y que habían sido víctimas
de una emboscada, y que los documentos gráficos que demostraban lo
contrario seguramente eran engendros del Photoshop.
En los días siguientes el
régimen tuvo que abrir, por medio de la Secretaría de Gobernación,
la válvula de las negociaciones con el profesorado democrático y en
los días siguientes ensayó ademanes distractores. Luego de 48 horas
de clandestinidad, Aurelio Nuño compareció con gestos inseguros y
temblorosos –cuándo, él– para asegurar que no tenía nada que
ver, etc. Luego se anunció un brutal recorte en el gasto federal de
educación y salud y se le echó la culpa a los ingleses porque se
habían salido de la Unión Europea y con ello habían introducido
factores de desasosiego en las finanzas mundiales. Y seis días más
tarde, en la localidad mixteca asaltada por las fuerzas del gobierno,
había heridos de bala que no habían recibido atención médica.
Peña
Nieto presumía su insólito disfraz de progre
y enviaba saludos por Twitter a la Marcha del orgullo LGBTTI. Pero
Nochixtlán seguía doliendo y nadie en el régimen explicaba quién
y por qué ordenó a los efectivos policiales –los federales
propiamente dichos y los de la Gendarmería– disparar contra los
integrantes de la barricada, gasear a todo un barrio, capturar a los
deudos que asistían a un entierro en el cementerio y emprender una
cacería de inocentes en el pueblo.
Amnistía Internacional habló
del escándalo de las mujeres detenidas y torturadas de manera
habitual por las corporaciones policiales y militares y con ese
agregado al telón de fondo Enrique Peña Nieto marchó a Canadá
para que escuchar los gritos de “¡asesino!” y para que Barack
Obama y Justin Trudeau lo despreciaran en forma explícita y a
cámara. De paso, y a contrapelo de los encuentros en curso en
Gobernación dijo que la reforma “educativa” “no estaba sujeta
a negociación”. Pero Nochixtlán siguió doliendo y exasperando.
Diez
días después de la barbarie gubernamental, la Segob anunció que
los daños a las víctimas de Nochixtlán serían reparados y que una
delegación oficial viajaría a la localidad para que el gobierno se
enterara de las consecuencias de lo que él mismo había perpetrado.
Bajo la lluvia de mentiras urdidas por las cúpulas empresariales
nacionales y oaxaqueñas sobre “desabasto” en Oaxaca, Miguel
Ángel Osorio Chong dijo que se había “agotado el tiempo” y que
las autoridades procederían al desalojo de los bloqueos. Como si el
azaroso reloj gubernamental no se hubiera cansado desde antes, desde
el 19 de junio, cuando policías federales mataron e hirieron a
civiles en Asunción Nochixtlán.
El
peñato traicionó su promesa de que la reforma energética
impulsaría reducciones en las tarifas de la energía y la CFE
anunció alzas en los costos de la electricidad. Un día después el
país entero fue sacudido por una jornada de manifestaciones de los
maestros en lucha con apoyo de padres de familia y ciudadanía en
general. El gobierno buscó una salida fácil y sacó del bote de la
basura a la cúpula charra del SNTE para hacerle unas concesiones que
hasta ahora se niega a realizar al magisterio democrático. 18 días
después de la masacre un alto funcionario gubernamental –Roberto
Campa Cifrián– visitó por primera vez Nochixtlán, en medio de
gritos de protesta. Hizo promesas. El Senado se dio cuenta de que era
necesario cuando menos “revisar” la reforma “educativa”. Y
Nochixtlán seguía doliendo.
Peña pidió perdón a los
mexicanos por sus escándalos de corrupción –no por los actos que
los generaron– pero no por las muertes de civiles a manos de la
policía bajo su mando ni por la brutalidad que se abatió sobre una
población entera. Hacienda volvió a apretar las tuercas –y a
traicionar las promesas gubernamentales– con un nuevo gasolinazo.
El último día de agosto cerca de un centenar de sobrevivientes de
Nochixtlán llegaron hasta la capital de la República con sus
heridas a cuestas. Expusieron con detalles la barbarie de la que
habían sido –y seguían siendo– víctimas. Contaron cómo fueron
perseguidos en sus casas, cómo fueron gaseados con granadas y desde
un helicóptero, cómo se les negó la atención médica, cómo se
persiguió a los heridos.
Los
empresarios aumentaban el nivel de su chantaje. Pedían sangre de
maestros y comunidades a cambio de seguir pagando impuestos. Pero la
PGR se vio obligada a soltar a los dirigentes de la Sección 22 a los
que había mantenido presos. En Río de Janeiro el régimen evidenció
su pésimo manejo de la política deportiva. Peña se quejó de
quienes dan malas noticias. Y Asunción Nochixtlán seguía curándose
las heridas con sus propios recursos, y seguía doliendo.
La
CNDH estableció que el 22 de mayo del año anterior, en Tanhuato,
Michoacán, la Policía Federal había asesinado a 22 personas. La
misma Policía Federal comandada por Enrique Galindo Ceballos que
atacó la localidad mixteca poco más de un año después. En San
Salvador Atenco, diez años después de la brutal represión lanzada
por Fox y Peña Nieto en contra de ese pueblo mexiquense, integrantes
del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra fueron atacados por un
grupo de golpeadores que los deslaojó del plantón que sostenían
para impedir la construcción de la autopista hacia el negocio
inmobiliario del nuevo aeropuerto.
Se descubrió que Peña había
plagiado al menos un tercio de su tesis de licenciatura y las redes
sociales tronaron en su contra. Llegó el anuncio del reinicio de
clases. En los muros de la parroquia de Nochixtlán seguían los
clavos usados para colgar las botellas de suero y el bloqueo
carretero usado como pretexto para la represión seguía siendo un
sitio de congregación para el pueblo. Los deudos de las víctimas
desconfiaban de todo y de todos pero se avenían a contar las razones
de su desconfianza: el gobierno los masacró, los gaseó, los
persiguió, los privó de la libertad y después les mintió, los
engañó, les hizo promesas falsas. No faltó quienes salieran a
lucirse ante la opinión pública ni los visitantes de ocasión que
pretendieron utilizar el nombre de la población para obtener
dividendos políticos. Y los deudos seguían llorando a sus muertos
sin justicia, sus heridas no sanadas, su pueblo aún estremecido por
el miedo.
Galindo
Ceballos fue echado del puesto por lo ocurrido en el rancho
michoacano, no por lo sucedido en la población mixteca oaxaqueña. Y
vino Trump, y Peña Nieto fue a China a ponerle buena cara a Obama, y
Videgaray se fue a su casa de Malinalco a descansar de tantos
servicios prestados a la patria, y en Nochixtlán siguen pendientes
la reparación y la justicia, y sigue doliendo.
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