Podría
parecer paradójico que en uno de sus momentos de más acentuada
debilidad política la Presidencia lance una ofensiva antipopular tan
radical y generalizada como lo es el proyecto de Presupuesto de
Egresos de la Federación (PEF) 2017 que el Ejecutivo presentó al
Congreso de la Unión. La reducción o desaparición de partidas
destinadas a la educación, la salud, el apoyo al campo, la defensa
de derechos humanos, la prevención de la violencia de género, la
vivienda, la cultura, la ciencia, la investigación y los servicios
públicos, culmina la descarada abdicación a las responsabilidades
del Estado con respecto a otros tantos derechos consagrados en la
Carta Magna. En contraste, las previsiones económicas del gobierno
federal son escrupulosamente serviles para con los grandes capitales
nacionales y extranjeros, los acreedores –que el año entrante se
comerán más dinero que el destinado a la salud, el desarrollo
social y la educación, universidades públicas incluidas– y el
enjambre de concesionarios y contratistas que explotan los recursos
naturales y se apropian de tierras sin dar a cambio al país más que
empleos miserables y devastación ambiental.
Se
entiende –porque así se ha demostrado de 1988 en adelante– que
en el grupo gobernante no hay interés alguno en proteger o
beneficiar a los sectores mayoritarios de la población, pero llama
la atención que un gobierno tan carcomido por la impopularidad, el
desprestigio y el repudio como el actual se atreva a lanzar una
propuesta de presupuesto desestabilizadora y generadora potencial de
estallidos de descontento, es decir, que sea capaz de actuar en
contra de sí mismo de manera tan manifiesta. Pero hay que recordar
que así lo ha hecho con su desmanejo de la investigación por el
crimen de Iguala, su incapacidad para al menos aparentar decencia en
los escándalos de corrupción, su zarpazo criminal en contra de
Nochixtlán y los cada vez más graves desfiguros presidenciales.
Una
explicación a esta aparente paradoja es que a los verdaderos amos
del poder en México –es decir, las cúpulas empresariales y
mediáticas, las corporaciones extranjeras, el Departamento de Estado
y sabrá Dios qué instancias menos respetuosas del formalismo legal–
le han quitado ya toda autonomía al actual gobierno, que no les
interesa asegurarle una mínima gobernabilidad y que incluso estarían
dispuestos a sacrificarlo en algún momento de su último tercio si
ello puede ayudar en alguna medida a una recomposición política del
régimen. Y de paso podrían contratar a un equipo menos inepto para
que administre de aquí a 2018.
El
peñato –parecen calcular los verdaderos poderosos– ya sirvió
para lo que sirvió: implantar las reformas estructurales; ahora, que
se desgaste hasta el colapso siempre y cuando la impunidad, la
política neoliberal y las redes de corrupción permanezcan intactas;
que los inconformes de ahora y los agraviados de siempre se encarguen
de tumbar al presidente, que festejen su victoria y que el hombre se
lleve consigo toda la impopularidad acumulada por la
institucionalidad a lo largo de varios sexenios. ¿Y después? ¿Qué
instancia popular será capaz de disputar al Congreso –dominado por
el Pacto por México– la facultad de designar a la autoridad
ejecutiva para los próximos dos años? ¿Qué organización o suma
de organizaciones con presencia nacional podría arrebatar hoy en día
el poder a la oligarquía político-económica-mediática?
La
movilización popular ante la brutalidad del PEF es, desde luego,
necesaria, como lo es el preservar, profundizar y extender el
conjunto de los movimientos sociales, pero la presente no parece ser
la hora propicia para la batalla final en contra del poder
oligárquico. La descomposición imparable del gobierno –y es
previsible que ese fenómeno no se detendrá en los próximos 26
meses– debiera ser vista como la oportunidad para fortalecer las
expresiones de poder popular, las estructuras comunitarias y
horizontales; trabajar, al mismo tiempo, en la construcción de un
programa popular mínimo que sume experiencias y demandas, excluya o
ponga entre paréntesis sectarismos y desavenencias (algunas,
fundadas e históricas y otras, irrelevantes y frívolas) y asuma el
carácter complementario de métodos de lucha; articular las
resistencias desde abajo con el ejercicio de cargos ejecutivos y
legislativos de representación popular; avanzar en alianzas
electorales locales viables y fortalecer una organización capaz de
asegurar y defender el triunfo de una plataforma de gobierno en los
comicios de 2018.
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