Él
es un chavo en su primera veintena, alto y flacucho y de barba
incipiente; ella, acaso un poco menor, chaparrita y con cara de
ángel. Vestían con prendas negras y él llevaba un enorme tambor
colgando del hombro. Me abordaron hace un par de semanas en la plaza
de Uruapan cuando yo caminaba en busca de algún changarro donde
cenar.
–Ayúdenos,
por favor –me dijo él–. No somos de aquí y estamos varados
porque no hay autobuses. Se suspendieron todas las corridas.
–Somos
de Morelia –agregó ella.
En
efecto, ese día las empresas camioneras habían suspendido las
corridas en la mayor parte de Michoacán con el pretexto de una
amenaza real o imaginaria a la seguridad de sus unidades y el paro
patronal había hecho imposible que varios compañeros nos
reuniéramos en Uruapan para salir de allí con rumbo a Apatzingán
en tareas de formación política.
A
los chavos se les veía asustados, cansados y hambrientos. Su
circunstancia me abrumó y no supe qué decirles ni cómo actuar.
Casi sin pensarlo saqué de mi bolsillo un billete de baja
denominación y se lo entregué.
–Tengan
–les dije–. Coman algo.
Parece
ser que los chavos esperaban una moneda porque se mostraron
sorprendidos y muy agradecidos.
–Que
Dios lo bendiga –me dijo ella, casi gritando de la emoción. Sentí
mucha vergüenza y me alejé de ellos. Crucé la plaza, me metí en
una fonda de mala muerte que encontré al otro lado y pedí una torta
de cualquier cosa.
Antes
de que me la sirvieran me cayó de golpe todo el peso de la acción
que acababa de realizar: un acto de caridad.
Le
dije a la mesera que me esperara un momento, ella me observó con
sospecha, como temiendo que yo hubiera ordenado algo y pretendiera
irme sin pagarlo ni consumirlo, así que saqué otro billete de esos
y lo dejé sobre la mesa.
–Para
que vea que sí voy a regresar –le dije, y salí casi corriendo a
buscar a los muchachos.
Recorrí
la plaza de punta a punta, me metí en un par de negocios, pregunté
por ellos a grupos de chavos que se veían locales, y nada. Me
interné por las calles estrechas que desembocan en los portales y
traté de distinguir sus siluetas entre la noche de Uruapan –un
joven largirucho que llevaba en bandolera un tambor enorme y una
chavita menuda de pelo largo– pero no las hallé. Derrotado, volví
a la lonchería, que ya estaba a punto de cerrar. Mi torta yacía
envuelta en un papel y ya fría sobre el mostrador de la entrada.
–Pensé
que no iba a regresar –me dijo la mesera, con voz un tanto
desilusionada, y me entregó el pan y el cambio.
Le
regalé las monedas sobrantes, tomé la torta, compré un café en
una tienda de franquicia y me fui a sentar a una banca de la plaza
con la esperanza de ver pasar a la pareja de morelianos.
Mientras
apuraba la comida repasé la situación: aquellos chavos se veían
asustados, cansados y exhaustos y mi estúpida cabeza no había
tenido más ocurrencia que darles unos pesos. Habría debido
invitarlos a cenar conmigo, habría debido buscarles un hotel barato
y habría debido echarles una mano en su inmenso desamparo. Habría
debido preguntarles por sus vidas, platicar con ellos y hacerles
sentir que este país no es tan espinoso e indiferente con un par de
jóvenes que no tienen manera de regresar a casa. Habría debido, en
suma, adoptar una actitud solidaria. Pero en vez de eso, atolondrado
y desconcertado, les había dado una limosna. Con ello había faltado
a mis principios y había incurrido en un acto que me parece
aborrecible. Además había desperdiciado la ocasión de interactuar,
aprender y explicar cosas a un par de tórtolos que se aventuraron
fuera de sus respectivos nidos y que a esas horas debían estarse
arrepintiendo de su arrojo. Por añadidura, había traicionado a mi
adolescente interior, el que en varias ocasiones durmió en una
estación de metro en ciudades extrañas, el que se aterró ante la
otredad del mundo y el que robó comida cuando no hubo más remedio.
Pero también había cometido una deslealtad hacia los que le ofrecieron alimento y plática a ese joven errabundo y tímido que alguna vez fui y a los
que –cómo olvidar a uno solo de ellos y de ellas– le facilitaron
un sanitario y le brindaron un techo para dormir y para coger.
–“Dios
se lo pague” –recordé–. Me lo tenía bien merecido.
Cuando
me acabé la torta decidí realizar otro rondín por los alrededores
de esa y de otras plazas. Un autobús se había estacionado en las
inmediaciones y el chofer negociaba con un grupo variopinto una
tarifa elevadísima por llevarlos a Morelia. Repasé la fila de
posibles pasajeros con la esperanza de hallar allí a esos dos y me
asomé a las ventanillas para ver si estaban ya a bordo, pero no.
Tomé entonces un taxi y le pedí que peinara despacio el centro de
la ciudad, con la esperanza vana de divisarlos acurrucados en un
quicio. Al cabo de una hora de vueltas y vueltas me di por vencido y
me resigné a volver al hotel. Ratifiqué, por primera vez en muchos
años, que la culpa es enemiga del sueño y se me vino a la mente un
oxímoron implacable: la bondad malvada. ¿O no es malvada la
indiferencia?
Por
ejemplo, Teresa de Calcuta ayudaba a salir de este mundo a enfermos graves y
moribundos, no por empatía sino porque le encantaba palpar de cerca
el dolor. Por eso en sus morideros no había analgésicos más allá
de las aspirinas, las jeringas desechables se reutilizaban y nadie se
preocupaba por el bienestar de los internos sino por la salvación de
sus almas. Cientos de millones de dólares de donaciones que habrían
podido emplearse en la construcción de clínicas y hospitales fueron
desviados a esos recintos de expiación terminal. Ella estaba
convencida de que “hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar
su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo” y de que “el
mundo gana con su sufrimiento”. De eso hay numerosos testimonios,
libros
y documentales.
Otro
caso paradigmático de esa clase de bondad
es la red de Centros de Rehabilitación Infantil Teletón (CRITs),
construidos con dinero ajeno que sirve, además, para exentar
obligaciones fiscales propias. El más caro de ellos, en Puebla,
costó cerca de 325
millones de pesos pero los hay de 170 millones, como el de Cancún.
Esos locales, que no son gratuitos y en los que según algunos
testimonios se pide testimonio de fe católica para ingresar a los
pacientes, le sirven a Televisa para hacer el negocio del mundo y a
los gobernantes, para hacerse tontos ante la obligación
constitucional del Estado de garantizar el derecho a la salud a todos
los habitantes. Entre 2013 y 2015 el Sistema de Administración
Tributaria le devolvió a la televisora tres mil millones de pesos,
con los cuales habrían podido construirse unos 600 establecimientos
como el Centro de Rehabilitación Integral Municipal (CRIM) que opera
en Felipe Carrillo Puerto, Q. R., y que brinda servicios equiparables (pero sin símbolos cursis ni colores chillones) a población
abierta y a un precio simbólico o nulo. Lo peor del caso es que muchos
experimentan un genuino agradecimiento hacia los CRITs –que Dios
los bendiga– y, claro, olvidan que la salud es un derecho
irrenunciable de los ciudadanos, una obligación desdeñada por el
Estado y un negociazo para algunos vividores.
Total,
que hay una clase de bondad que se practica por deseos personales
inconfesables, por el afán de lograr ganancias en dinero y en
imagen pública o, como me ocurrió a mí en un anochecer de Uruapan, por
salir del paso ante una situación incómoda y jodida. Chava y chavo
perdidos en la noche: en el remoto caso de que lean esto, les ruego
que perdonen mi despreocupación abominable. Prometo que no volverá
a ocurrir, ni con ustedes ni con nadie.
3 comentarios:
Totalmente de acuerdo, el teletón es lo más malvado .
Excelente tu publicación de hoy, como siempre, y con un nivel de reflexión increíble.
Gracias.
Permíteme comentarte, hace unos días en un restaurante "de lujo" de Chapala, donde comía con mi familia, de improviso se presentó un hombre que se dirigió a los presentes, solicitando una ayuda económica para poder solventar los gastos del sepelio de su hijo que hacía unas horas había muerto, según nos dijo.
Imagina el momento, los clientes del lugar, degustando platillos, inalcanzables por su costo para la mayoría de la población mexicana, y una persona solicitando ayuda para solventar un gasto ineludible. Me sucedió lo mismo que a ti, saqué un billete y se lo obsequié de buen agrado, si era cierto o mentira su argumento, que importa, tu extiendes la mano al prójimo, si se puede, y el mundo sigue girando. que pobreza de espíritu y distancia abismal de las necesidades básicas del pueblo se exhibe, cuando se dice: "Yo no me despierto con el deseo de joder a la población" y ver y sentir las carencias de la población.
La peor derecha se viste siempre de Santa , casta y desinteresada, y resulta que siempre son la peor parte de la humanidad, eso es el TELETÓN
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