Más
de un siglo antes de que se echara a andar la globalización
neoliberal los autores socialistas y anarquistas clásicos ya tenían
claro que el capital no tiene patria y que para hacer frente a su
internacionalización era necesario que la organización de la clase
obrera brincara las fronteras nacionales. Con esa convicción se
fundaron las primeras tres Internacionales. El internacionalismo
proletario era praxis derivada de esa noción y hasta principios del
siglo pasado era de obvio consenso que el remplazo del capitalismo
por el socialismo tenía que ser una tarea mundial. Al fin de la Gran
Guerra el recién nacido poder soviético esperaba ser rescatado por
el ciclo revolucionario que tuvo lugar en Europa –especialmente, en
Alemania– pero las revueltas obreras fueron aplastadas en todas
partes y los bolcheviques se encontraron solos y rodeados de
regímenes hostiles.
En
esas circunstancias, en el otoño de 1924, Stalin presentó una idea
que, si bien encontraba sustento en las condiciones de la Rusia
soviética cercada, resultaba disparatada e incoherente para la
lógica marxista y que contradecía hasta los discursos del propio
Stalin de unos meses antes: construir el socialismo en un solo país.
Las posteriores derrotas de varias revoluciones (Bulgaria, Alemania,
China) se debieron, en buena medida, al aislacionismo estalinista y a
su empeño en congraciarse con los gobiernos capitalistas, y tal vez
esa incongruencia casi fundacional haya resultado determinante en el
derrumbe final de la Unión Soviética, seis décadas más tarde.
Valga
el breve recuento como un punto de referencia para comprender lo que
Donald Trump pretende hacer, noventa años después, desde la
presidencia de Estados Unidos: el neoliberalismo en un solo país, un
oxímoron aun más grotesco, si cabe, que el del astuto y sanguinario
dictador soviético. La doctrina neoliberal surgió en la posguerra,
el siglo pasado, como un programa para llevar a sus últimas
consecuencias la internacionalización de los capitales, lo que
implicaba, entre otras cosas, la transferencia paulatina de
potestades y funciones de los Estados a los consejos de
administración de los consorcios internacionales y la demolición de
las fronteras nacionales para el paso libérrimo de las mercancías y
los servicios.
El
Estado nación ya era un franco estorbo para la obtención de tasas
máximas de utilidad y era preciso, si no suprimirlo, al menos
reducirlo al mínimo y estricto aparato de control gubernamental,
eliminando todo factor de socialización económica, redistribución
de la riqueza y movilidad social. El proteccionismo, que buscaba
asegurar mercados nacionales a las empresas y, de paso, empleos, fue
visto como la bestia negra del pensamiento económico y la embestida
en su contra formó parte esencial del llamado Consenso de
Washington, un recetario acuñado en 1989 por el ideólogo John
Williamson cuando ya el modelo neoliberal había sido implantado en
el Chile de Pinochet, la Inglaterra de Thatcher y el Estados Unidos
de Reagan-Bush.
Trump
es, a no dudarlo, un neoliberal en la faceta más inhumana de esa
doctrina: cree en la competencia desatada, en la desregulación total
del mercado, en el achicamiento del aparato gubernamental y en la
eliminación de los programas de bienestar social. Pero al mismo
tiempo piensa que es posible sostener ese modelo suprimiendo el libre
comercio, al menos el que atañe a los países con los cuales Estados
Unidos tiene intercambios deficitarios, como China y México.
Lo
que el trumpismo no tiene en cuenta es que, en el marco del libre
comercio, la mano de obra de esas y otras naciones se ha convertido
en un insumo fundamental para la propia economía estadunidense y que
la transnacionalización de los procesos productivos (como armar
celulares en China y automóviles en México) es una subvención que
aporta competitividad a los productos de Estados Unidos en los
importantes mercados de Europa y Asia. Asimismo, las importaciones
baratas han permitido mantener a raya la inflación en el territorio
de la superpotencia, y si bien quitan puestos de empleo en la
industria, los crean en el comercio y en los servicios.
El
proteccionismo exacerbado pudo ser un gran trampolín electoral para
el magnate rubicundo pero en los tiempos que corren difícilmente
puede aportarle una base sólida y estable para reformar la economía
del país vecino o para recuperar la hegemonía que Estados Unidos ha
perdido en el mundo en las últimas décadas. Más bien podría
garantizarle un mal final, o sea, un conjunto de reacciones –sospecho
que las que están teniendo lugar son sólo el principio– que
termine por hacer inviable su presencia en la Casa Blanca.
En
tales circunstancias, a menos de dos semanas de haber tomado
posesión, tal vez el hombre, que desde precandidato presidencial ya
se comportaba como un bisonte furioso, ande necesitado de una huída
hacia adelante y piense en llevar la relación con México hasta el
punto de la intervención militar en nuestro país con la que amenazó
a Enrique Peña en una conversación telefónica, como lo indican
diversos reportes de prensa. La historia es verosímil si se
considera que el debilitado e impresentable presidente mexicano se ha
convertido en el blanco favorito del bullying trumpista y que en
contactos anteriores el gobierno nacional no ha sido capaz de actuar
con la dignidad y la firmeza que estas bravuconadas demandan.
Los
intentos de Peña por capitalizar a su favor los sentimientos
patrióticos que afloran en México en el momento presente no van a
permitirle recuperar algo del terreno perdido, ni ante la sociedad
mexicana ni ante Trump. Éste ya tomó la medida de la extremada
pusilanimidad de quienes gobiernan al otro lado del Bravo. Aquí no
parece fácil, con un presidente que anda en 10 o 12 por ciento de
aprobación, y cuyas reformas han creado una fractura sin precedentes
en el país. Los exhortos gubernamentales resultan extraños en
momentos en que la policía sigue agarrando a garrotazos a quienes
protestan por el incremento a los precios de la gasolina y está
fresca la revelación del encuentro que sostuvieron en Los Pinos Peña
y Ricardo Anaya, líder del PAN, para cerrarle el paso a Morena (lo
que en español mexicano quiere decir: hacer fraude en alguna de sus
modalidades) en los comicios previstos para el año entrante.
Como
en otros momentos históricos, México se encuentra ante la
hostilidad del país más poderoso de la Tierra y sin un gobierno
nacional digno de ese nombre. El destino de Trump es incierto y el
del régimen neoliberal mexicano, también; estamos sin duda en
meses y años críticos. La capacidad de resistir vendrá de la
organización social y popular o de ninguna parte.
1 comentario:
Muy buen artículo Pedro. Son tiempos de angustia y pesar por el devenir.
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