La
semana pasada la Casa Blanca debutó como agencia de servicios fúnebres. A sus
dos primeros clientes, Uday y Qusay Hussein Al Tikriti, les hizo un trabajo
primoroso. La labor pudo ser apreciada por todo el planeta en un folleto con
fotos de los beneficiados en las que se aprecia el antes y el después de los
afeites necrológicos: dos organismos reventados por explosiones de misiles
antitanque fueron convertidos, del cuello para arriba al menos, en muñecos
convincentes y plácidos.
Los
hermanos Hussein Al Tikriti habían sido sorprendidos en el interior de un
domicilio particular de Mosul, en posesión de fusiles automáticos Kalashnikov, y
fueron neutralizados mediante misiles antitanque TOW y Hellfire disparados
desde vehículos Bradley y helicópteros Apache.
Esos tubos tienen un peso aproximado de 20 kilos cada uno y un precio que va de
2 mil a 4 mil dólares por unidad. Según el forense español José Cabrera
Forneiro las gráficas de los cadáveres permiten suponer que Uday y Qusay “se
murieron de perfil”, como habría dicho García Lorca, y de manera instantánea,
al recibir la onda expansiva lateral de uno de esos misiles que les sembró el
cuerpo con pedazos de metralla. Además, al primero la explosión le arrancó la
pierna izquierda y parte de la cara. En la casa había otros dos individuos que
también resultaron muertos: un guardaespaldas y el hijo de 14 años --Mustafá--
de Quday. Este último fue, según el mando militar estadunidense, “el último en
morir”. Su cadáver no recibió los beneficios póstumos concedidos por la
Funeraria Bush al padre y al tío, y no fue exhibido en la morgue inflable del
aeropuerto de Bagdad.
Tal vez,
a la hora de decidir el destino de los cuerpos, el Pentágono resultó
influenciado por el espectáculo final de Celia Cruz, cuyo cadáver espléndido
había sido paseado durante cinco días y expuesto al homenaje de cientos de
miles de dolientes. Y si dos días antes la cantante tropical había ingresado a
su última morada con una peluca rubia, ¿por qué negarles a los iraquíes
fallecidos el beneficio de una buena afeitada, un poco de maquillaje y lápiz
labial y medio kilo de pasta para resanar? En su primera sesión fotográfica los
muchachos Hussein Al Tikriti ostentaban sendos gestos de apatía; en la segunda,
en cambio, la paz eterna parecía haber llegado a sus caras, y los especialistas
forenses incluso habían logrado imprimir en ellas sonrisas discretas, propias
de quienes fallecen después de haber experimentado una revelación
trascendental. Hasta podría pensarse que Uday y Qusay, dos hombres que vivieron
toda la vida, y sin elección posible, contextos tortuosos y sórdidos, habían
encontrado por fin, en sus camillas de la tienda inflable del aeropuerto de
Bagdad, la serenidad eterna.
El
agente funerario Bush hizo, pues, un gran trabajo. Administró una muerte
instantánea (y eso también quiere decir, se supone, indolora) a los hermanos
Uday y Qusay Hussein Al Tikriti. (Falta conocer aún las circunstancias exactas
del deceso de Mustafá Hussein, hijo adolescente del segundo, pero no hay
motivos para pensar mal y cabría incluso suponer que el muchacho recibió un
trato humanitario semejante al que se aplicó al padre y al tío.) Luego, Bush se
apiadó de los cuerpos descuartizados y les procuró una reconstrucción facial
tan exitosa que alguna marca trasnacional de juguetes ha de estar planeando el
lanzamiento de los muñecos Uday y Qusay --transfórmalos y diviértete con sus
quijadas desprendibles--, siempre y cuando, claro está, logre que la familia le
ceda los derechos del copyright. Los gringos son muy respetuosos en eso de la
propiedad intelectual y la piratería les resulta repugnante. Finalmente, los
iraquíes estarán tan agradecidos con su benefactor que nadie en el país liberado
se opondrá a que las cabezas de Uday y Qusay sean incorporadas a la decoración
del dormitorio que Bush ocupa en la Casa Blanca. Realmente se lo ha ganado.
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