Todavía faltan 10 días para que acabe el mes y éste es ya el
más desastroso para George W. Bush desde el inicio de la invasión a Irak: más
de 80 soldados ocupantes han muerto en lo que va de abril, y la suma total de
bajas fatales de las fuerzas estadunidenses en el país árabe superó el domingo
las 700. Ahora los medios de Estados Unidos despliegan sin restricción fotos de
los ataúdes procedentes del país agredido y listas ilustradas de los efectivos
gringos muertos en combate. El jueves una organización de familiares de
soldados enviados a Irak se le plantó a Bush frente a la Casa Blanca para
exigirle el regreso de los que siguen vivos. Por si los halcones de
Washington no tuvieran suficientes problemas, el nuevo presidente del gobierno
español, José Luis Rodríguez Zapatero, inauguró su mandato con la orden de
retirar en el menor tiempo posible el contingente español de mil 400 hombres
que tiene bajo su control una de las regiones más desasosegadas del Irak
chiíta.
La Casa Blanca reaccionó en forma un tanto infantil,
asegurando que el asunto no le va ni le viene. La verdadera dimensión de la
decisión española puede percibirse, en cambio, en las afirmaciones del ministro
polaco de Defensa, Jerzy Szmajdzinski, quien dijo que la retirada de los soldados
españoles complicará la “misión de estabilización” en el sector centro sur del
país ocupado, y advirtió que “Polonia no podría rellenar el agujero con
soldados propios, porque el contingente de 2 mil 400 hombres que ahora mantiene
en Irak es el máximo que puede tener”. Por lo demás, es dudoso que tras la
salida de los españoles los efectivos hondureños, dominicanos, nicaragüenses y
salvadoreños puedan mantenerse en el país invadido, así sea por la simple razón
de que no dominan el inglés, y menos el polaco o el árabe.
Los más de 10 mil civiles asesinados por los invasores no
reaccionaron al anuncio porque están muertos. Por el mismo motivo guardaron silencio
los 200 caídos en los bombazos de Madrid del 11 de marzo, los 700 efectivos
estadunidenses ultimados y los 11 españoles que perdieron la vida gracias a la
decisión de José María Aznar de enviarlos a Irak. Pero la determinación de
cancelar la participación de España en la carnicería es, de alguna forma, un
tributo a la memoria de todos esos muertos, además de un homenaje a los
políticos honestos de Washington y Londres que fueron vilipendiados y sujetos
al escarnio por su negativa a participar en la masacre en curso.
La guerra seguirá, por supuesto, porque a las mafias
gobernantes de Washington les faltan algunos miles de cadáveres para comprender
que ya perdieron. La liberación de Irak no provendrá, por cierto, de una
convicción humanitaria de la Casa Blanca --sea quien fuere el ocupante--, sino
de la resignación final estadunidense ante la evidencia de que el ataque fue un
mal negocio cuyos costos superan, por mucho, las posibles utilidades.
Parte sustancial de esos costos para el gobierno de Bush son
las bajas de guerra. No es que nadie en el gobierno se conduela por los
soldados que regresan en bolsas de plástico o por sus familias, sino que cada
funeral militar implica una merma de votos, además de un dineral.
Rodríguez Zapatero ha causado de golpe a la coalición la
pérdida de mil 400 efectivos, el doble de los soldados estadunidenses caídos en
Irak hasta el momento. Lo bueno de las bajas españolas es que no volverán a su
país en ataúdes ni en sillas de ruedas o camillas, sino respirando y caminando,
y a su retorno arrancarán a sus parientes lágrimas de gozo, no de amargura. Se
trata de bajas vitales que a la larga ahorrarán más vidas, y eso es una
excelente noticia.
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