El 31 de marzo de este año Europa sufrió una regresión
brusca al siglo antepasado, cuando los anarquistas buscaban, bomba en mano y a
riesgo de la vida, la cabeza del rey. Ese día, como si los europeos no tuvieran
suficiente con la amenaza de las bombas mahometanas, dos artefactos explosivos
reventaron frente a una comisaría policial de Génova. Horas más tarde, un grupo
clandestino de extrema izquierda reivindicó el ataque, se solidarizó con los
etarras presos en España y lanzó la siguiente advertencia: “¡Juan Carlos, no
vengas a Génova!”. El destinatario del mensaje era Juan Carlos I de Borbón, rey
de España, y la acción terrorista buscaba disuadirlo de asistir, como lo tenía
previsto, a un partido de futbol programado para el 28 de abril en el estadio
Marassi de ese puerto italiano. El comunicado iba firmado por la Brigada 20 de
Julio (fecha del asesinato del altermundista Carlo Giuliani por carabineros,
durante la reunión del G-8 celebrada en 2001 en Génova) de la Federación
Anarquista Informal (FAI). En febrero del año pasado ese mismo grupo logró,
mediante amenazas, que el señor Borbón se quedara en el Palacio de la Zarzuela
en vez de ir a esquiar a Italia.
“Es un poco injusto --pensé-- que los anarquistas, con razón
o sin ella, se dediquen a asustar al rey de España, quien a fin de cuentas
parece ser un buen hombre, en vez de molestar al jefe del gobierno, así sea
saliente, José María Aznar.” Pero luego recordé que el señor Borbón tiene estatuto
constitucional de jefe de Estado, del que es representante máximo en las
relaciones internacionales, que entre sus atribuciones está la de “moderar el
funcionamiento regular de las instituciones” (artículo 56), que tiene el mando
supremo de las fuerzas armadas (artículo 62) y que le corresponde, previa
autorización de las Cortes generales, declarar la guerra y hacer la paz
(artículo 63).
Mal que bien, pues, el próximo suegro de Letizia Ortiz tiene
alguna responsabilidad en la ofensiva desatada por el gobierno del Partido
Popular contra las libertades y los derechos políticos de los españoles, en
general, y de los vascos, en particular, así como en la participación de España
en la agresión contra Irak. Es cierto que la Constitución de 1978, además de
otorgarle al señor Borbón una retahíla de poderes, cargos, títulos y atributos,
establece que “la persona del rey es inviolable y no está sujeta a
responsabilidad” (artículo 56), pero me temo que ni los anarquistas italianos
ni los fundamentalistas islámicos están interesados en respetar la norma
fundamental de España.
La Unión Europea está a punto de promulgar su Constitución,
y lo hará, previsiblemente, en la capital española, como homenaje a las
víctimas madrileñas del ataque terrorista del 11 de marzo. Ese acto de
modernidad civilizada contrasta con el hecho de que el peñón de Gibraltar sea,
hoy por hoy, sitio de confluencia de tres monarquías asesinas, unidas en la
coyuntura por la guerra al terrorismo. No hay mucho que agregar sobre la
responsabilidad de Londres en las masacres de civiles en Irak; tampoco es necesario
abundar en la política criminal de Madrid contra vascos e iraquíes; en cuanto a
Marruecos --la tercera pata de ese trípode de reinos torturadores--, basta con
recordar el empeño de Rabat por robarles su territorio a los saharauis y el
retorno de Mohamed VI a los métodos de gobierno de su padre, Hasán II: la
represión, el asesinato y la corrupción generalizada en un país sumido en la
pobreza y la desigualdad. En noviembre pasado, Amnistía Internacional (AI)
expresó su alarma por “el acusado aumento de la tortura en Marruecos” y, por si
algo faltara, el junior alauita unció a su país a la cruzada de Bush contra el
terrorismo y ordenó modificaciones al Código Penal que se han traducido, desde
hace un año, en 16 condenas a muerte para presuntos terroristas.
Podría alegarse, en descargo de sus majestades, que
Elizabeth Alexandra Mary Windsor, una viejita inofensiva vulgarmente conocida
como Isabel II, jamás ha metido su ornamental nariz en los asuntos de Estado;
que Juan Carlos de Borbón es un buen hombre que propició el deslizamiento de
España, casi sin sustos, del franquismo a la democracia, y que Mohamed Ben Al
Hassan es un chavo más interesado en las motos acuáticas, las cenas en Roma y
las discotecas parisinas que en las pesadas cuestiones del gobierno. Podría
decirse, también, que hay repúblicas más asesinas que las tres monarquías
mencionadas, como Estados Unidos o China. Son argumentos ciertos y justos, y
además las sociedades son muy libres de gastarse unas decenas o centenas de
millones de dólares en la manutención de un hatajo de zánganos de gesto amable,
cuya función principal en este mundo consiste en dar combustible informativo a
las revistas especializadas en el voyeurismo sentimental. Pero eso no borra la
resurrección inquietante, en medio de una oleada de explosiones
fundamentalistas, del deporte decimonónico de asesinar al rey. Es, sin duda,
una afición grotesca y anacrónica.
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