6.4.04

Insomnio real


El 31 de marzo de este año Europa sufrió una regresión brusca al siglo antepasado, cuando los anarquistas buscaban, bomba en mano y a riesgo de la vida, la cabeza del rey. Ese día, como si los europeos no tuvieran suficiente con la amenaza de las bombas mahometanas, dos artefactos explosivos reventaron frente a una comisaría policial de Génova. Horas más tarde, un grupo clandestino de extrema izquierda reivindicó el ataque, se solidarizó con los etarras presos en España y lanzó la siguiente advertencia: “¡Juan Carlos, no vengas a Génova!”. El destinatario del mensaje era Juan Carlos I de Borbón, rey de España, y la acción terrorista buscaba disuadirlo de asistir, como lo tenía previsto, a un partido de futbol programado para el 28 de abril en el estadio Marassi de ese puerto italiano. El comunicado iba firmado por la Brigada 20 de Julio (fecha del asesinato del altermundista Carlo Giuliani por carabineros, durante la reunión del G-8 celebrada en 2001 en Génova) de la Federación Anarquista Informal (FAI). En febrero del año pasado ese mismo grupo logró, mediante amenazas, que el señor Borbón se quedara en el Palacio de la Zarzuela en vez de ir a esquiar a Italia.

“Es un poco injusto --pensé-- que los anarquistas, con razón o sin ella, se dediquen a asustar al rey de España, quien a fin de cuentas parece ser un buen hombre, en vez de molestar al jefe del gobierno, así sea saliente, José María Aznar.” Pero luego recordé que el señor Borbón tiene estatuto constitucional de jefe de Estado, del que es representante máximo en las relaciones internacionales, que entre sus atribuciones está la de “moderar el funcionamiento regular de las instituciones” (artículo 56), que tiene el mando supremo de las fuerzas armadas (artículo 62) y que le corresponde, previa autorización de las Cortes generales, declarar la guerra y hacer la paz (artículo 63).

Mal que bien, pues, el próximo suegro de Letizia Ortiz tiene alguna responsabilidad en la ofensiva desatada por el gobierno del Partido Popular contra las libertades y los derechos políticos de los españoles, en general, y de los vascos, en particular, así como en la participación de España en la agresión contra Irak. Es cierto que la Constitución de 1978, además de otorgarle al señor Borbón una retahíla de poderes, cargos, títulos y atributos, establece que “la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad” (artículo 56), pero me temo que ni los anarquistas italianos ni los fundamentalistas islámicos están interesados en respetar la norma fundamental de España.

La Unión Europea está a punto de promulgar su Constitución, y lo hará, previsiblemente, en la capital española, como homenaje a las víctimas madrileñas del ataque terrorista del 11 de marzo. Ese acto de modernidad civilizada contrasta con el hecho de que el peñón de Gibraltar sea, hoy por hoy, sitio de confluencia de tres monarquías asesinas, unidas en la coyuntura por la guerra al terrorismo. No hay mucho que agregar sobre la responsabilidad de Londres en las masacres de civiles en Irak; tampoco es necesario abundar en la política criminal de Madrid contra vascos e iraquíes; en cuanto a Marruecos --la tercera pata de ese trípode de reinos torturadores--, basta con recordar el empeño de Rabat por robarles su territorio a los saharauis y el retorno de Mohamed VI a los métodos de gobierno de su padre, Hasán II: la represión, el asesinato y la corrupción generalizada en un país sumido en la pobreza y la desigualdad. En noviembre pasado, Amnistía Internacional (AI) expresó su alarma por “el acusado aumento de la tortura en Marruecos” y, por si algo faltara, el junior alauita unció a su país a la cruzada de Bush contra el terrorismo y ordenó modificaciones al Código Penal que se han traducido, desde hace un año, en 16 condenas a muerte para presuntos terroristas.

Podría alegarse, en descargo de sus majestades, que Elizabeth Alexandra Mary Windsor, una viejita inofensiva vulgarmente conocida como Isabel II, jamás ha metido su ornamental nariz en los asuntos de Estado; que Juan Carlos de Borbón es un buen hombre que propició el deslizamiento de España, casi sin sustos, del franquismo a la democracia, y que Mohamed Ben Al Hassan es un chavo más interesado en las motos acuáticas, las cenas en Roma y las discotecas parisinas que en las pesadas cuestiones del gobierno. Podría decirse, también, que hay repúblicas más asesinas que las tres monarquías mencionadas, como Estados Unidos o China. Son argumentos ciertos y justos, y además las sociedades son muy libres de gastarse unas decenas o centenas de millones de dólares en la manutención de un hatajo de zánganos de gesto amable, cuya función principal en este mundo consiste en dar combustible informativo a las revistas especializadas en el voyeurismo sentimental. Pero eso no borra la resurrección inquietante, en medio de una oleada de explosiones fundamentalistas, del deporte decimonónico de asesinar al rey. Es, sin duda, una afición grotesca y anacrónica.

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