29.4.06

Del Mayflower a las pateras

  • Fundamentalistas e indocumentados
  • Sostiene Plaqueta: los juguetes de la paz

Uno deja el terruño porque se muere de hambre; porque quiere tener más posesiones; porque lo persiguen para matarlo o marcarlo con un hierro candente o simple y civilizadamente encarcelarlo; porque se enamoró de alguien que vive en Birmania; porque no está a gusto con las leyes y costumbres de su entorno natal; porque lo destierran; porque quiere acercarse a Dios; porque sus padres le resultan antipáticos; porque admira los paisajes extraños; porque siente empatía hacia los habitantes de otras tierras; porque en el lugar de origen ser mujer es casi un delito; porque quiere reunirse con amigos, socios y familiares; porque acató el llamado de algún cromosoma antiguo; por curiosidad, por varias de esas razones combinadas o por alguna diferente. Hemos pasado el último millón de años en tránsito de un valle a otro, de un litoral a otro, de un continente a otro. Como consecuencia la humanidad está mezclada sin remedio y los pueblos originarios son una patraña: los americanos provienen de Asia, los asiáticos proceden de Europa, los europeos vienen de África y los primeros humanos surgieron del abismo de la animalidad en las praderas de Etiopía y Kenia. La especie bien podría llamarse Homo Viator.

El Mayflower

Los habitantes primigenios de Norteamérica llegaron a esta región hambrientos, cagados de frío, sin pediatras ni encendedores ni documentos de identidad. Los fundadores de lo que habrían de ser las Trece Colonias arribaron milenios después, en embarcaciones precarias. La más emblemática fue el Mayflower, que pasó por innumerables peripecias y salidas en falso desde el puerto inglés de Plymouth. La nave hizo escala en San Juan de Terranova, localidad hoy canadiense que había sido colonizada un siglo antes por pescadores vascos y muchos milenios antes por asiáticos procedentes de Behring. Aunque carecían de visa, los peregrinos del Mayflower no fueron recibidos con balas de gas pimienta sino con agua y provisiones para que continuaran su viaje, el cual culminó en las costas de Nueva Inglaterra, en noviembre de 1620.

El invierno los tomó por sorpresa en el asentamiento que fundaron y el hambre y las bajas temperaturas mataron a cerca de la mitad de los 102 que eran. Otros se salvaron por la comida que les regalaron los indios wampanoag, quienes además les dieron capacitación para cultivar el maíz. Al año siguiente las autoridades de la colonia recién creada establecieron “un día de dar gracias al Señor”, que es hasta hoy la celebración más acendrada de estadunidenses y canadienses. Además, en muestra de agradecimiento a sus benefactores, los colonos europeos los echaron de sus tierras y los exterminaron. Medio siglo después de la primera celebración del Día de Acción de Gracias, quedaban sólo 400 wampanoags vivos.

Los nuevos colonizadores eran cristianos radicales procedentes de Inglaterra y Holanda. Reprochaban a los anglicanos sus concesiones al catolicismo; eran puritanos, moralistas e intolerantes; pensaban que la función primordial de los gobiernos era hacer cumplir la voluntad divina y castigaban severamente a los bebedores, a los adúlteros, a quienes trabajaban en domingo y a los herejes. En las primeras colonias se restringía el derecho de voto a los integrantes de la iglesia y se pagaba los sueldos de los ministros con dinero procedente de los impuestos. Ustedes disculpen, pero lo anterior me trae a la cabeza las formas de gobierno ideadas en las postrimerías del siglo XX por los ayatolas chiítas y los talibanes sunitas.
La vertiente de la tolerancia surgió posteriormente en diversos asentamientos (Rhode Island, Maryland, Pensilvania) en donde incluso se garantizaba la libertad religiosa y la separación entre la Iglesia y el Estado. Pero los peregrinos del Mayflower, fundadores de lo que es ahora Estados Unidos, eran fundamentalistas y, desde luego, migrantes indocumentados. Fueron la simiente de un proyecto nacional que en su construcción fusionó la utopía social con la depredación, el pillaje y el exterminio de los pueblos que le habían antecedido en la población de Norteamérica.
Hoy en día el fundamentalismo y la migración indocumentada son las líneas rectoras de las paranoias y las fobias estadunidenses. Tal vez sea el reflejo de una mala conciencia histórica por parte de la comunidad wasp (White, Anglo-Saxon, Protestant, blanca, anglosajona, protestante), aún hegemónica. Los supremacistas y los chovinistas perciben a los migrantes latinos como “invasores” que amenazan con destruir el país al que llegan, en una extrapolación de lo realizado por los migrantes europeos y su expansión sangrienta, durante los siglos XVII, XVIII y XIX, en tierras que pertenecían a pueblos apaches, mohicanos, navajos, yaquis, cheyennes, esquimales, iroqueses y mexicanos.

Las actuales pateras y otras embarcaciones inciertas que naufragan y ahogan a sus ocupantes en sus trayectos desde los sures miserables hacia los nortes opulentos son una reedición contemporánea del Mayflower, pero los forasteros de ahora no quieren fundar nada que no sea sus propias vidas, ni despojar ni destruir a nadie, sino evitar su propia destrucción. En su derecho a ser va implícito el derecho a migrar. Hay que conseguir que los racistas, los chovinistas y los paranoicos, los dejen en paz. Por eso mañana, lunes primero de mayo, me abstendré de comprar productos fabricados en Estados Unidos y de realizar cualquier transacción con transnacionales de origen estadunidense.

A Tamara de Anda le debemos la ilustración de abajo y la reflexión correspondiente, llamada “Los juguetes de la paz”. Sostiene Plaqueta:
Así se llama un requetechingonsísimo cuento de Saki. Es sobre un tío afligido ante el apasionamiento que sus sobrinitos sienten por las guerras del pasado. Los condenados se saben de memoria hasta el más mínimo detalle truculento de las batallas: el número de muertos, los bestiales métodos de ataque, los litros de sangre derramada. Para contrarrestar lo que a sus ojos es una precoz perversión, les enjareta unos muñecos de lo más aburridos, todos inocuos, para asegún cultivar en sus confundidos corazones un poco de armonía, paz y democracia. Pero tómela barbón: los infantes, nada brutos y sí alarmantemente listos e ilustrados, convierten el mini pueblito de juguete en un brutal campo de batalla, con decapitados y cañonazos y muerte masiva y harta sangrita de tinta roja. Tan-tan.
De esa ficción me acordé al toparme con algo que me pareció una broma del peor gusto: una juguetería llamada “Los Angelitos”. En serio. Con ese esperpéntico nombre uno esperaría encontrarse a Macaulay Culkin blandiendo un hacha ahí dentro. Pero no. Ubicada en la Del Valle, su publicidad promete que “para este día del niño” no tienen juguetes violentos que "atrofien la mente de sus hijos". Le manejan pura cosa “educativa”.
Pobres chamacos. Siempre subestimados, siempre vistos como descerebrados bodoques-esponja que absorben, sin ningún filtro racional, cualquier babosada que se les ponga enfrente. ¿Por qué a todo mundo se le olvida que alguna vez fue niño, y que no era precisamente una masa-babeante-maleable-mangoneable-100%-vulnerable?
Como si algún chaval fuera capaz de jugar a la guerra o al contrabando o a los narcos o a las armas de destrucción masiva por más de una tarde sin hartarse. Como si les fueran a entrar unas ganas locas de crecer para irse a luchar a Irak. Los niños hallarán un centenar de sentidos menos siniestros que darle a sus juguetes, por más que su diseño se haya basado en las atrocidades de la vida real. O al contrario, si se sienten con ánimo belicoso, encontrarán la manera de sacarle todas las tripas afelpadas al bondadoso Güinipú, enseñarle a su muñequita de trapo lo que es la violencia doméstica o, en el peor de los casos, agarrarse entre ellos a balerazos (muy peligrosos los juguetes tradicionales, mejor déjenselos a los turistas). Y no por eso se van a retorcer y convertir en maleantes-locos-drogadictos.
Sólo tengan cuidado y no le vayan a comprar cosas gringas a los niños, ¡no arruinen el boicot! Tip: todavía existen los juguetes Mi Alegría, y aunque deberían demandar al que les diseña los empaques, sí tienen opciones chidas. Pero cuidado, porque otras son la materialización de la más funesta ñoñería, como los ositos de peluche que rezan el Padre Nuestro con voz electrónica, ¡horror!
Lleve usted este bonito set de soldados que luchan contra los terroristas mediorientales. 100 % hecho en México.

2 comentarios:

Gerardo de Jesús Monroy dijo...

Disfruto mucho leyendo tu columna. Un saludo afectuoso desde Torreón, Coahuila. Atte.: Gerardo.

Pedro Miguel dijo...

Gerardo y Janario, gracias, y ya vi sus respectivos blogs. Están ambos buenísmos.

Un abrazo.